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o3: la búsqueda indicada

Mientras tanto, en New York, en una de las aulas de la Facultad de Jóvenes Prodigios, una pelirroja uniformada se concentraba en sus asuntos y una castaña la observaba en el puesto de al lado.

—¿Podrías dejar de mirarme así? —masculló Alessa, sin levantar la cabeza.

—Insultaste a Leonardo Gold y te defendió —la castaña le dijo a la pelirroja, quien rodó los ojos por el comentario y continuó trabajando en construir el prototipo de un sensor de movimiento; simple asignación en clase.

—También escuché rock alternativo y terminé el tercer Guitar Hero en dos días seguidos.

—¡Leonardo Gold te defendió!

—Fue un completo... Agh, ya sabes, Carla.

—Pero te defendió —reiteró la aludida, sonriendo de oreja a oreja. Dramas como esos le activaban el lado camorrero. Si es que convivir con Alessa Sinclair era pasársela día y noche en una montaña rusa, esperando lo inesperado. Nadie sabía lo que sucedería después estando ella alrededor. Con aquella pelirroja, el futuro era un maremoto de descabelladas posibilidades.

—¿Y qué tiene que ver? —bisbiseó la canadiense con el ceño fruncido, bajando su falda en el asiento. Incómodo. Sentía que desde allí cualquiera podría ver su entrepierna.

—¿Qué tiene que ver? ¡Mucho! —Alzó los brazos—. Ese hombre no anda por allí defendiendo a cualquiera.

—¿No se supone que es un "maestro de armas y autos" y se apoda, mm... Playkid?

—Jesucristo —exclamó Carla, a punto de hacer un face palm—. En qué planeta vives tú. Es un Playboy, Alessa.

—Cómo sea —ella canturreó sin alzar la mirada—. Si es eso, entonces lo felicito, que siga así. A mí no me interesa.

Carla resopló. Además de temeraria su mejor amiga, era demasiado testaruda.

—Lo que tú digas, Sinclair.

El final de jornada ese día estuvo entre las diez y once de la mañana. Alessa y Carla reían y charlaban de temas triviales, mientras se dirigían a la salida de la facultad. Se detuvieron súbitamente, cuando un hombre robusto de seria expresión y traje las interceptó. Carla agrandó los ojos, mientras Alessa bufaba del fastidio.

—Estorbas, ¿sabías? —le dijo, sin pena alguna.

El hombre no se inmutó.

—¿Es usted Alessa Sinclair? —preguntó, con esa cara larga que le daba jaqueca a Alessa; como si de tanto comer ajo le quedó el puro humor de perro y ya no tuviese alguna cura.

Genial. Otra citación a la corte de seguro. Tal vez, sólo tal vez, no debió, dos noches atrás en el bar, haber partido la botella de cerveza en la cabeza de aquel cabrón que le preguntó si podía llevársela a su apartamento. Pero, en su defensa, ¡estaba aburrida!

—La misma —ironizó, mostrando las manos. Ya qué. No sería ni la primera ni la última que se metería en problemas. Ser una genio no la salvaba de ser una completa suicida. Le faltaba bastante sentido de supervivencia—. Así que sea breve.

Sintió un codazo por parte de Carla en las costillas, pero lo ignoró.

—Soy el jefe Reynolds, señorita. El señor Gold me ha mandado a buscarla.

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