Marianne sentía que le sudaban las palmas de las manos y se le secaba la garganta. En la puerta su madrastra recibía a todos con su sonrisa falsa de siempre y cuando la muchacha miró a su padre, solo vio una resignada tristeza en sus ojos.
¡Lo iba a permitir! ¡Su padre lo iba a permitir!
Se dio la vuelta para salir de aquel lugar cuando casi se dio de bruces contra el cuerpo desgarbado de su hermano.
—¡No! —le gruñó con fiereza y Astor arrugó el ceño.
—«No» ¿qué?
—¡No voy a permitir que me cases con nadie! ¡Yo no soy uno de tus artículos de inventario!
La mandíbula de Astor se tensó visiblemente al darse cuenta de que Marianne conocía sus planes.
—Vamos al despacho, no voy a permitir que hagas escándalos aquí.
—No quiero… —Pero en cuanto trató de tomar otro camino vio a Asli cortarle el paso.
—Si no quieres que te agarre por un brazo, te dé uno de tus ataques de ansiedad y te desmayes, te sugiero que camines hasta el despacho o te juro que te llevo a rastras —siseó Astor con furia bien disimulada y Marianne casi se encogió sobre sí misma.
Pasaron algunos segundos pero finalmente dio un paso detrás del otro y acabaron los tres encerrados en el despacho.
—¿Qué sabes? —escupió su hermanastro pareándose frente a ella con gesto amenazante.
—¡Que me quieres casar con un tipo solo para conseguir un contrato para la empresa! —respondió Marianne con los dientes apretados.
—No es cualquier contrato, lo necesitamos para salvar la empresa —le gruñó Asli.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —le reclamó Marianne y su hermanastro se rio con desprecio.
—¿Ves lo que te digo, hermanita? ¡Esta estúpida ni siquiera tiene ni idea de lo que trabajamos para que ella estudie su mierd@ de carrera! —le escupió su hermano—. ¡Escúchame muy bien, idiota! El Ministro quiere que te cases con su hijo, y te vas a casar aunque tenga que llevarte amarrada a ese altar.
—¿Y porqué tengo que ser yo…?
—Pues a él le da lo mismo que seas tú o quien sea —gruñó Astor—. Pero necesitan una esposa para tapar la porquería de su hijo, que al parecer es gay.
Y Astor decía «al parecer» para no morderse la lengua con la mentira, porque los rumores en la calle no hablaban de su gusto por los hombres sino de su violencia, incluso decían que había echado a una de sus amantes por una ventana para disimular la brutalidad con que se la había follado.
—¡Pero yo no puedo…! ¡No quiero! —exclamó la muchacha con las lágrimas asomándole a los ojos.
—¡Ya deja de hacer drama, Marianne! ¡El tipo ni siquiera te va a tocar! —siseó Asli—. Tú eres la única que puede hacer esto y papá ya está de acuerdo conmigo.
Marianne recordó la expresión de su padre y se le rompió el corazón.
—¿De verdad estás de acuerdo con eso? —murmuró.
—Tiene que estarlo, porque tanto Asli como yo trabajamos para la empresa, la única inútil en esta casa eres tú.
Su hermanastra se contoneó mientras caminaba hacia ella y sonrió con desprecio.
—Tú solo eres una arrimada, entiéndelo de una vez. No te queremos en esta casa y papá no va a defenderte. No te quiere, nunca te ha querido, y ya se le está acabando hasta el sentido de obligación que tiene contigo. Así que o te casas con el cabroncito del hijo del Ministro, o te largas de esta casa de una buena vez, ¡porque nosotros ya no mantenemos vagos!
Marianne retrocedió mientras esquivaba las miradas de sus hermanastros y se dirigió a la puerta.
—¡Por favor ábranme, por favor… no puedo respirar…! —murmuró golpeando la madera con las palmas de las manos, pero la de su hermanastro se cerró sobre la manija antes de mirarla a los ojos.
—¡Tienes cinco minutos para que se te pase el drama y regresar al salón! ¡O te juro que lo vas a lamentar, mugrosa!
En cuanto la puerta se abrió, Marianne salió corriendo como si el diablo la estuviera persiguiendo. Se encerró en su habitación y abrió su closet. El instinto de supervivencia la gobernaba, y la hizo llenar una bolsa pequeña con las cosas indispensables para ella. Unas pocas mudas de ropa, zapatos cómodos, recuerdos de su madre y su cuaderno de dibujo. Bajó las escaleras y sabía que inevitablemente la verían, por suerte cuando su mirada se cruzó con la de su hermanastro, ya estaba alcanzando la puerta de la cocina.
Marianne le enseñó los dos dedos del medio antes de levantarse la falda del vestido y salir corriendo.
