Cuarenta y seis

Pago la consulta con anticipación.

El psicoterapeuta deja salir a su paciente anterior, me pide unos minutos y después me permite entrar. Es un hombre de mediana edad, tal vez roce los 45, tiene el cabello perfectamente recortado y su expresión genera confianza.

Me da a elegir en donde sentarme, hay dos sillas, un diván y un cómodo sofá. Inmediatamente me voy por la silla.

―Dime, Kendra, ¿en qué puedo ayudarte?

―Tengo estos sueños que no comprendo ―explico lo más segura que puedo―. Mi pasado es difícil, me cuesta mucho trabajo confiar en la gente, abrir mis sentimientos. Supongo que se debe a un incendio del que fui parte ―sus ojos me atraviesan, me pregunto si sabrá que no soy del todo sincera―. No recuerdo nada, estaba dormida y de repente ya estaba siendo revisada por paramédicos. Nunca le tomamos importancia, mi madre y yo quiero decir ―me encojo de hombros―. Pero creo que a eso se debe la distancia que creo entre la gente que me quiere y yo.

―¿Y quieres trabajar con eso?

―Sí, qu
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