Ser la hija ilegítima de Hamilt Grey siempre había sido un estigma en la vida de Marianne, o al menos desde que lo había sabido. Su madre había muerto cuando ella solo tenía once años, y poco después se había aparecido aquel hombre diciendo que era su padre y que la cuidaría.
El problema era que Hamilt Grey ya tenía una esposa y dos hijos mayores que ella, que jamás le habían permitido olvidar que había sido producto de la aventura y la traición de su padre.
Al día siguiente Marianne salió temprano de la casa, procurando que nadie la viera, se subió a su coche y condujo hasta la universidad, pero estaba tan alterada que no pudo entrar a clases, se sentó en una banca del campus y comenzó a tirar de aquella liga que siempre tenía en una muñeca. Una hora después no sabía ni que existía, pero el grito de su mejor amiga la devolvió a la realidad.
—¡Marianne! ¡Deja de hacer eso! —gritó Stela mientras intentaba detenerla, pero se detuvo cuando se dio cuenta de que estaba a punto de tocarla y recordó que a Marianne no toleraba que nadie la tocara—. Por favor deja de hacer eso, cariño, te estás lastimando.
Marianne se miró la muñeca y se dio cuenta de que la liga le había trozado la piel hasta sacarle sangre. Era extraño, pero eso la relajaba, ni siquiera lo sentía.
—Vamos, vamos… —Stela sacó su cuaderno y le dio un carboncillo porque sabía que eso la calmaba—. Dibuja un poco.
Marianne apretó los labios y se puso a dibujar lo único que la tranquilizaba: a él, el hombre que la había salvado.
—¿Qué pasa, cariño? —preguntó Stela sentándose frente a ella.
—Mi hermanastro dice que soy una inútil, me quiere casar con un tipo ahí para conseguir un contrato porque según él es eso o quebramos —dijo Marianne.
—¡Pues a la verg@! ¡Que quiebren! ¡Pero tú no te casas con nadie! —se rio Stela.
—Creo que si no me caso me va a echar de la casa —dijo Marianne.
—¡Pues mejor! No es como que te falten lugares donde quedarte y tu hermano ya me tiene hasta los huevos por despreciarte.
—Tú no tienes huevos, Stela.
—¿Ah, no? ¡Pues que venga y me los toque para que vea que pesan más que los suyos! ¿Por qué no casa a la sinvergüenza de tu hermana? ¡Total, si esa ya le ha dado las nalgas hasta al portero! —gruñó Stela con molestia.
—Asli trabaja en la empresa, la inútil soy yo —repitió Marianne y su amiga apretó los labios.
—Escúchame muy bien, Marianne. Puedes venir conmigo cuando quieras, lo sabes bien. Mi familia tiene mucho dinero, y estamos por graduarnos, pagarte nos meses de la carrera no es nada para mí, pero no voy a permitir que obliguen a hacer algo que no quieres. ¿Entendido? ¡Es más! ¿Sabes qué? ¡Te vienes conmigo! ¡Mi hermano Lucifer...!
—Se llama Lucio, tarada —rio Marianne.
—Igual es el diablo. Lucio tiene un apartamento en el centro que no usa desde hace años, y yo tengo la llave. ¡Ve a tu casa, busca lo que necesites, y hoy mismo te vienes conmigo!
Marianne levantó la vista y sus ojos se humedecieron.
—Te estoy abrazando mucho —le dijo porque si bien no podía hacerlo, sí podía decirlo.
—Yo también te estoy abrazando mucho, amiga. Te quiero —respondió Stela y miró al dibujo—. ¡Si solo pudiéramos encontrar a este estúpido! —gruñó porque sabía que aquel hombre había sido la obsesión de Marianne durante los últimos ocho años.
—No se puede. Sabes cuántas cartas he mandado, cuánto he suplicado… pero no pueden decirme —susurró Marianne con tristeza—. La identidad de los miembros de las Fuerzas Especiales es secreta. ¡Jamás me lo dirán! ¡Maldición! —gritó emborronando aquel rostro con el carboncillo y llorando sobre el dibujo—. ¡Jamás me lo dirán! ¿¡Qué mierd@ se supone que tengo que hacer!? ¿Enlistarme para encontrarlo?
Stela no sabía qué decirle, pero definitivamente no tenía una solución para eso. Marianne no fue capaz de entrar a clases en todo el día y su amiga se quedó acompañándola. Sin embargo apenas llegó a su casa, supo que todo iba a ponerse mucho peor.
—¿Qué…? ¿Qué es esto…? —murmuró viendo que el salón principal de la casa estaba perfectamente adornado.
—Tenemos una recepción —declaró sin mirarla Griselda, su madrastra—. Ve a cambiarte que los invitados están a punto de llegar.
—¿Una recepción? —Marianne arrugó el ceño—. ¿¡Una recepción con quién!?
Griselda no era de las que se molestaba en esconder el odio que sentía por ella, así que solo se le quedó mirando como si fuera una cucaracha a la que quisiera matar lo más pronto posible.
