Gabriel Cross puso los ojos en blanco detrás de los lentes deportivos oscuros y suspiró con fastidio cuando escuchó aquella orden: «Tráela», como si fuera un sabueso de presa. Metió la mano en sus pantalones y le pasó su celular a Benjamín.
—Su teléfono —siseó y el idiota se encogió de hombros.
—¿Y yo cómo voy a saber su teléfono? —rezongó.
—Pues a menos que me des algo que rastrear, no soy psíquico —le gruñó Gabriel—. Y solo les huelo las bragas a las mujeres que me tiro. ¿Entendido?
Benjamín hizo un gesto de impotencia, le estaban imponiendo el cochino compromiso y lo odiaba. Odiaba a su padre y más a su guardaespaldas, a su nueva prometida y a todos, pero por desgracia si quería seguir viviendo sin trabajar, tenía que aceptar la estrategia publicitaria que era un matrimonio.
Antes de que pudiera contestar, Astor tomó el celular y grabó el número de Marianne. Gabriel les dio la espalda y salió del salón mientras Astor achicaba los ojos.
—¿Cómo dejas que tu guardaespaldas te trate así? ¡Es tu empleado! —escupió con desprecio.
—¡Pues según él, es empleado del viejo, no mío! ¡Y ya estoy loco por despedirlo de una vez! —espetó Benjamín sin molestarse en bajar la voz para que Gabriel no lo escuchara, pero el guardaespaldas solo alcanzó la puerta con un gruñido de disgusto.
En eso Benjamín tenía razón, no era su maldit0 empleado, lo había contratado el mismo Ministro de Defensa por una simple razón: él era el mejor. Y para Gabriel saber que era el mejor de una élite de soldados y tener que cuidarle el trasero a aquel tipejo engreído era una tortura.
Envió el número por un mensaje a uno de sus amigos y luego marcó a ese mismo teléfono.
—Max. ¿Tienes un momento? —preguntó a la vez que se subía en la camioneta 4x4.
—Para ti siempre, Gabo —respondió su amigo—. ¿Qué necesitas?
—Acabo de mandarte un número, necesito rastrearlo. ¡Para ayer! —murmuró Gabriel saliendo al tráfico de la ciudad—. Es la novia malcriada del estúpido que estoy cuidando, y se le ocurrió la brillantísima idea de escaparse de la put@ fiestecita de compromiso.
—Veo que sigues siendo un hombre muy elocuente —se burló Max y Gabriel lo escuchó teclear a toda velocidad.
—Ya sabes que cuando me sacan de quicio, a malhablado no me gana nadie. ¿Tienes la dirección? —preguntó.
—Todavía se está moviendo, pero estoy mandándote el programa de rastreo, parece que va hacia el centro de la ciudad.
Gabriel miró la pantalla de su teléfono, donde un brillante punto verde empezó a parpadear, y giró para seguir su misma ruta.
—Hermano, perdona que te diga esto, pero estás sobrecalificado para ese trabajo —apuntó Max y él asintió, habían servido juntos durante varios periodos, así que tenían confianza como para decirse sus verdades.
—Lo sé, pero el Ministro de Defensa me lo pidió personalmente y no quise darle un disgusto mientras le ponía delante mi solicitud de salida de las Fuerzas Especiales —gruñó Gabriel, que sabía perfectamente que lo habían puesto entre la espada y la pared—. Pero eso fue hace tres meses y ya no aguanto más, ¡estoy loco por conseguir otro trabajo!
—Déjame hacer un par de llamadas y te aviso —dijo Max y Gabriel le agradeció antes de colgar.
El guardaespaldas aceleró la camioneta y en pocos minutos se estacionaba frente a un edificio de departamentos en el centro de la ciudad. El programa de rastro decía que la muchacha estaba frente a él, y cuando alzó la vista la vio salir de un pequeño Audi blanco. Ella miró detenidamente a ese edificio y al que había enfrente, como si no supiera a cuál debía entrar… pero lo que llamó la atención de Gabriel no fue precisamente la muchacha, sino ese sexto sentido que lo puso alerta al ver a un hombre cerca de ella.
Se bajó a tiempo para ver cómo aquel hombre arrinconaba a la chiquilla perdida contra una pared, y ponía entre los dos una navaja.
—¡Dame todo lo que tengas! —exclamó por lo bajo aquel hombre mientras la muchacha palidecía y casi comenzaba a temblar—. ¡Te dije que me des todo lo que tienes o te juro que te voy a hacer…!
—¿Qué cosa? —Se escuchó una voz ronca y enojada y una mano se cerró como una prensa sobre esa muñeca que sostenía el arma.
El asaltante trató de girarse y apuñalarlo, pero el metro noventa y uno de Gabriel Cross solo se echó hacia adelante con rabia y su frente golpeó en la cabeza del hombre, haciendo que cayera al suelo.
