Vittorio sonrió mientras admiraba a Cristian dormido a su lado, completamente desnudo. La luz de la mañana se filtraba por la ventana, iluminando la piel de Cristian, que brillaba con destellos dorados. Vittorio no pudo resistirse a acariciar su espalda, deslizando los dedos con suavidad, como si temiera despertarlo. Pero la tentación era más fuerte. Se inclinó lentamente, rozando la piel de Cristian con la punta de su nariz, recorriendo su hombro hasta depositar un beso delicado.—Buenos días —susurró Vittorio, su voz baja y cargada de ternura, justo cuando Cristian abrió los ojos con esfuerzo, aún atrapado en los restos del sueño.Cristian parpadeó varias veces antes de enfocarse en él, y una sonrisa tímida se asomó en sus labios.—Buenos días… —murmuró, su voz ronca por el descanso.Vittorio no le dio tiempo a decir más. Se inclinó y lo besó con suavidad, devorando sus labios con lentitud, como si saboreara un manjar que no quería terminar nunca.—¿Cómo dormiste? —preguntó, separán
La ducha quedó olvidada mientras Vittorio lo recostaba de nuevo en la cama, deslizándose sobre él como si pertenecieran a ese espacio, a ese instante donde solo existían ellos. Las manos de Vittorio redescubrieron cada centímetro del cuerpo de Cristian, y sus labios dejaron un rastro de fuego en cada beso.—Eres mío… —susurró Vittorio, su aliento entrecortado mientras sus frentes se tocaban, mirándose con los corazones desbocados.Cristian lo abrazó con fuerza, sintiendo que en ese momento no había más verdad que la que ardía entre ellos.—Soy tuyo… —respondió, perdiéndose en la intensidad de Vittorio, en ese amor que, aunque prohibido, los hacía sentirse más vivos que nunca.El agua caliente caía en cascada sobre sus cuerpos, envolviéndolos en una nube de vapor que convertía el baño en un refugio temporal. Cristian apoyaba las manos contra los azulejos fríos, con la cabeza baja y los ojos cerrados, intentando calmar el torbellino que sentía en su pecho. Vittorio se acercó por detrás,
La noche era densa en casa de los Carbone. Las luces del enorme comedor iluminaban la mesa de caoba, reflejando destellos en las copas de vino que descansaban medio vacías. El aire olía a tabaco y cuero, impregnado con esa mezcla de poder y peligro que siempre rodeaba a la familia más temida de Italia.Cristian estaba sentado al lado de Vittorio, con las manos entrelazadas bajo la mesa, sintiendo las caricias lentas y persistentes de los dedos de su amante deslizándose por su piel. Cada roce lo ponía al borde de la locura, pero mantenía la compostura con la maestría de alguien que había crecido entre las sombras de la mafia.Juan Carlos Carbone, el patriarca, los observaba con esos ojos oscuros que podían atravesar el alma. Se llevó la copa de vino a los labios, estudiando a Cristian con la curiosidad de un depredador analizando a su presa.—Entonces, Cristian —dijo con voz grave—, veo que ahora estás un poco más comprometido con nosotros.Cristian sostuvo la mirada sin vacilar, sinti
La noche en el puerto era densa, cargada de humedad y con el olor salado del mar impregnando el aire. Las luces parpadeaban débilmente sobre los contenedores oxidados, proyectando sombras alargadas que se movían con el viento. El crujido de las tablas del muelle y el vaivén de las olas eran los únicos sonidos que acompañaban a Cristian y Vittorio mientras avanzaban con sus hombres, todos armados hasta los dientes.—¿Todo está en orden? —preguntó Vittorio a uno de los guardias, sin soltar su pistola.—Sí, señor. El cargamento debería llegar en quince minutos.Cristian caminaba a su lado, con los nervios crispados. Aunque intentaba disimular, sentía un nudo en el estómago. El puerto estaba demasiado silencioso, demasiado... fácil.—Esto no me gusta —susurró Cristian, mirando a Vittorio de reojo.Vittorio apretó la mandíbula, los músculos de su cuello tensándose.—A mí tampoco.De repente, un silbido rompió la calma, seguido de un estruendo. El primer disparo se clavó en el pecho de uno
