CAPÍTULO 4. Tranquila, chiquilla...

Gabriel Cross puso los ojos en blanco detrás de los lentes deportivos oscuros y suspiró con fastidio cuando escuchó aquella orden: «Tráela», como si fuera un sabueso de presa. Metió la mano en sus pantalones y le pasó su celular a Benjamín.

—Su teléfono —siseó y el idiota se encogió de hombros.

—¿Y yo cómo voy a saber su teléfono? —rezongó.

—Pues a menos que me des algo que rastrear, no soy psíquico —le gruñó Gabriel—. Y solo les huelo las bragas a las mujeres que me tiro. ¿Entendido?

Benjamín hizo un gesto de impotencia, le estaban imponiendo el cochino compromiso y lo odiaba. Odiaba a su padre y más a su guardaespaldas, a su nueva prometida y a todos, pero por desgracia si quería seguir viviendo sin trabajar, tenía que aceptar la estrategia publicitaria que era un matrimonio.

Antes de que pudiera contestar, Astor tomó el celular y grabó el número de Marianne. Gabriel les dio la espalda y salió del salón mientras Astor achicaba los ojos.

—¿Cómo dejas que tu guardaespaldas te trate así? ¡Es tu empleado! —escupió con desprecio.

—¡Pues según él, es empleado del viejo, no mío! ¡Y ya estoy loco por despedirlo de una vez! —espetó Benjamín sin molestarse en bajar la voz para que Gabriel no lo escuchara, pero el guardaespaldas solo alcanzó la puerta con un gruñido de disgusto.

En eso Benjamín tenía razón, no era su maldit0 empleado, lo había contratado el mismo Ministro de Defensa por una simple razón: él era el mejor. Y para Gabriel saber que era el mejor de una élite de soldados y tener que cuidarle el trasero a aquel tipejo engreído era una tortura.

Envió el número por un mensaje a uno de sus amigos y luego marcó a ese mismo teléfono.

—Max. ¿Tienes un momento? —preguntó a la vez que se subía en la camioneta 4x4.

—Para ti siempre, Gabo —respondió su amigo—. ¿Qué necesitas?

—Acabo de mandarte un número, necesito rastrearlo. ¡Para ayer! —murmuró Gabriel saliendo al tráfico de la ciudad—. Es la novia malcriada del estúpido que estoy cuidando, y se le ocurrió la brillantísima idea de escaparse de la put@ fiestecita de compromiso.

—Veo que sigues siendo un hombre muy elocuente —se burló Max y Gabriel lo escuchó teclear a toda velocidad.

—Ya sabes que cuando me sacan de quicio, a malhablado no me gana nadie. ¿Tienes la dirección? —preguntó.

—Todavía se está moviendo, pero estoy mandándote el programa de rastreo, parece que va hacia el centro de la ciudad.

Gabriel miró la pantalla de su teléfono, donde un brillante punto verde empezó a parpadear, y giró para seguir su misma ruta.

—Hermano, perdona que te diga esto, pero estás sobrecalificado para ese trabajo —apuntó Max y él asintió, habían servido juntos durante varios periodos, así que tenían confianza como para decirse sus verdades.

—Lo sé, pero el Ministro de Defensa me lo pidió personalmente y no quise darle un disgusto mientras le ponía delante mi solicitud de salida de las Fuerzas Especiales —gruñó Gabriel, que sabía perfectamente que lo habían puesto entre la espada y la pared—. Pero eso fue hace tres meses y ya no aguanto más, ¡estoy loco por conseguir otro trabajo!

—Déjame hacer un par de llamadas y te aviso —dijo Max y Gabriel le agradeció antes de colgar.

El guardaespaldas aceleró la camioneta y en pocos minutos se estacionaba frente a un edificio de departamentos en el centro de la ciudad. El programa de rastro decía que la muchacha estaba frente a él, y cuando alzó la vista la vio salir de un pequeño Audi blanco. Ella miró detenidamente a ese edificio y al que había enfrente, como si no supiera a cuál debía entrar… pero lo que llamó la atención de Gabriel no fue precisamente la muchacha, sino ese sexto sentido que lo puso alerta al ver a un hombre cerca de ella.

Se bajó a tiempo para ver cómo aquel hombre arrinconaba a la chiquilla perdida contra una pared, y ponía entre los dos una navaja.

—¡Dame todo lo que tengas! —exclamó por lo bajo aquel hombre mientras la muchacha palidecía y casi comenzaba a temblar—. ¡Te dije que me des todo lo que tienes o te juro que te voy a hacer…!

—¿Qué cosa? —Se escuchó una voz ronca y enojada y una mano se cerró como una prensa sobre esa muñeca que sostenía el arma.

El asaltante trató de girarse y apuñalarlo, pero el metro noventa y uno de Gabriel Cross solo se echó hacia adelante con rabia y su frente golpeó en la cabeza del hombre, haciendo que cayera al suelo.

Gabriel lo vio levantarse y su entrenamiento salió a flote en un instante. Esquivó el primer amago de la navaja y su antebrazo hasta el codo chocó con el pecho del tipo, mandándolo al suelo de nuevo.

—¡No te levantes, maldit@ sea, porque te juro que te va a tener que recoger una ambulancia!

Sin embargo el hombre frente a él parecía extremadamente furioso. Se abalanzó sobre él tratando de apuñalarlo y Marianne solo escuchó un rugido sordo que salía del pecho del guardaespaldas mientras lo esquivaba y luego lo levantaba en peso, dejándolo caer con estrépito contra el asfalto frío.

Un segundo después el asaltante se desmayaba y parecía que por buen rato.

—¡Yo te lo advertí! —siseó, pero cuando se giró, lo que tenía delante de él era una hoja sacudida por el viento, una chica que temblaba y lo miraba con los ojos muy abiertos y llenos de lágrimas; y Gabriel Cross no supo por qué, pero su primer instinto fue inclinarse frente a ella y sonreírle.

—Tranquila, chiquilla, ya estás a salvo…

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