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o4: la que se quiere comer pero no le conviene

Alessa achicó los ojos.

Se quedó mirando al hombre con una cara que Carla reconocería donde quiera que fuese. Era de esas que se podría confundir con retraso; sin embargo, en aquel cerebro súper desarrollado, en vez de retraso, había máxima aceleración. Se escuchaba la música de suspenso de fondo; el toque dramático. Dos espectadores a la espera de alguna reacción y respuesta. Alessa no movía ni las pestañas.

Los dos presentes contuvieron la respiración, cuando la vieron abrir la boca.

—Está bien —fue todo lo dicho.

Carla y el jefe Reynolds miraron estupefactos a la pelirroja. ¿Eso era todo? ¡¿En serio?!

Reynolds parpadeó, recuperando la postura.

—De acuerdo...

—¡Un segundo! —Carla se exaltó, cerrándole el pico al hombre. Sin preámbulos, arrastró a la pelirroja lejos de él. La taladró con su mirada en cuanto estuvieron solas—. ¿¡Qué carajos, Sinclair!? ¡Enloqueciste!

Alessa bufó, más tranquila que nunca. Las miradas fulminantes de Carla ni cosquillas le hacían, menos su verborragia.

—¿Qué?

—El tipo te dice que vayas con él, porque Gold te mandó a buscar, ¿y tú dices un simple «Está bien»?

—Bueno, y qué más le decía. Me daba flojera ponerle una respuesta más extensa —musitó, cruzándose de brazos, ocasionando que Carla se agarrara el pelo.

—¡Dios mío, dame paciencia! —exclamó y la tomó de los hombros—. No se le dice a cualquiera que lo vas a seguir, Alessa.

Ella alzó una ceja.

—Tú sabes que sí, ¿no es el guardaespaldas de Gold? —preguntó con ironía. Si estaba enterada de quién era el jefe poderosísimo Reynolds, le había parecido más interesante que el mismísimo Leonardo Gold; era la realidad.

Carla frunció los labios. Ah, ya sabía por dónde planeaba atacarle la canadiense.

—Sí, Alessa. Lo es.

—Entonces con un extraño no me voy —jugó Sinclair, dejando a su amiga K.O en argumentos—. Además, si aparezco en los sucesos de mañana, dejaré notas en todas partes echándole la culpa a Gold de todo. Al menos una manchita le haré en su historial. Ya verás. Ser sexy tiene ventajas hasta después de la muerte.

Carla carcajeó inevitablemente por las ocurrencias de Alessa. ¿Qué podía esperar? A esa pelirroja no le daba miedo cualquier cosa. Que Leonardo Gold la mandara a buscar, no era peor que cuando la policía la estuvo persiguiendo por tres horas en los barrios de Brooklyn; todo porque se había cansado de navegar en Internet. Si le provocaba ir y meterse en la boca del lobo, nadie podría detenerla.

Para Alessa, aquello era la aventura de la semana.

—Eres una m*****a suicida.

—Me encanta vivir de riesgo en riesgo. —Le guiñó el ojo, antes de volver con Reynolds.

...

Alessa degustaba una chupeta de fresa, mientras el trayecto hacia la mansión de Gold se le hacía de lo más eterno y monótono. El jefe Reynolds conducía el auto, en silencio. Habían viajado en una lujosa limusina del excéntrico millonario y la pelirroja no puso resistencia en ningún sentido. Total, nada de eso iba en su cuenta.

Cinco dólares le daré al Gold si piensa cobrarme alguna m****a, pensó, distraída, mirando por la ventanilla del auto la ostentosa estructura que se alzaba frente al camino. Allí estaba la mansión, y definitivamente era de ese famoso ricachón.

Se le escapó una risa y el jefe Reynolds la miró de reojo a través del retrovisor. Se puso seria. Seguro ya la consideraba una psicópata.

—Llegamos, señorita.

Resopló.

—Ni me había percatado —murmuró, sarcástica, con la chupeta clavada bajo uno de sus cachetes.

Reynolds menos mal no la escuchó, o si lo hizo, no comentó al respecto. Mejor así.

Ella no esperó protocolo, como venía haciendo desde que salió de la Facultad. Bajó del auto, sin ayuda ni caballerosidad de nadie. Admiró el lugar sintiéndose pequeña, como le sucedía la mayoría del tiempo. Maldito suertudo. Tanta rimbombancia le ocasionaba jaqueca.

—Sígame —anunció Reynolds, caminando hacia la entrada. Alessa le dio un fuerte jalón a su falda y corrió tras él.

—Bienvenida —le dijo, en cuanto entraron, a la pelirroja por suerte no se le cayó la chupeta de la impresión. Tanto lujo le daba ganas de hacerse bolita y ponerse a llorar. Qué bueno que le gustaba ser humilde—. El señor Gold la espera en su taller. Venga.

