Ocho años después
Marianne se desperezó mientras se levantaba para bajar a comer. Le dolía el cuerpo, pero eso era normal. El dolor jamás se había ido después de aquella fatídica noche en que había sido secuestrada, pero al menos la ayudaba a sentir que todavía seguía viva.
Se vistió para salir y tomó una mochila con sus cosas de dibujo. Abrió su cuaderno y en la primera página repasó con los dedos el rostro de aquel hombre. Era lo primero que veía cada mañana y lo que le daba fuerzas para terminar el día un poco cuerda. Se había cansado de pintarlo, se había cansado de buscarlo, pero jamás lo había encontrado.
Aún ahora, ocho años después, parecía que solo él ocupaba sus pensamientos, al punto de casi olvidar que al día siguiente era su cumpleaños. No esperaba nada especial de parte de su familia, su madrastra y sus hermanastros la detestaban, pero al menos su padre era amable con ella.
Bajó la escalera y se dirigió a la cocina para comer algo, cuando las voces exaltadas en el despacho de su padre la hicieron detenerse.
—¿Y por qué no puede ser ella? —decía su hermanastro, Astor, muy molesto.
—¡Porque Marianne no sirve para eso, ni siquiera tolera que la toquen! —replicaba su padre.
—¡Pues tal como están las cosas, no sirve para nada! —rugió su hermanastro.
Astor era diez años mayor que ella y disimulaba el desagrado que le tenía hasta un punto.
—No digas eso, es tu hermana…
—¡Es mi hermanastra! ¡Más hermana mía es Asli, y no voy a permitir que la uses para esto! ¡Ella se merece ser feliz! —sentenció Astor.
—¿Y Marianne no se merece ser feliz? —Su padre, Hamilt Grey, siempre la había defendido, aunque cada vez con menos fuerza.
—¡Lo que se merece es ayudar a esta familia, y para ser claros, ella no aporta nada! ¡Yo trabajo como desesperado en la empresa, Asli se mata en el departamento de publicidad convenciendo a esos estúpidos del gobierno para que nos den contratos! ¿Y Marianne qué hace?
—¡Ella está estudiando! —recalcó Hamilt.
—¡Arquitectura! ¿Y eso de qué nos sirve? ¿Qué más hace aparte de vivir de nosotros? ¡Por favor! ¡Ya es hora de que haga algo para pagar el techo y la comida que le hemos dado estos años!
—¡Astor, por favor! Ella también es mi hija… —murmuró Hamilt, pero era evidente que la rabia de su hijo era más fuerte que su carácter.
—Eso me quedó muy claro el día que te apareciste con ella en esta casa. Nos rompiste el corazón a mi madre, a mi hermana y a mí, y aun así la aceptamos como otro miembro de esta familia… ¡Así que como parte de esta familia tiene que ayudar! —sentenció.
Hamilt negó con tristeza.
—¿Cómo se supone que se lo diga…? ¿Se lo doy de regalo de cumpleaños? —murmuró, pero el rostro pétreo de Astor no dejaba mucho espacio para la discusión.
Su hermanastro siempre había disimulado bastante bien su desprecio hacia ella, pero ahora solo había determinación en su voz.
—Se lo decimos claramente —siseó—. La sientas y le dices: «Marianne, la empresa va mal, en el último año no hemos conseguido ni un solo contrato con el gobierno y somos contratistas militares, fabricamos armamento. O conseguimos un contrato decente o empezamos a traficar armas o nos declaramos en quiebra. ¿Cómo lo ves?»
Marianne arrugó el ceño, espantada, y se asomó con cuidado a aquella puerta, viendo cómo su padre clavaba la mirada en el suelo.
—Es que ella no tiene nada que ver con eso…—murmuró.
—¡Pues claro que tiene que ver! Tenemos que conseguir un contrato de inmediato, y el Ministro de Defensa nos ofreció un acuerdo —sentenció Astor—. El mejor contrato del año a cambio de que se cases con su hijo. —Y al escuchar aquello Marianne retrocedió espantada, cubriéndose la boca con las manos.
¿Qué significaba eso? ¿Astor quería casarla con un desconocido a cambio…? ¿¡A cambio de un contrato para empresa!?
—Tengo que pensarlo —declaró su padre con impotencia mientras daba vueltas por la habitación—. No es justo para Marianne…
—¡Lo que no es justo es que nos quedemos en quiebra! ¡Así que no lo pienses mucho porque te aseguro que la oferta del Primer Ministro no durará mucho! —escupió su hermano y Marianne corrió escaleras arriba para que nadie la viera.
El pecho le ardía cuando se encerró en su cuarto. Las manos le temblaban y su cerebro simplemente no podía creerlo. Sabía que no significaba nada para sus hermanastros, pero su padre… ¡no, su padre jamás permitiría algo como aquello! ¡Ella era una persona, no una cosa que pudieran cambiar!