—De los socios de tu padre. Ve a cambiarte, todo el mundo tiene que estar en la cena —sentenció.
Marianne se fue a su habitación lanzando un gruñido de impotencia y se detuvo al ver el vestido que había sobre su cama. ¡Era nuevo! ¡Y eso era muy malo!
Marianne siempre había heredado lo que Asli no quería. Por más dinero que tuviera su padre, Griselda siempre lo convencía de que era estúpido gastar dinero de más si las chicas podían compartir la ropa, aunque realmente aquel «compartir» más bien eran las sobras de Asli.
¡Pero aquel vestido era completamente nuevo y para ella!
¿Recepción, cena? ¡Nada de eso! Cuando Marianne vio llegar más de cien personas, ya sabía lo que se estaba cociendo. Y en cuanto vio aparecer al Ministro de Defensa, supo que Astor ya la había vendido por ese contrato. ¡Ni siquiera iban a preguntarle! ¡Iban a casarla sin importarles su opinión!
¡Aquello no era una recepción! ¡Era su maldit@ fiesta de compromiso!
Marianne sentía que le sudaban las palmas de las manos y se le secaba la garganta. En la puerta su madrastra recibía a todos con su sonrisa falsa de siempre y cuando la muchacha miró a su padre, solo vio una resignada tristeza en sus ojos.¡Lo iba a permitir! ¡Su padre lo iba a permitir!Se dio la vuelta para salir de aquel lugar cuando casi se dio de bruces contra el cuerpo desgarbado de su hermano.—¡No! —le gruñó con fiereza y Astor arrugó el ceño.—«No» ¿qué?—¡No voy a permitir que me cases con nadie! ¡Yo no soy uno de tus artículos de inventario!La mandíbula de Astor se tensó visiblemente al darse cuenta de que Marianne conocía sus planes.—Vamos al despacho, no voy a permitir que hagas escándalos aquí.—No quiero… —Pero en cuanto trató de tomar otro camino vio a Asli cortarle el paso.—Si no quieres que te agarre por un brazo, te dé uno de tus ataques de ansiedad y te desmayes, te sugiero que camines hasta el despacho o te juro que te llevo a rastras —siseó Astor con furia bie
Gabriel Cross puso los ojos en blanco detrás de los lentes deportivos oscuros y suspiró con fastidio cuando escuchó aquella orden: «Tráela», como si fuera un sabueso de presa. Metió la mano en sus pantalones y le pasó su celular a Benjamín.—Su teléfono —siseó y el idiota se encogió de hombros.—¿Y yo cómo voy a saber su teléfono? —rezongó.—Pues a menos que me des algo que rastrear, no soy psíquico —le gruñó Gabriel—. Y solo les huelo las bragas a las mujeres que me tiro. ¿Entendido?Benjamín hizo un gesto de impotencia, le estaban imponiendo el cochino compromiso y lo odiaba. Odiaba a su padre y más a su guardaespaldas, a su nueva prometida y a todos, pero por desgracia si quería seguir viviendo sin trabajar, tenía que aceptar la estrategia publicitaria que era un matrimonio.Antes de que pudiera contestar, Astor tomó el celular y grabó el número de Marianne. Gabriel les dio la espalda y salió del salón mientras Astor achicaba los ojos.—¿Cómo dejas que tu guardaespaldas te trate as
Sus rodillas se aflojaron y el mundo comenzó a darle vueltas, pero en cuanto él hizo un ademán de sostenerla, el instinto de Marianne la llevó a pegar la espalda a la pared y cerrar los ojos con un gesto brusco.—¡Por favor no me toques…! ¡No me toques…! —suplicó porque no quería tener con él esa reacción horrible que ocurría cada vez que alguien la tocaba.—¡Oye, oye! ¡¿Sí sabes que el malo es ese, verdad?! —gruñó Gabriel señalando al hombre desmayado en el suelo—. ¿No se nota que acabo de salvar tu ilustre trasero de princesa consentida?Marianne abrió los ojos y se quedó mirándolo estupefacta. Parecía molesto y frustrado, y ella solo bajó las manos, llevándolas a su pecho.Marianne sentía que no podía respirar, como si su pecho se hubiera llenado demasiado de aire y no pudiera sacarlo. ¡Era él! ¡El hombre que la había salvado estaba frente a ella! ¡Era él! Pero cuando lo vio inclinarse y decirle aquellas palabras que parecían tan simples: «Tranquila, chiquilla, ya estás a salvo…»,
Marianne sonrió. Él no podía entenderlo porque no la recordaba, pero para ella, que había pasado tanto tiempo pensando en él, era imposible no estar feliz solo por el simple hecho de tenerlo delante.—Sé sincera conmigo… ¿qué tan loca estás? —preguntó Gabriel mirándola por encima de los lentes oscuros y ella solo sonrió con picardía.Era exactamente como lo recordaba, aunque con la barba más tupida y pequeñas arrugas de preocupación en la frente. Estaba a punto de bajar la vista y observar el resto de aquella mole que era su cuerpo, cuando él frenó de golpe.Marianne miró alrededor, ni siquiera se había dado cuenta de que ya estaban en la casa, y su cuerpo volvió a tensarse.Gabriel le abrió la puerta y tuvo buen cuidado de escoltarla por la parte trasera de la casa, porque estaba casi seguro de que iba a terminar haciendo un escándalo.—¡Te dije que no quería venir! —le gruño ella.«Cuatripolar», pensó él antes de señalarle violentamente a la puerta.—¡Entra o te cargo adentro! ¡Tú e