Alessa se obligó a mantener la mandíbula encajada en su sitio y volvió a hacer lo que menos le gustaba; ser un perrito faldero. Rodó los ojos, a la vez que bajaba unas escaleras metálicas. Sus dedos manipulaban el palillo de la chupeta y sus labios pintados de oscuro carmesí mate haciendo juego con el dulce entrando y saliendo de su boca. Fue observando cada detalle, como buena curiosa que era, sin percatarse de Reynolds introduciendo un código de seguridad en una pantalla. Cuando hubo abierto la puerta de cristal, llamó la atención de la pelirroja con un chasquido de dedos.

Alessa espabiló y entró al dichoso taller –repleto de herramientas, autos, cosas de hierro y máquinas– jalando de nuevo su falda. Estuvo en ese plan de fisgonear hasta que sus ojos chocaron con otro par del mismo color. Pegó un buen brinco del susto.

—¡Jesucristo! —exclamó, sin sacarse la chupeta, así que aquello sonó más a “Jeduquisto”. Se sacó el dulce.

Leonardo, que estaba en una silla giratoria y la miraba fijamente, enarcó una ceja. Había estado ocupado con sus pasatiempos, pero en cuanto su mayordomo virtual le notificó la llegada de su nueva aprendiz no dudó en dejarlo todo. Verla de nuevo le produjo las mismas sensaciones que en el ascensor. Tenía ese uniforme, esa falda. Por Dios, la chica era hermosa; complicada, pero hermosa.

Por lo menos, no se aburriría tanto con semejante colirio para la vista.

—Qué hubo, niña —murmuró, usando un tono neutro—. ¿El viaje fue muy largo?

Alessa respiró, aliviada. Dejó sus hombros caer, pero se limitó a mirarlo y callar.

—Aquí la he traído —dijo Reynolds y sacudió una mano—. Toda suya ahora. Avíseme si me necesita.

—Espera, ¿qué? —Alessa volteó bruscamente, pero Reynolds ya se había ido como un rayo, dejándolos completamente solos. Genial. Miró al castaño y se puso las manos en la cintura—. Si me vas a arrestar o violar, sé directo. Me caen gordos a los que les encantan darle rodeo a todo.

Él sonrió de lado, para mucha sospecha de la pelirroja. Debía admitir que para ser un hombre de ¿cuarenta años?, era muy atractivo. Sería por eso que le alborotaba las hormonas a más de una mujer.

—En primer lugar, nada de eso sucederá. —La apuntó—. Y en segundo, ¿que no pudiste cambiarte en el camino?

—No me dio la gana.

Leonardo fingió sorprenderse con aquella respuesta y se levantó de la silla.

—Bien. Entendido, mini Sherlock. —Alessa lo miró mal—. Oh, sí. Ya sé sobre ti. Eres una genio con tendencia a meterte en problemas porque no te asusta nada.

—Casi nada —corrigió Alessa, recelosa. Aún no entendía qué hacía allí.

—¿Eso es cierto? —Leonardo se acercó y rondó alrededor de ella, estudiándola. Esto la puso nerviosa, mas no la intimidó—. ¿Cómo puedes no temerle a casi nada?

—Siendo una persona con poco instinto de supervivencia —le respondió, mientras Gold aparecía frente a ella de nuevo—. Aprendo tan rápido, que se me olvida tener cuidado. Soy inteligente, y por saciar mi apetito de conocer soy capaz de todo.

—Apetito, ¿eh? ¿Y realmente estás dispuesta a todo, pequeña zanahoria?

El apodo no le afectó mucho a Alessa, simplemente suspiró. Ya empezaba a hacerse una idea de la clase de hombre que era Leonardo Gold.

—A ver, ¿no me mandaste a buscar para meterme presa y volverme una zanahoria en todo su esplendor?

—¿Que ya no lo eres?

—El uniforme naranja completará el aspecto.

Leonardo rió levemente y Alessa sonrió. Se miraron por un rato en silencio.

—No respondiste mi pregunta.

—¿Cuál de tantas, señor?

—¿A dónde eres capaz de llegar?

La pelirroja entrecerró los ojos y se metió el dulce a la boca. Lo que ella no sabía, es que con esa pinta de colegiala y esa manía juguetona con la chupeta, estaba a punto de empalmar a Leonardo.

—A donde nadie estaría dispuesto por simple cobardía —contestó, con la chupeta de nuevo fuera de su boca.

El millonario la observó durante algunos segundos. La fiera estaba allí, en esos ojos brillaba la rebeldía; pero en aquel momento esa fiera aguardaba y estudiaba desde las sombras. Debía tener cuidado. Alessa Sinclair significaba peligro en su más exacta definición. Era volátil.

—De acuerdo —finalmente dijo y retrocedió—. Entonces prepárate y disfruta. Serás mi aprendiz por un mes, y por tus palabras imagino que no te negarás, ¿o sí?

Toda la respuesta de Alessa fue una sonrisa retadora.

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