Ni siquiera se acordó de comer. Pasó la noche sin poder dormir, caminando de un lado a otro de su habitación, porque aquel extraño instinto de supervivencia que tenía, le advertía que sí, que en el fondo Astor era capaz de algo como eso y más… Pero no se atrevía a confirmarlo. No se atrevía a bajar y encarar a su padre y a su hermano para que le dijeran que iban a venderla para salir de sus problemas.
—Mi padre no me haría eso… —murmuró con desesperación—. Él no lo haría ¿verdad?
Ser la hija ilegítima de Hamilt Grey siempre había sido un estigma en la vida de Marianne, o al menos desde que lo había sabido. Su madre había muerto cuando ella solo tenía once años, y poco después se había aparecido aquel hombre diciendo que era su padre y que la cuidaría. El problema era que Hamilt Grey ya tenía una esposa y dos hijos mayores que ella, que jamás le habían permitido olvidar que había sido producto de la aventura y la traición de su padre. Al día siguiente Marianne salió temprano de la casa, procurando que nadie la viera, se subió a su coche y condujo hasta la universidad, pero estaba tan alterada que no pudo entrar a clases, se sentó en una banca del campus y comenzó a tirar de aquella liga que siempre tenía en una muñeca. Una hora después no sabía ni que existía, pero el grito de su mejor amiga la devolvió a la realidad. —¡Marianne! ¡Deja de hacer eso! —gritó Stela mientras intentaba detenerla, pero se detuvo cuando se dio cuenta de que estaba a punto de tocarla
Marianne sentía que le sudaban las palmas de las manos y se le secaba la garganta. En la puerta su madrastra recibía a todos con su sonrisa falsa de siempre y cuando la muchacha miró a su padre, solo vio una resignada tristeza en sus ojos.¡Lo iba a permitir! ¡Su padre lo iba a permitir!Se dio la vuelta para salir de aquel lugar cuando casi se dio de bruces contra el cuerpo desgarbado de su hermano.—¡No! —le gruñó con fiereza y Astor arrugó el ceño.—«No» ¿qué?—¡No voy a permitir que me cases con nadie! ¡Yo no soy uno de tus artículos de inventario!La mandíbula de Astor se tensó visiblemente al darse cuenta de que Marianne conocía sus planes.—Vamos al despacho, no voy a permitir que hagas escándalos aquí.—No quiero… —Pero en cuanto trató de tomar otro camino vio a Asli cortarle el paso.—Si no quieres que te agarre por un brazo, te dé uno de tus ataques de ansiedad y te desmayes, te sugiero que camines hasta el despacho o te juro que te llevo a rastras —siseó Astor con furia bie
Gabriel Cross puso los ojos en blanco detrás de los lentes deportivos oscuros y suspiró con fastidio cuando escuchó aquella orden: «Tráela», como si fuera un sabueso de presa. Metió la mano en sus pantalones y le pasó su celular a Benjamín.—Su teléfono —siseó y el idiota se encogió de hombros.—¿Y yo cómo voy a saber su teléfono? —rezongó.—Pues a menos que me des algo que rastrear, no soy psíquico —le gruñó Gabriel—. Y solo les huelo las bragas a las mujeres que me tiro. ¿Entendido?Benjamín hizo un gesto de impotencia, le estaban imponiendo el cochino compromiso y lo odiaba. Odiaba a su padre y más a su guardaespaldas, a su nueva prometida y a todos, pero por desgracia si quería seguir viviendo sin trabajar, tenía que aceptar la estrategia publicitaria que era un matrimonio.Antes de que pudiera contestar, Astor tomó el celular y grabó el número de Marianne. Gabriel les dio la espalda y salió del salón mientras Astor achicaba los ojos.—¿Cómo dejas que tu guardaespaldas te trate as
Sus rodillas se aflojaron y el mundo comenzó a darle vueltas, pero en cuanto él hizo un ademán de sostenerla, el instinto de Marianne la llevó a pegar la espalda a la pared y cerrar los ojos con un gesto brusco.—¡Por favor no me toques…! ¡No me toques…! —suplicó porque no quería tener con él esa reacción horrible que ocurría cada vez que alguien la tocaba.—¡Oye, oye! ¡¿Sí sabes que el malo es ese, verdad?! —gruñó Gabriel señalando al hombre desmayado en el suelo—. ¿No se nota que acabo de salvar tu ilustre trasero de princesa consentida?Marianne abrió los ojos y se quedó mirándolo estupefacta. Parecía molesto y frustrado, y ella solo bajó las manos, llevándolas a su pecho.Marianne sentía que no podía respirar, como si su pecho se hubiera llenado demasiado de aire y no pudiera sacarlo. ¡Era él! ¡El hombre que la había salvado estaba frente a ella! ¡Era él! Pero cuando lo vio inclinarse y decirle aquellas palabras que parecían tan simples: «Tranquila, chiquilla, ya estás a salvo…»,