El auto rugía contra el asfalto mientras Vittorio pisaba el acelerador con tanta fuerza que los neumáticos chirriaban en cada curva cerrada. La ciudad se desdibujaba en luces borrosas mientras la sangre de Cristian empapaba el asiento y las manos de Vittorio, que apretaban el volante hasta que los nudillos se le pusieron blancos.—¡Aguanta, mi amor! —murmuraba, con la mandíbula trabada y los ojos desbordados de rabia y desesperación. Cristian gemía débilmente, la cabeza ladeada sobre el reposabrazos, con el rostro pálido y sudoroso.Vittorio, con los dientes apretados, arrancó el teléfono del salpicadero y marcó con dedos temblorosos.—¿Dónde demonios estabas? —bramó en cuanto su padre respondió, su voz quebrándose por la furia.—¿Vittorio? ¿Qué está pasando? —preguntó Juan Carlos, con su tono habitual de calma peligrosa.—¡Nos emboscaron! ¡Sabían que estaríamos allí! —gritó Vittorio, golpeando el volante con la palma mientras tomaba otra curva a toda velocidad—. ¡Alguien habló, padre
Horas después, la puerta del quirófano se abrió, y un médico salió con el rostro cansado.—¿Familia de Cristian Soto? —preguntó, mirando alrededor.Vittorio se acercó de inmediato, con los ojos enrojecidos.—Yo —dijo, sin importarle lo que implicara esa palabra.El médico suspiró.—La bala rozó órganos vitales, pero logramos detener la hemorragia a tiempo. Está estable, pero las próximas horas serán críticas.Vittorio sintió que las piernas le flaqueaban.—¿Puedo verlo? —preguntó, con la voz rota.—Solo un momento. Aún está sedado.Entró a la habitación en silencio, y cuando vio a Cristian en la cama, con el rostro pálido y los labios secos, sintió que algo dentro de él se desplomaba. Se sentó a su lado, tomó su mano con delicadeza y la besó, dejando que las lágrimas cayeran sin contención.—No te atrevas a dejarme, ¿me oyes? —susurró, apoyando la frente sobre los dedos fríos de Cristian—. No sé qué haría sin ti... y ni siquiera puedo decirte cuánto te amo porque este maldito mundo no
Cristian Soto apretó el paso, sintiendo cómo los libros bajo su brazo resbalaban ligeramente con cada movimiento apresurado. El sonido de sus zapatos golpeando el pavimento se mezclaba con el murmullo de la ciudad que recién despertaba. La mañana no había sido amable con él: primero, el tráfico lo había retrasado más de lo esperado, y luego, un pequeño altercado en la entrada de la universidad lo había hecho perder aún más tiempo. Ahora, estaba seguro de que llegaría tarde a su primera clase de literatura.Cuando finalmente alcanzó el edificio de la facultad, subió las escaleras de dos en dos, intentando no pensar en la mirada de reproche que recibiría al entrar al aula. Tomó aire antes de empujar la puerta con cuidado y deslizarse dentro, esperando no llamar la atención. Para su fortuna, el profesor estaba concentrado en la pizarra, escribiendo con letra firme y elegante.Cristian avanzó entre las filas de pupitres hasta encontrar un asiento libre. Apenas se dejó caer en la silla, si
Cristian se dejó caer en la silla ejecutiva de su oficina con un suspiro de agotamiento. Cerró los ojos por un momento, dejando que su cabeza descansara contra el respaldo de cuero negro. Su cuerpo estaba extenuado, su mente saturada. La universidad, la empresa y el peso de la familia Soto estaban consumiendo su juventud a un ritmo alarmante.Con un gesto automático, subió los pies sobre la mesa de cristal frente a él, sin importarle la imagen que daba. Aquel despacho, aunque elegante y decorado con un gusto sobrio, no le ofrecía consuelo. Era solo un recordatorio de la responsabilidad que ahora cargaba sobre sus hombros, una carga que nunca pidió pero que debía soportar.El sonido de unos ligeros golpes en la puerta lo sacó de su letargo.—Buenas tardes, señor Soto. Tiene una visita —anunció la voz firme pero cautelosa de su secretaria.Cristian entreabrió los ojos con fastidio.—¿Quién es? —preguntó con desdén, sin molestarse en bajar los pies de la mesa. Luego frunció el ceño y mir