Ariadna abrió los ojos. Desde hace un tiempo, la pesadilla se había convertido en su dura realidad. «Ojalá pudiera dormir para siempre», pensó mientras se incorporaba de la cama, deshaciéndose del pijama con movimientos rígidos y mecánicos. Ese día iba a visitar a sus padres. No deseaba ver el rostro de su mamá; pero en esa casa se sentía intoxicada. Cuando las gotas de la regadera masajearon su piel, Ariadna se dio cuenta de que, una vez más, sus sentimientos se pausaron. El miedo, el dolor y la tristeza se fusionaron con la indiferencia. Horas antes, su esposo le dio un beso en la frente de despedida. Ella se resistía a acostumbrarse a esa vida. Aunque Nathan le prometía que, en cuanto llegara la fecha, le concedería el divorcio y podría rehacer su vida, la duda le susurraba al oído que dejara de ser crédula. Ese día optó por una ropa casual: un pantalón de mezclilla, una blusa de manga corta color negro y el cabello recogido en una cola alta. No usó ningún accesorio, ni siquier
Ariadna se sentó en una esquina del comedor, con la finalidad de evitar las preguntas personales que le hacían sus padres. —¿Estás segura de que no te sientes mal? —Su papá se levantó de su asiento, se acercó a Ariadna y, con un toque suave, le colocó la mano en la frente para descartar fiebre—. Si tu relación con ese hombre va mal, no dudes en decírnoslo. —Nathan —corrigió Ariadna sin darle importancia. —Sé su nombre —dijo el señor Acosta, y volvió a su silla, mientras su estómago ganaba volumen en las últimas semanas. Ariadna apartó su plato. —Estos últimos meses no me he sentido bien. —¿Qué pasó? —preguntó su madre, con una mueca de preocupación en el rostro. —He estado mal emocionalmente —confesó Ariadna. Nunca había hablado de cosas tan personales con sus padres, pero el aislamiento la agobiaba. Le vino a la mente el relato que había leído hace dos noches en su celular: el caso de Sarah, una mujer que vivía en una pequeña cabaña en el bosque para escapar de la agitada vida
La casa se volvió un completo caos. Los estruendos de los objetos estampados con violencia contra las paredes y el suelo de la mano fuerte de Nathan llenaban el ambiente. Ariadna lloraba con el cuerpo tembloroso, sentada en el suelo de algún rincón de la sala, a la vez que abrazaba con fuerza sus piernas.Jennifer hacía un enorme esfuerzo por calmar a Nathan, pero todo parecía inútil. No es que estuviera cegado por el alcohol; al contrario, sus sentidos estaban más despiertos que nunca.―¡Por favor, cálmate! ―rogaba Jennifer.―Dime que es una mentira, dime que esa estúpida dice mentiras.―¡Por favor, tranquilo! ―Lo sostenía con sus brazos alrededor de la cintura, como si fuera un abrazo en lugar de una lucha por apaciguarlo.Ariadna se concentraba en encontrar la manera de huir de allí; el tipo enloqueció frente a sus ojos. Por eso Jennifer se esforzaba por no dejarlo subir al cuarto de su madre. «Tengo que correr; si no lo hago, tarde o temprano vendrá a buscarme y me va a matar», pen
Una punzada en el estómago llevó a Estela a pedirle a su esposo que llamara al doctor o la llevara al hospital de inmediato.Iván Urriaga optó por la primera opción. La noticia que acababa de recibir lo dejó pálido y con la boca seca: su hijo mayor estaba encerrado tras las rejas, acusado de soborno a policías y disturbios en las calles.—Voy a marcarle al abogado.—¿Qué? Tienes que comunicarte primero con el doctor —le reclamó Estela, con la respiración entrecortada.Urriaga le dijo con voz firme que ella también tenía celular y podía llamar al médico sin problema. Además, insinuó que las razones por las cuales le llamaba al doctor eran cada vez más absurdas.—Me siento mal —bramó la mujer—. Es tu hijo a quien llevo en mi vientre.p—Es mi hijo quien pasó la noche en prisión. Pudieron pasar mil cosas; sé que te sientes mal, que la noticia te alteró los nervios, pero piensa un poco en cómo me encuentro. —Su mano temblaba y, con el teléfono en el oído, explicó de la manera más rápida qu
