Al llegar a su destino, Luke se dirigió al asiento trasero del auto y jaló del brazo a la jovencita que se encontraba de rehén.
—¿Qué es esto? ¿Dónde estamos?—preguntó Arlet, asustada y temerosa de no ver más que un sitio desierto. Al fondo había aparentemente una casa, pero no había nada más que eso. El hombre apretó más fuerte su agarre y tiro con mayor ímpetu, llevándola prácticamente a rastras. —¿Le hice una pregunta?—insistió, viendo cómo sus zapatos se manchaban de la tierra que había alrededor. Ese hombre ni siquiera le daba tiempo de levantar los pies para caminar con normalidad.—¡Cierra el pico, niña!Horacio, quien sabía que su jefe estaba de pésimo humor, decidió silenciar a la molesta hija de Amaro, al ver que la misma no parecía conocer lo que era la prudencia. Arlet miró de reojo al sujeto que le habló y le pareció un chiste. Era un tipo bajo y gordo, quien cargaba un arma en su cinto que parecía mucho más grande que él. Por un instante, estuvo tentada a responderle, a decirle algo. Su lengua era muy inquieta en ese sentido, nunca podía permanecer callada. Estaba acostumbrada a hablar hasta por los codos. Y recordando eso, Arlet pensó en Nicolás, en su amigo, quien siempre la escuchaba. «¿Cómo estaría? ¿Ya lo habrían atendido?», se preguntó genuinamente preocupada. Y la preocupación se incrementó, cuando cayó en cuenta del tremendo problema en que lo había metido. «Mi padre», pensó Arlet y por un momento su cuerpo se detuvo. Fue apenas un instante de inmovilidad, porque al segundo siguiente había sido jalada tan bruscamente que se fue de bruces. Arlet chocó contra el suelo, las piedras rasparon sus rodillas y manos, ocasionándole un mayor dolor. Inmediatamente, elevó la mirada y miró al hombre quien la observaba desde arriba. Odio, eso era lo único que percibía en sus ojos azules. Por un instante su corazón se encogió, recordando esa mañana, cuando sus preocupaciones no eran más que ir temprano al colegio y cumplir con sus labores. ¿Cómo era que todo había cambiado tan rápido?Recordó también a Nicolás recogiéndola a la hora de la salida, recordó cómo había llegado a su casa hablando sobre la última colección de su diseñadora favorita. Pero todo se había venido abajo cuando al cruzar la puerta encontró a su padre, fue justo en ese instante en el que todo cambió…—¡Maldito!—gritó el hombre, mientras hablaba por teléfono. Su padre no se había percatado de su presencia, así que siguió diciendo:—¡Quiero que lo encuentren y lo maten! ¡O no, mejor no!—pareció cambiar de parecer—. ¡Encuéntrelo y tráiganlo a mí, yo mismo me encargaré de matarlo!—dicho eso, guardó el teléfono en su bolsillo y sacó una pistola, la cual acarició de arriba a abajo. Se quedó congelada al escucharlo, completamente estática. Nicolás, quien venía acompañándola, le puso las manos en los hombros y trató de reconfortarla. Él sabía muy bien que ese hombre, el que acababa de encontrar hablando por teléfono, no era su padre. Su padre no era ese sujeto que hablaba de asesinatos y portaba un arma. ¿Quién era ese hombre?—ArletAmaro se había girado finalmente y había encontrado a su hija con una expresión pasmada. —¿P-papá, de qué hablabas?—balbuceó la muchacha.—De nada, cariño. Empaca tus cosas, nos vamos de esta casa—anunció. —¿Nos vamos? Arlet negó tratando de entender. ¿Por qué ese cambio? ¿Por qué irse tan repentinamente?—Sí, Arlet, nos vamos. Recoge tus cosas ya—ordenó Amaro un poco exasperado. No tenía tiempo para lidiar con los problemas existenciales de su hija. Sabía que su enemigo se acercaba a esa casa y necesitaba acorralarlo en la misma. —Pero…—¡Nada de peros! ¡Recoge tus cosas, Arlet!La jovencita abrió muy grande los ojos, aquella era la primera vez que su padre le gritaba de esa forma. Inmediatamente, su visión se nubló y las lágrimas hicieron su aparición. —No me iré—contestó entonces renuente. Necesitaba respuestas, no podía irse de esa manera. Amaro se pasó la mano bruscamente por la cara con molestia, parecía cansado, con muy poca paciencia. —Maldición, Arlet. No me hagas que te saque a rastras ahora mismo—amenazó. Sin duda ese sujeto era otro, no era el padre amoroso que siempre conoció. —¡No!—se negó con mayor convicción—. ¡Te escuché! ¡Escuché lo que decías!—informó esperando que su padre se defendiera y negara todo.Pero contrario a lo que Arlet quería, Amaro la encaró: —¿Me escuchaste? ¿Y qué escuchaste? —Q-que ordenabas matar a alguien… que querías que te lo trajeran. Papá, te vi, tenías un arma. —¿Un arma? ¿Esta?—preguntó el hombre sacando la pistola y apuntándola. Nicolás se puso alerta y tuvo el impulso de sacar su propia arma al verla amenazada. Esa era una reacción natural, después de todo su deber era protegerla. —¿Entonces es verdad? ¿Eres un asesino?