Marianne sonrió. Él no podía entenderlo porque no la recordaba, pero para ella, que había pasado tanto tiempo pensando en él, era imposible no estar feliz solo por el simple hecho de tenerlo delante.—Sé sincera conmigo… ¿qué tan loca estás? —preguntó Gabriel mirándola por encima de los lentes oscuros y ella solo sonrió con picardía.Era exactamente como lo recordaba, aunque con la barba más tupida y pequeñas arrugas de preocupación en la frente. Estaba a punto de bajar la vista y observar el resto de aquella mole que era su cuerpo, cuando él frenó de golpe.Marianne miró alrededor, ni siquiera se había dado cuenta de que ya estaban en la casa, y su cuerpo volvió a tensarse.Gabriel le abrió la puerta y tuvo buen cuidado de escoltarla por la parte trasera de la casa, porque estaba casi seguro de que iba a terminar haciendo un escándalo.—¡Te dije que no quería venir! —le gruño ella.«Cuatripolar», pensó él antes de señalarle violentamente a la puerta.—¡Entra o te cargo adentro! ¡Tú e
El asunto era muy simple: todos querían algo. Su padre y sus hermanos querían un contrato. El Ministro quería una tapadera para su hijito. Benjamín… ni sabía lo que quería Benjamín, ¡pero lo que era seguro era que no lo obtendría de ella! ¿Y al final la única que iba a sufrir sin conseguir lo que quería era ella? ¡De eso nada! Así que cuando el Ministro aceptó tan rápidamente cualquier condición suya, solo levantó ese dedito y lo apuntó hacia Gabriel Cross. —Lo quiero a él. —¿Quéeeee? —Gabriel dio dos pasos adelante, espantado—. ¿Cómo que a mí…? —Él me acaba de salvar la vida —dijo Marianne sin mirarlo, pero con mucho dramatismo. —No fue para tanto… —espetó el guardaespaldas negando con vehemencia. ¡No podía creer que fuera a joderle el trabajo nuevo que le había conseguido Max! La mirada de Marianne se cruzó durante un segundo con la suya y Gabriel pudo ver aquella furiosa resolución reflejarse en sus ojos. —Si quiere que me comprometa con su hijo, lo quiero a él —confirmó
Gabriel Cross parecía poseído, lo único que le faltaba era girar la cabeza ciento ochenta grados como la niña de El Exorcista… y morder. Dejó al Ministro en su mansión, a Benjamín en su departamento de soltero y condujo hasta el Puente Arlington, a ver si por lo menos viendo pasar agua bajo sus pies se le refrescaban los pensamientos. Sin embargo, una llamada de Max acabó de descontrolarlo. —¿Gabo? ¿Todo bien? No me respondiste —murmuró Max preocupado. —Es que no tenía nada bueno que decir —gruñó él en respuesta—. No sé qué le hice a la loca prometida de Benjamín, pero le puso como condición al Ministro que yo no puedo dejar este trabajo, ¡o si no, no se casa con el tarado! ¡Y el Ministro ni corto ni perezoso me recordó que no ha firmado mi puñetera Baja de las Fuerzas Especiales, así que o hago lo que él quiere, o mejor dicho, lo que quiere la mocosa, o me voy a pasar una buena temporadita en la cárcel por desertor! —¡Oye, oye! ¡Pero eso es una locura! ¿Y esa chica por qué hizo e
Gabriel golpeó el volante y suspiró mirando hacia la puerta del hotel por donde ella había desaparecido. Solo era una chiquilla, malcriada, sí, pero seguía siendo una chiquilla y él era un hombre adulto, hecho y derecho, que le sacaba al menos doce años y que al parecer había aprendido a lidiar con cualquier frustración menos con aquella.Se bajó del auto y subió hasta el décimo piso, donde estaban las habitaciones. Ya sabía que la loca estaría en el cuarto 1005, pero antes de que pudiera tocar a la puerta y hacer cualquier intento por disculparse, la oyó increpar furiosamente a Benjamín.—¡Pues si esta es mi habitación y no la tuya, entonces no entiendo qué haces aquí!—Solo vine a traerte los vestidos de esta noche —decía Benjamín con un tono que ya Gabriel le conocía muy bien, el que usaba cuando quería empezar por las buenas con alguna mujer para luego acabar siendo el mismo hijo de put@ de siempre—. Me encantaría saber cuál vas a elegir, y si pudiera vértelo puesto pues… mejor.G