Malagradecida

Arlet miró a uno de los hombres de su padre acercarse por su espalda, inmediatamente se giró y apretó el gatillo sin dudarlo.

—¡Que nadie se me acerque!—rugió amenazante.

Afortunadamente, el disparo solo sirvió para dar a entender que no estaba jugando.

—Vaya, jamás hubiese podido imaginar este desenlace—dijo su padre—. Pero me gusta, no voy a negarlo—una sonrisa maquiavélica adorno sus facciones.

—Padre, creo que no estás entendiendo lo que está pasando—su voz era firme y clara—. Pero por si no te has dado cuenta, pienso matarte.

—Adelante—la alentó Amaro, abriendo los brazos e invitándola a pegarle un disparo.

Las manos de Arlet temblaron sobre el arma, pero aun así su rostro mostró toda su convicción.

«Debo hacerlo. Debo hacerlo», se repitió.

Sabía que era la única forma de terminar con todo este infierno. Su padre no merecía vivir, no luego de todo el daño que había causado.

—Bueno, si no me matas, entonces me temo que tendré que aprovechar mi tiempo en otras cosas. Ya sabe
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