—susurró la jovencita, completamente turbada. Amaro, quien estaba cansado de aparentar, decidió que ese era el momento oportuno para que su hijita se enterará de una vez por todas que era la hija de un mafioso, que sus regalos y sus lujos no se pagaban solos. Arlet finalmente tendría que empezar a madurar. —Soy mucho más que eso—dijo al fin, acortando la distancia en un santiamén—. ¿Ves esta pistola, querida hija?—le preguntó agarrándola de la barbilla y mostrándosela tan de cerca, que prácticamente no había distancia entre una y otra—. No puedes hacerte ni una idea de la cantidad de veces que la he utilizado. ¿Dime un número, Arlet? Te aseguro que no podrás acertar el número de personas a las que he matado con ella. Dicho eso, la soltó bruscamente y se dirigió a su guardaespaldas: —Encárgate de que recoja sus cosas y sácala de aquí—ordenó desapareciendo de la estancia. Amaro se fue de la casa, dejando la encomienda de la protección de su hija a Nicolás. Sin embargo, ninguno de los dos hombres contaba con que Arlet no pensaba reunirse con un asesino, así como así.La jovencita recogió sus cosas, sí. Pero su objetivo era escaparse y cuando Nicolás entró a su habitación buscándola, se encontró con una nota que decía que se había marchado para siempre. El hombre salió corriendo de la casa y empezó a buscarla por los alrededores, sin imaginarse que Arlet seguía ahí, escondida debajo de la cama y esperando que todos se fueran para finalmente huir…—¿Qué es esto? ¿Acaso es…?—La hija de Amaro—completo Luke, dándole un empujón a Arlet para que terminara de entrar en la casa. La jovencita aterrizó en la sala de esa vivienda, sintiéndose como un pez fuera del agua. ¿Dónde estaba?—¿Cómo es qué…?—siguió preguntando la mujer, deseosa de respuestas. —Exceso de confianza—concluyó el otro sin querer dar más explicaciones al respecto. Horacio, quien sabía que la mujer seguiría preguntando, se apresuró en explicarlo todo. Kenia se relamió los labios al darse cuenta de la joyita que tenían en mano. —Entonces Amaro dejó desprotegida a su preciada hijita—dijo dando algunos pasos en dirección a la muchacha. No dejaba de observarla, evaluándola—. Oh, pero que tenemos aquí—señaló agarrándola de la barbilla e inspeccionando su cara—. Un cutis bien cuidado, sin duda. Qué lástima—dicho eso, sacó una navaja. —Espera, Kenia—la detuvo el hombre al detallar sus intenciones. —¿Qué pasa? ¿Acaso no vamos a matarla?—Así es, pero aún no.La jovenci
Arlet pasó la noche más larga de su vida encerrada en ese lugar oscuro, el cual parecía un cajón en el que no se filtraba ni la más mínima luz. Fueron largas horas de llanto y de rogarle al cielo por un poco de piedad. Tenía miedo de morir, miedo porque presentía que su muerte no sería sencilla. Pero a la vez, veía en esa posibilidad una salida. Cuando finalmente la tortura terminara, cuando finalmente todo acabará, podría reunirse con su madre, podría conocerla, ya que nunca tuvo la oportunidad de hacerlo. Lamentablemente, su madre había muerto dándola a luz. Zelina, como su padre le contaba, era una mujer hermosa, encantadora, la cual lo cautivó con tan solo una mirada. Su padre la amaba, y lo sabía muy bien, porque tenía prácticamente un altar montado para ella en su habitación. Enormes cuadros de la mujer, rodeaban las paredes de aquella recámara, a la cual solía entrar muy poco. Su padre nunca se volvió a casar ni le conoció a otra pareja en todos esos años. Él siempre le hab
La puerta de la habitación se abrió de golpe, haciendo que el corazón de la muchacha se acelerara por completo. «¿Qué estaba sucediendo?», se preguntó, viendo al individuo que la observaba desde el umbral. Un segundo, ese fue el tiempo que le otorgó para que asimilará que había llegado su final. Inmediatamente, sus pasos resonaron como una marcha fúnebre, presagiando un terrible desenlace. Moriría, pudo verlo escrito en esos ojos zarco, tan ardientes, pero al mismo tiempo tan helados. Sin embargo, como si se tratara de una liebre inútil que se niega a ser devorada por las fauces del lobo; corrió, corrió y tropezó sin siquiera haber llegado a un sitio de resguardo. Arlet sintió el golpe en sus rodillas y al segundo siguiente, había sido jalada y lanzada mucho más lejos. Un gemido de dolor se escapó de sus labios cuando su espalda chocó contra la pared más cercana. Sus labios quisieron suplicar por un poco de piedad, quisieron suplicarle para que se detuviera. ¿Pero siquiera ten