Gabriel lo vio levantarse y su entrenamiento salió a flote en un instante. Esquivó el primer amago de la navaja y su antebrazo hasta el codo chocó con el pecho del tipo, mandándolo al suelo de nuevo.
—¡No te levantes, maldit@ sea, porque te juro que te va a tener que recoger una ambulancia!
Sin embargo el hombre frente a él parecía extremadamente furioso. Se abalanzó sobre él tratando de apuñalarlo y Marianne solo escuchó un rugido sordo que salía del pecho del guardaespaldas mientras lo esquivaba y luego lo levantaba en peso, dejándolo caer con estrépito contra el asfalto frío.
Un segundo después el asaltante se desmayaba y parecía que por buen rato.
—¡Yo te lo advertí! —siseó, pero cuando se giró, lo que tenía delante de él era una hoja sacudida por el viento, una chica que temblaba y lo miraba con los ojos muy abiertos y llenos de lágrimas; y Gabriel Cross no supo por qué, pero su primer instinto fue inclinarse frente a ella y sonreírle.
—Tranquila, chiquilla, ya estás a salvo…
Sus rodillas se aflojaron y el mundo comenzó a darle vueltas, pero en cuanto él hizo un ademán de sostenerla, el instinto de Marianne la llevó a pegar la espalda a la pared y cerrar los ojos con un gesto brusco.—¡Por favor no me toques…! ¡No me toques…! —suplicó porque no quería tener con él esa reacción horrible que ocurría cada vez que alguien la tocaba.—¡Oye, oye! ¡¿Sí sabes que el malo es ese, verdad?! —gruñó Gabriel señalando al hombre desmayado en el suelo—. ¿No se nota que acabo de salvar tu ilustre trasero de princesa consentida?Marianne abrió los ojos y se quedó mirándolo estupefacta. Parecía molesto y frustrado, y ella solo bajó las manos, llevándolas a su pecho.Marianne sentía que no podía respirar, como si su pecho se hubiera llenado demasiado de aire y no pudiera sacarlo. ¡Era él! ¡El hombre que la había salvado estaba frente a ella! ¡Era él! Pero cuando lo vio inclinarse y decirle aquellas palabras que parecían tan simples: «Tranquila, chiquilla, ya estás a salvo…»,
Marianne sonrió. Él no podía entenderlo porque no la recordaba, pero para ella, que había pasado tanto tiempo pensando en él, era imposible no estar feliz solo por el simple hecho de tenerlo delante.—Sé sincera conmigo… ¿qué tan loca estás? —preguntó Gabriel mirándola por encima de los lentes oscuros y ella solo sonrió con picardía.Era exactamente como lo recordaba, aunque con la barba más tupida y pequeñas arrugas de preocupación en la frente. Estaba a punto de bajar la vista y observar el resto de aquella mole que era su cuerpo, cuando él frenó de golpe.Marianne miró alrededor, ni siquiera se había dado cuenta de que ya estaban en la casa, y su cuerpo volvió a tensarse.Gabriel le abrió la puerta y tuvo buen cuidado de escoltarla por la parte trasera de la casa, porque estaba casi seguro de que iba a terminar haciendo un escándalo.—¡Te dije que no quería venir! —le gruño ella.«Cuatripolar», pensó él antes de señalarle violentamente a la puerta.—¡Entra o te cargo adentro! ¡Tú e
El asunto era muy simple: todos querían algo. Su padre y sus hermanos querían un contrato. El Ministro quería una tapadera para su hijito. Benjamín… ni sabía lo que quería Benjamín, ¡pero lo que era seguro era que no lo obtendría de ella! ¿Y al final la única que iba a sufrir sin conseguir lo que quería era ella? ¡De eso nada! Así que cuando el Ministro aceptó tan rápidamente cualquier condición suya, solo levantó ese dedito y lo apuntó hacia Gabriel Cross. —Lo quiero a él. —¿Quéeeee? —Gabriel dio dos pasos adelante, espantado—. ¿Cómo que a mí…? —Él me acaba de salvar la vida —dijo Marianne sin mirarlo, pero con mucho dramatismo. —No fue para tanto… —espetó el guardaespaldas negando con vehemencia. ¡No podía creer que fuera a joderle el trabajo nuevo que le había conseguido Max! La mirada de Marianne se cruzó durante un segundo con la suya y Gabriel pudo ver aquella furiosa resolución reflejarse en sus ojos. —Si quiere que me comprometa con su hijo, lo quiero a él —confirmó
Gabriel Cross parecía poseído, lo único que le faltaba era girar la cabeza ciento ochenta grados como la niña de El Exorcista… y morder. Dejó al Ministro en su mansión, a Benjamín en su departamento de soltero y condujo hasta el Puente Arlington, a ver si por lo menos viendo pasar agua bajo sus pies se le refrescaban los pensamientos. Sin embargo, una llamada de Max acabó de descontrolarlo. —¿Gabo? ¿Todo bien? No me respondiste —murmuró Max preocupado. —Es que no tenía nada bueno que decir —gruñó él en respuesta—. No sé qué le hice a la loca prometida de Benjamín, pero le puso como condición al Ministro que yo no puedo dejar este trabajo, ¡o si no, no se casa con el tarado! ¡Y el Ministro ni corto ni perezoso me recordó que no ha firmado mi puñetera Baja de las Fuerzas Especiales, así que o hago lo que él quiere, o mejor dicho, lo que quiere la mocosa, o me voy a pasar una buena temporadita en la cárcel por desertor! —¡Oye, oye! ¡Pero eso es una locura! ¿Y esa chica por qué hizo e