Desde el punto de vista de Nathan, la mañana siguiente a su encierro comenzó con un brillo artificial a través de la ventana de su celda. Había pasado la noche en blanco, inquieto sobre el duro colchón mientras su mente se atormentaba con la reciente revelación. Cada hora que transcurría en la prisión parecía estirarse en una eternidad de desazón. Su corazón latía con fuerza cada vez que recordaba su situación actual.Finalmente, después de mucho tiempo de estar solo, con la cabeza al borde del colapso, fue llevado ante el juez. La frialdad del pasillo contrastaba con la ansiedad creciente en su pecho. La sala del tribunal era un escenario intimidante, lleno de funcionarios judiciales y el eco de la autoridad que Nathan sentía aplastante.El juez, con el ceño perpetuamente fruncido y una expresión implacable en su rostro, revisó los cargos contra Nathan con una mirada severa. La conducción imprudente y el intento de soborno a la policía se presentaron como crímenes graves, y el juez n
Las preguntas fueron precisas, sin palabras innecesarias. No obstante, las respuestas provocaron un sobresalto en su corazón. La habitación se hizo gigantesca; a su alrededor, las paredes se expandían. Sus piernas flaquearon y, en respuesta, se desplomó de rodillas, sin poder retener las lágrimas.El peso de la realidad se hizo tan inmenso que Nathan percibía que el mundo entero se desmoronaba a su alrededor.—Tú eras la persona que más amo. —Sonrió con los ojos cargados de llanto—. Estaba a punto de convertirme en un asesino y… —Un nudo se formó en su garganta, y no pudo terminar su oración.Cada elemento que diseñó, sus ideas, su creciente odio... Todo se volvía contra él. Nada valió la pena; se amargó la existencia por cosas que nunca fueron reales. Para ese punto, no sabía si en su mente se repetían fragmentos de recuerdos o simplemente eran ideas de odio infundado que lo hicieron crear escenarios ficticios.—Todo estará bien —le dijo Jennifer sin tener el valor de acercarse a él.
El agua caía a chorros desde el grifo. Ariadna, con un nudo en el estómago, se lavaba las manos en el baño de su recámara. La sangre seca de Nathan quedó atrapada debajo de sus uñas. El olor metálico se grabó en su memoria, como un vídeo que se reproduce sin tener fin. «Ese hombre es un demente. ¿Por qué no llamó a la policía y me largo de aquí?», se cuestionaba, con su mente atrapada en una telaraña de dudas y temores. A los pocos minutos salió del baño solo para encontrarse con peores noticias: la salud de la señora Irina empeoró en el transcurso de horas. Ella no alcanzaba a comprender por qué esa revelación la hizo sentir tan mal. Quizá la culpa se apoderaba de su poca coherencia, pues al final fue ella quien reveló “la verdad” que esa mujer deseaba mostrar después de muerta. ―Decía que era tan valiente ―dijo con ironía, y se asombró del sonido sofocado y débil de su propia voz. Jennifer, con una expresión genuina de preocupación, fue a verla por quinta vez. Casi le imploraba
―El señor no está aquí; de hecho, todos se han ido ―informó Ruby, la empleada, con el rostro marcado por la tristeza. Se imaginaba las peores posibles circunstancias: quizás Ariadna había tenido una fuerte discusión con su esposo, que escaló tanto hasta llegar a los golpes, y ahora se sentía desprotegida sin saber adónde ir. ―Gracias. Entonces volveré en otro momento… ―La joven Acosta estaba a punto de girarse, y en su mente pensaba en cómo les explicaría la situación de su futuro divorcio a sus padres. Un pequeño atisbo de paz apareció; no cabía duda de que, en cuanto sus padres se enteraran de dónde se encontraba, irían a buscarla. ―Señorita Ariadna, no creo que haya problema en que pase. El señor es su suegro y estoy segura de que la recibiría sin inconvenientes ―comentó Ruby desde el umbral. Ariadna aceptó. Parecía que esa era la única esperanza que le quedaba para ayudar a Nathan. Dentro de la casa, la joven empleada se mostró sumamente servicial, y Ariadna, aunque intentó no