—¡Maldición! ¡Marianne! —gritó Astor—. ¡Marianne!
—¿Algún problema? —preguntó un hombre de unos veinticinco años, con cara de engreído, que venía llegando; y que Astor enseguida identificó como el hijo del Ministro de Defensa.
—Sí, Benjamin, tu novia se está escapando —siseó Astor.
Benjamin Moore se giró con aburrimiento hacia un hombre que venía tras él, con lentes oscuros, pantalón y botas de campaña sin importarle que estuvieran en un evento formal.
—¡Tráela! —le gruñó a su guardaespaldas—. Preferiblemente entera.
Gabriel Cross puso los ojos en blanco detrás de los lentes deportivos oscuros y suspiró con fastidio cuando escuchó aquella orden: «Tráela», como si fuera un sabueso de presa. Metió la mano en sus pantalones y le pasó su celular a Benjamín.—Su teléfono —siseó y el idiota se encogió de hombros.—¿Y yo cómo voy a saber su teléfono? —rezongó.—Pues a menos que me des algo que rastrear, no soy psíquico —le gruñó Gabriel—. Y solo les huelo las bragas a las mujeres que me tiro. ¿Entendido?Benjamín hizo un gesto de impotencia, le estaban imponiendo el cochino compromiso y lo odiaba. Odiaba a su padre y más a su guardaespaldas, a su nueva prometida y a todos, pero por desgracia si quería seguir viviendo sin trabajar, tenía que aceptar la estrategia publicitaria que era un matrimonio.Antes de que pudiera contestar, Astor tomó el celular y grabó el número de Marianne. Gabriel les dio la espalda y salió del salón mientras Astor achicaba los ojos.—¿Cómo dejas que tu guardaespaldas te trate as
Sus rodillas se aflojaron y el mundo comenzó a darle vueltas, pero en cuanto él hizo un ademán de sostenerla, el instinto de Marianne la llevó a pegar la espalda a la pared y cerrar los ojos con un gesto brusco.—¡Por favor no me toques…! ¡No me toques…! —suplicó porque no quería tener con él esa reacción horrible que ocurría cada vez que alguien la tocaba.—¡Oye, oye! ¡¿Sí sabes que el malo es ese, verdad?! —gruñó Gabriel señalando al hombre desmayado en el suelo—. ¿No se nota que acabo de salvar tu ilustre trasero de princesa consentida?Marianne abrió los ojos y se quedó mirándolo estupefacta. Parecía molesto y frustrado, y ella solo bajó las manos, llevándolas a su pecho.Marianne sentía que no podía respirar, como si su pecho se hubiera llenado demasiado de aire y no pudiera sacarlo. ¡Era él! ¡El hombre que la había salvado estaba frente a ella! ¡Era él! Pero cuando lo vio inclinarse y decirle aquellas palabras que parecían tan simples: «Tranquila, chiquilla, ya estás a salvo…»,
Marianne sonrió. Él no podía entenderlo porque no la recordaba, pero para ella, que había pasado tanto tiempo pensando en él, era imposible no estar feliz solo por el simple hecho de tenerlo delante.—Sé sincera conmigo… ¿qué tan loca estás? —preguntó Gabriel mirándola por encima de los lentes oscuros y ella solo sonrió con picardía.Era exactamente como lo recordaba, aunque con la barba más tupida y pequeñas arrugas de preocupación en la frente. Estaba a punto de bajar la vista y observar el resto de aquella mole que era su cuerpo, cuando él frenó de golpe.Marianne miró alrededor, ni siquiera se había dado cuenta de que ya estaban en la casa, y su cuerpo volvió a tensarse.Gabriel le abrió la puerta y tuvo buen cuidado de escoltarla por la parte trasera de la casa, porque estaba casi seguro de que iba a terminar haciendo un escándalo.—¡Te dije que no quería venir! —le gruño ella.«Cuatripolar», pensó él antes de señalarle violentamente a la puerta.—¡Entra o te cargo adentro! ¡Tú e
El asunto era muy simple: todos querían algo. Su padre y sus hermanos querían un contrato. El Ministro quería una tapadera para su hijito. Benjamín… ni sabía lo que quería Benjamín, ¡pero lo que era seguro era que no lo obtendría de ella! ¿Y al final la única que iba a sufrir sin conseguir lo que quería era ella? ¡De eso nada! Así que cuando el Ministro aceptó tan rápidamente cualquier condición suya, solo levantó ese dedito y lo apuntó hacia Gabriel Cross. —Lo quiero a él. —¿Quéeeee? —Gabriel dio dos pasos adelante, espantado—. ¿Cómo que a mí…? —Él me acaba de salvar la vida —dijo Marianne sin mirarlo, pero con mucho dramatismo. —No fue para tanto… —espetó el guardaespaldas negando con vehemencia. ¡No podía creer que fuera a joderle el trabajo nuevo que le había conseguido Max! La mirada de Marianne se cruzó durante un segundo con la suya y Gabriel pudo ver aquella furiosa resolución reflejarse en sus ojos. —Si quiere que me comprometa con su hijo, lo quiero a él —confirmó
