Episodio 7

El rugido de la Ducati se apagó poco a poco mientras Vittorio la conducía a un callejón oculto detrás de un antiguo almacén abandonado. El aire nocturno aún vibraba con la adrenalina de la persecución, y el único sonido que quedaba era el eco lejano de los motores desapareciendo en la distancia.

Vittorio apagó el motor y apoyó un pie en el suelo, soltando un suspiro de satisfacción.

—Dime que eso no fue jodidamente épico.

Cristian, aún con el pulso acelerado, soltó una carcajada sincera, una risa que lo sacudió desde el pecho hasta la garganta. Habían estado a segundos de ser emboscados, y ahora estaban ahí, enteros, sin un solo rasguño.

—Fue una locura. Pero sí, fue épico.

Vittorio giró el rostro hacia él, con una media sonrisa. Sus ojos oscuros brillaban con algo más que adrenalina; había una intensidad cruda en su mirada, algo que hizo que Cristian se callara de golpe.

—Nunca me había gustado tanto ver a un hombre sonreír.

Las palabras golpearon a Cristian con más fuerza que el viento que los había azotado en la carrera. Su risa murió en el acto, su expresión cambió. Se removió ligeramente en su asiento y desvió la mirada, incómodo.

—No digas estupideces, Vittorio. —Se echó a un lado, tratando de marcar una distancia entre ellos.

Vittorio no se movió, pero su sonrisa no desapareció.

—No es una estupidez.

Cristian respiró hondo, sintiendo su corazón latir con más fuerza por razones que no tenían nada que ver con la persecución de hace unos minutos.

—No soy gay, Vittorio.

El silencio entre ambos fue tan intenso que podía escucharse el sonido de la respiración de cada uno.

Vittorio inclinó la cabeza levemente, observándolo con detenimiento. Cristian evitaba su mirada a toda costa, pero él no pensaba dejarlo escapar tan fácilmente.

—Yo tampoco lo era… hasta que te vi.

Cristian tragó saliva. Sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

El tono de Vittorio no tenía duda ni vacilación. Era una afirmación tan certera como una bala disparada en el momento justo.

Cristian sintió que la piel se le erizaba, pero no supo si era por las palabras de Vittorio o por la forma en la que lo miraba, con esa intensidad que lo hacía sentir expuesto, como si pudiera ver dentro de él, como si supiera algo que ni siquiera él mismo entendía.

—No juegues conmigo, Carbone. —Cristian intentó sonar firme, pero su voz no fue tan cortante como esperaba.

Vittorio esbozó una sonrisa lenta, ladeada, como si supiera exactamente lo que Cristian estaba sintiendo pero no se atrevía a admitir.

—¿Y si no estoy jugando?

Cristian apartó la mirada y se pasó una mano por el cabello, nervioso.

—Joder…

Vittorio no dijo nada más. Solo se quedó mirándolo, esperando, disfrutando de verlo tambalearse entre la confusión y la negación.

Cristian sentía su propio cuerpo traicionarlo, su propia mente desbordarse con pensamientos que no quería tener. El aire entre ellos se volvió más denso, más caliente, más insoportablemente eléctrico.

Vittorio se inclinó un poco hacia él, no demasiado, solo lo suficiente para que Cristian sintiera su aliento rozarle la piel.

—¿Quieres que me detenga?

Cristian cerró los ojos por un segundo, maldiciéndose por la forma en que su cuerpo reaccionaba ante la proximidad de Vittorio.

No respondió.

No podía.

Vittorio sonrió otra vez. No necesitaba palabras. Ya tenía su respuesta.

El aire en el callejón era denso, cargado de electricidad. Los latidos de Cristian resonaban en su pecho como tambores de guerra, y aunque intentaba ignorarlo, era imposible.

Vittorio no se movió ni un centímetro, seguía demasiado cerca, demasiado seguro, demasiado jodidamente intenso.

Cristian respiró hondo, tratando de calmar el torbellino que sentía dentro. Pero fue inútil.

Entonces ocurrió.

Vittorio levantó una mano lentamente y con la yema de los dedos rozó su mandíbula, delineando su piel con un toque apenas perceptible, pero lo suficientemente fuerte como para hacer que Cristian se estremeciera.

—No tienes idea de lo que me provocas. —Vittorio murmuró con voz grave, cargada de algo oscuro, algo prohibido.

Cristian sintió una punzada en el estómago, un tirón en su interior que lo hizo querer correr… o quedarse.

Vittorio inclinó el rostro, acercándose más.

Cristian sintió el aliento cálido rozar sus labios y el tiempo pareció congelarse.

Todo en su cabeza gritaba que lo detuviera, que esto no estaba bien, que no era él, pero su cuerpo hablaba otro idioma, uno que no entendía, uno que no podía controlar.

Los labios de Vittorio estaban a solo milímetros de los suyos cuando el instinto de Cristian reaccionó antes que su razón.

—No.

De golpe, colocó ambas manos en el pecho firme de Vittorio y lo empujó con fuerza, creando distancia entre ellos.

Su respiración estaba entrecortada, su pecho subía y bajaba violentamente. Su piel ardía como si estuviera en llamas.

—No puedo. —Su voz salió áspera, casi como un susurro. —No soy así, Vittorio.

Vittorio no se movió más, pero tampoco retrocedió mucho. Lo miraba como un depredador que sabía que su presa estaba a punto de rendirse.

—Dices que no puedes… pero no dices que no quieres.

Cristian apretó la mandíbula.

—Es lo mismo.

—No, no lo es. —Vittorio dio un paso hacia él y Cristian se tensó, como si una parte de él estuviera aterrada de que lo tocara otra vez, porque sabía que no podría resistirse.

—Mierda, Vittorio, para. —Cristian cerró los ojos con frustración, intentando controlar el caos en su sangre.

Pero Vittorio no se detenía. Lo desafiaba con la mirada, lo acorralaba sin siquiera tocarlo.

—Dímelo mirandome a los ojos.

Cristian abrió los suyos y se encontró con esa mirada oscura, ardiente, como brasas encendidas. Su pecho se comprimió, su respiración se volvió errática.

—No quiero. —Lo dijo, pero sonó tan débil, tan jodidamente poco convincente, que incluso él mismo se odió por ello.

Vittorio sonrió, esa sonrisa ladeada y m*****a que lo hacía querer arrancarse la piel de la confusión.

—Mientes, Soto.

Cristian sintió que su propio cuerpo lo traicionaba, su pulso acelerado, sus manos temblorosas aún apoyadas en el pecho de Vittorio. Podía sentir el latido del otro hombre bajo su palma, fuerte y desbocado, igual que el suyo.

Era un maldito juego peligroso.

Y estaba perdiendo.

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