Arlet sentía que no podía moverse, uno a uno, sus huesos le dolían. Ese hombre la había arrojado tan fuerte, todavía no entendía cómo era que no la había matado de ese solo movimiento. «¿Qué le había hecho su padre para que la odiara tanto?», no dejaba de hacerse esa pregunta. Nunca había tenido que sentir este tipo de dolor, el dolor físico. Su padre jamás le había puesto un dedo encima, él siempre había sido muy complaciente. En su niñez y adolescencia lo tuvo todo, lujos, viajes, una vida aparentemente feliz. Todo era así hasta hacía apenas unos días. Ahora estaba a merced de ese monstruo, de ese hombre que al parecer disfrutaba de hacerla sufrir.¿Por qué no la mataba de una vez? ¿Por qué no acababa con su tortura?Los días y las horas se le hacían insoportables, desde esa noche, no había podido volver a dormir. Cada vez que sus ojos se cerraban, lo visualizaba, veía el azul de su mirada, veía su sed de sangre, veía su deseo de venganza.Ese hombre, ese rostro, se estaba hacie
—¿Y en serio crees que existe la justicia?—Yo creo que… creo que mi padre merece pagar por todos sus delitos. Él debería ir a la cárcel y…—¿La cárcel? No seas tonta. —Escúcheme, le estoy diciendo que…—No, escúchame tú a mí—la voz y la expresión del hombre cambió, haciendo que su cuerpo se estremeciera de miedo—. La cárcel sería un destino muy apacible para alguien como Amaro; yo pienso traerlo a aguas más profundas, pienso arrastrarlo hasta los confines más abismales del infierno. Que sienta como las llamas lo consumen, yo pienso matarlo con mis propias manos y créeme, no será una muerte feliz. Arlet lo miró perpleja, la pasión con la que decía esas palabras, era como si se tratara de su más grande sueño. Un sueño feo, retorcido, perverso. Ese hombre vivía para el cumplimiento de ese día, no había nada más que le importara en el mundo.—No puede hacer eso, porque entonces, ¿qué diferencia habría entre mi padre y usted?Él le regaló una media sonrisa siniestra antes de decir:—Ni
Kenia se recuperaba lentamente luego del impacto de bala del que había sido víctima. Había despertado al día siguiente de ser atendida, y lo primero que había visto, habían sido los hermosos ojos de Luke. —¿Qué sucedió? ¿Cómo es qué…?—Te dispararon.—Eso ya lo sé, ¿pero qué pasó luego?—quiso saber—. ¿Cómo lograron salir con vida de eso? Pensé que moriríamos.Luke frunció el ceño al recordar la escena. Todo había sido confuso en ese momento, el sonido de los proyectiles era todo lo que se escuchaba, acompañados de gritos y órdenes de matanza. Luego, todo se detuvo por un corto instante, aquellos hombres armados comenzaron a caer víctima de los suyos y entonces, lo miró, lo miró de nuevo. Era ese tipo, el que había matado a su camarada. El que había acabado con la vida de Rodrigo. Hicieron contacto visual por un segundo y antes de que su mano pudiera dirigirse para apuntarlo y pegarle un tiro, lo escuchó, escuchó el grito de Kenia y la observó caer al suelo. —No pude protegerte—le
—Son varias alternativas, señor—comenzó Horacio, con su explicación—. La primera consistiría en hacer justo lo que Amaro hizo con su familia, obligarla a hacer una venta ficticia de todos los bienes. La segunda, sería casarse, pero esa no tendría sentido, considerando la anterior. Indiferentemente, para que alguna de las dos condiciones se cumpla, Amaro tendría que estar muerto, señor. Sería imposible con él en vida. —Descarta la segunda—contestó tajante—. La obligaremos a vender—decidió. —Sí, señor. Justo en eso estaba pensando—río el asistente—. Sería tonto imaginarlo casado con esa. El hombre hizo una mueca de desagrado, al escuchar las idioteces de su asistente. ¿Casarse con la hija de Amaro? Ni muerto. Con aquello en mente, se dirigió a la habitación de su rehén. Necesitaba poner las cartas sobre la mesa.La puerta se abrió y Arlet se removió inquieta al ver a la persona que hacía su aparición. Por un momento, temió que fuese aquella mujer.—Tu padre me debe mucho—dijo Luke y
El rugido de las sirenas rasgaba el asfalto, mientras el auto de un hombre desconocido, zigzagueaba entre los callejones estrechos. —Nos persiguen. Es la policía—notó el sujeto encargado de transportar aquel cargamento. —Si nos atrapan será un problema—señaló su acompañante con genuino temor. Sabía muy bien que si los atrapaban, podrían descubrir la participación de Amaro en todo esto.—Ni hablar, no nos pueden atrapar—dijo seguro de no permitir que los alcanzarán. El auto siguió avanzando a medida que las luces rojas y azules de las patrullas parpadeaban en su espejo retrovisor, cada vez más cerca. El hombre maldijo en voz baja. No podía permitir que lo atraparan. Tenía demasiado en juego. Apretando el acelerador hasta el fondo, el auto aceleró como un cohete, dejando atrás a las patrullas que luchaban por seguirle el ritmo. Lamentablemente, su maniobra no funcionó por mucho, al cruzar una calle cercana, se encontró con un callejón sin salida. Las balas trazadoras comenzaron a z