Gabriel Cross parecía poseído, lo único que le faltaba era girar la cabeza ciento ochenta grados como la niña de El Exorcista… y morder. Dejó al Ministro en su mansión, a Benjamín en su departamento de soltero y condujo hasta el Puente Arlington, a ver si por lo menos viendo pasar agua bajo sus pies se le refrescaban los pensamientos. Sin embargo, una llamada de Max acabó de descontrolarlo. —¿Gabo? ¿Todo bien? No me respondiste —murmuró Max preocupado. —Es que no tenía nada bueno que decir —gruñó él en respuesta—. No sé qué le hice a la loca prometida de Benjamín, pero le puso como condición al Ministro que yo no puedo dejar este trabajo, ¡o si no, no se casa con el tarado! ¡Y el Ministro ni corto ni perezoso me recordó que no ha firmado mi puñetera Baja de las Fuerzas Especiales, así que o hago lo que él quiere, o mejor dicho, lo que quiere la mocosa, o me voy a pasar una buena temporadita en la cárcel por desertor! —¡Oye, oye! ¡Pero eso es una locura! ¿Y esa chica por qué hizo e
Gabriel golpeó el volante y suspiró mirando hacia la puerta del hotel por donde ella había desaparecido. Solo era una chiquilla, malcriada, sí, pero seguía siendo una chiquilla y él era un hombre adulto, hecho y derecho, que le sacaba al menos doce años y que al parecer había aprendido a lidiar con cualquier frustración menos con aquella.Se bajó del auto y subió hasta el décimo piso, donde estaban las habitaciones. Ya sabía que la loca estaría en el cuarto 1005, pero antes de que pudiera tocar a la puerta y hacer cualquier intento por disculparse, la oyó increpar furiosamente a Benjamín.—¡Pues si esta es mi habitación y no la tuya, entonces no entiendo qué haces aquí!—Solo vine a traerte los vestidos de esta noche —decía Benjamín con un tono que ya Gabriel le conocía muy bien, el que usaba cuando quería empezar por las buenas con alguna mujer para luego acabar siendo el mismo hijo de put@ de siempre—. Me encantaría saber cuál vas a elegir, y si pudiera vértelo puesto pues… mejor.G
Marianne pasó saliva y al guardaespaldas no le pasó desapercibido que estaba casi sudando frío.—No te voy a tocar —advirtió él apoyando la rodilla izquierda en el suelo a la altura de una pantorrilla de la chica y el pie derecho al otro lado de su cuerpo—. Solo voy a tocar el vestido, ¿de acuerdo? —Agarró los vuelos, hizo un doblez en el borde del tubito de tela y metió la navaja. El primer tirón cortó veinte centímetros, Gabriel agarró cada una de las puntas y bajó la otra rodilla para apoyarse mejor—. Tú me dices hasta dónde, mocosa…Tiró con fuerza y el sonido de tela rasgándose hizo que Marianne ahogara un grito. No sirvió de mucho, solo para sobresaltarle la concentración al guardaespaldas y hacerlo tirar con más fuerza de la que había planeado.—¡Mierd@! —gruñó cuando vio que el desgarrón se le había ido un poco por encima de la rodilla y en un segundo el uno noventa de Gabriel Cross se convirtió en un uno noventa pálido como la muerte.Estaba en el suelo, con las rodillas a ca
Gabriel Cross respiró profundamente. Estaba acostumbrado a la guerra, pero al menos ahí sabía quién era el enemigo y qué hacer cuando lo tenía en frente.Aquellas puñaladas familiares eran algo nuevo y desagradable para él, pero el único modo de evitarlas era saber de dónde vendrían.La familia Grey le había causado una desagradable impresión desde el inicio, tanto o más que Benjamín y el Ministro Moore. Los matrimonios por conveniencia no eran problema suyo pero era obvio que Marianne era el elemento descartable de los Grey, incluso para su propio padre.Se alejó de aquel corredor y volvió al salón, al menos ahora sabía dos cosas: la primera, era que Marianne definitivamente tenía un problema serio con el hecho de que la tocaran. Y al segunda, era que por más que le molestara la mocosa, prefería su neurótica sinceridad a la falsedad de toda aquella gente que la rodeaba, al menos la loca disparaba de frente.Quizás por eso esa noche, cuando les tocó retirarse, estacionó la camioneta j