El asunto era muy simple: todos querían algo. Su padre y sus hermanos querían un contrato. El Ministro quería una tapadera para su hijito. Benjamín… ni sabía lo que quería Benjamín, ¡pero lo que era seguro era que no lo obtendría de ella! ¿Y al final la única que iba a sufrir sin conseguir lo que quería era ella? ¡De eso nada! Así que cuando el Ministro aceptó tan rápidamente cualquier condición suya, solo levantó ese dedito y lo apuntó hacia Gabriel Cross. —Lo quiero a él. —¿Quéeeee? —Gabriel dio dos pasos adelante, espantado—. ¿Cómo que a mí…? —Él me acaba de salvar la vida —dijo Marianne sin mirarlo, pero con mucho dramatismo. —No fue para tanto… —espetó el guardaespaldas negando con vehemencia. ¡No podía creer que fuera a joderle el trabajo nuevo que le había conseguido Max! La mirada de Marianne se cruzó durante un segundo con la suya y Gabriel pudo ver aquella furiosa resolución reflejarse en sus ojos. —Si quiere que me comprometa con su hijo, lo quiero a él —confirmó
Gabriel Cross parecía poseído, lo único que le faltaba era girar la cabeza ciento ochenta grados como la niña de El Exorcista… y morder. Dejó al Ministro en su mansión, a Benjamín en su departamento de soltero y condujo hasta el Puente Arlington, a ver si por lo menos viendo pasar agua bajo sus pies se le refrescaban los pensamientos. Sin embargo, una llamada de Max acabó de descontrolarlo. —¿Gabo? ¿Todo bien? No me respondiste —murmuró Max preocupado. —Es que no tenía nada bueno que decir —gruñó él en respuesta—. No sé qué le hice a la loca prometida de Benjamín, pero le puso como condición al Ministro que yo no puedo dejar este trabajo, ¡o si no, no se casa con el tarado! ¡Y el Ministro ni corto ni perezoso me recordó que no ha firmado mi puñetera Baja de las Fuerzas Especiales, así que o hago lo que él quiere, o mejor dicho, lo que quiere la mocosa, o me voy a pasar una buena temporadita en la cárcel por desertor! —¡Oye, oye! ¡Pero eso es una locura! ¿Y esa chica por qué hizo e
Gabriel golpeó el volante y suspiró mirando hacia la puerta del hotel por donde ella había desaparecido. Solo era una chiquilla, malcriada, sí, pero seguía siendo una chiquilla y él era un hombre adulto, hecho y derecho, que le sacaba al menos doce años y que al parecer había aprendido a lidiar con cualquier frustración menos con aquella.Se bajó del auto y subió hasta el décimo piso, donde estaban las habitaciones. Ya sabía que la loca estaría en el cuarto 1005, pero antes de que pudiera tocar a la puerta y hacer cualquier intento por disculparse, la oyó increpar furiosamente a Benjamín.—¡Pues si esta es mi habitación y no la tuya, entonces no entiendo qué haces aquí!—Solo vine a traerte los vestidos de esta noche —decía Benjamín con un tono que ya Gabriel le conocía muy bien, el que usaba cuando quería empezar por las buenas con alguna mujer para luego acabar siendo el mismo hijo de put@ de siempre—. Me encantaría saber cuál vas a elegir, y si pudiera vértelo puesto pues… mejor.G
Marianne pasó saliva y al guardaespaldas no le pasó desapercibido que estaba casi sudando frío.—No te voy a tocar —advirtió él apoyando la rodilla izquierda en el suelo a la altura de una pantorrilla de la chica y el pie derecho al otro lado de su cuerpo—. Solo voy a tocar el vestido, ¿de acuerdo? —Agarró los vuelos, hizo un doblez en el borde del tubito de tela y metió la navaja. El primer tirón cortó veinte centímetros, Gabriel agarró cada una de las puntas y bajó la otra rodilla para apoyarse mejor—. Tú me dices hasta dónde, mocosa…Tiró con fuerza y el sonido de tela rasgándose hizo que Marianne ahogara un grito. No sirvió de mucho, solo para sobresaltarle la concentración al guardaespaldas y hacerlo tirar con más fuerza de la que había planeado.—¡Mierd@! —gruñó cuando vio que el desgarrón se le había ido un poco por encima de la rodilla y en un segundo el uno noventa de Gabriel Cross se convirtió en un uno noventa pálido como la muerte.Estaba en el suelo, con las rodillas a ca