Gabriel golpeó el volante y suspiró mirando hacia la puerta del hotel por donde ella había desaparecido. Solo era una chiquilla, malcriada, sí, pero seguía siendo una chiquilla y él era un hombre adulto, hecho y derecho, que le sacaba al menos doce años y que al parecer había aprendido a lidiar con cualquier frustración menos con aquella.Se bajó del auto y subió hasta el décimo piso, donde estaban las habitaciones. Ya sabía que la loca estaría en el cuarto 1005, pero antes de que pudiera tocar a la puerta y hacer cualquier intento por disculparse, la oyó increpar furiosamente a Benjamín.—¡Pues si esta es mi habitación y no la tuya, entonces no entiendo qué haces aquí!—Solo vine a traerte los vestidos de esta noche —decía Benjamín con un tono que ya Gabriel le conocía muy bien, el que usaba cuando quería empezar por las buenas con alguna mujer para luego acabar siendo el mismo hijo de put@ de siempre—. Me encantaría saber cuál vas a elegir, y si pudiera vértelo puesto pues… mejor.G
Marianne pasó saliva y al guardaespaldas no le pasó desapercibido que estaba casi sudando frío.—No te voy a tocar —advirtió él apoyando la rodilla izquierda en el suelo a la altura de una pantorrilla de la chica y el pie derecho al otro lado de su cuerpo—. Solo voy a tocar el vestido, ¿de acuerdo? —Agarró los vuelos, hizo un doblez en el borde del tubito de tela y metió la navaja. El primer tirón cortó veinte centímetros, Gabriel agarró cada una de las puntas y bajó la otra rodilla para apoyarse mejor—. Tú me dices hasta dónde, mocosa…Tiró con fuerza y el sonido de tela rasgándose hizo que Marianne ahogara un grito. No sirvió de mucho, solo para sobresaltarle la concentración al guardaespaldas y hacerlo tirar con más fuerza de la que había planeado.—¡Mierd@! —gruñó cuando vio que el desgarrón se le había ido un poco por encima de la rodilla y en un segundo el uno noventa de Gabriel Cross se convirtió en un uno noventa pálido como la muerte.Estaba en el suelo, con las rodillas a ca
Gabriel Cross respiró profundamente. Estaba acostumbrado a la guerra, pero al menos ahí sabía quién era el enemigo y qué hacer cuando lo tenía en frente.Aquellas puñaladas familiares eran algo nuevo y desagradable para él, pero el único modo de evitarlas era saber de dónde vendrían.La familia Grey le había causado una desagradable impresión desde el inicio, tanto o más que Benjamín y el Ministro Moore. Los matrimonios por conveniencia no eran problema suyo pero era obvio que Marianne era el elemento descartable de los Grey, incluso para su propio padre.Se alejó de aquel corredor y volvió al salón, al menos ahora sabía dos cosas: la primera, era que Marianne definitivamente tenía un problema serio con el hecho de que la tocaran. Y al segunda, era que por más que le molestara la mocosa, prefería su neurótica sinceridad a la falsedad de toda aquella gente que la rodeaba, al menos la loca disparaba de frente.Quizás por eso esa noche, cuando les tocó retirarse, estacionó la camioneta j
A él no le importaba la loca, podíamos empezar por ahí, sin embargo la velocidad que de repente había adquirido aquella camioneta al dirigirse hacia la mansión Grey, desmentía eso completamente.La única satisfacción que le quedaba era que los Grey debían estarse tirando de los pelos con el Ministro por haber dejado a Marianne.Estacionó en la entrada y solo tuvo que mostrarle su identificación al guardia de seguridad para que lo dejara pasar. Entró en aquella casa como si fuera un huracán.—¿Dónde está la loc…? —respiró profundo y negó—. Marianne, ¿dónde está Marianne? —le preguntó a la mujer que le abrió la puerta, pero ella solo negó con indiferencia.—No tengo idea…—Su habitación —gruñó el guardaespaldas y subió la escalera de dos en dos después de escuchar las instrucciones de la mujer.Al parecer el personal había aprendido bien de los dueños de la casa, porque no les importaba la chica en lo más mínimo. Gabriel empujó la puerta sin miramientos y a buscó por toda la habitación,