Cuando Alessa despertó por segunda vez, lo hizo de golpe y en una camilla del mismo hospital en el que previamente estaba.Su reacción agresiva causó que el personal médico la cogiera enseguida de los brazos y la obligara a recostarse, porque al verla de ese modo, alterada y jadeante, temieron lo peor.—¡Señora Gold, por favor, es mejor que se calme!—¿Dónde...? —La pelirroja los miró, parpadeando e intentando zafarse. Una leve punzada en el cerebro le recordó lo fuerte que le afectó la ansiedad.—Mire la luz. Necesito que enfoque su vista —ordenó uno de ellos, quien le puso una pequeña linterna enfrente y le alzó un párpado—. Señora, siga la luz.Alessa lo hizo sólo un segundo, pues apartó las manos del que parecía doctor y estaba dejándola ciega.—¿Cuánto llevo... inconsciente? —exigió saber.—Siete horas aproximadamente.Alessa no estaba lo suficientemente estable para considerar aquello una exageración de tiempo. ¿Siete horas, por un ataque de ansiedad? Ahora entendió por qué su h
Alessa recordaba muy bien el momento en el que todo pasó; eran seis semanas de atraso, así que todo se reducía a un encuentro específico.Se acordaba perfectamente. Fue una noche, fría y bastante hermosa; fue la noche que ella llegó tarde de una cena con Sophia y estaba durmiendo profundamente a muy temprana hora, mientras él estaba en su taller terminando unos ajustes a su Lambo.Recordaba muy bien haber sentido la presencia de Leonardo en la cama y luego muy cerca de ella. Se había removido, pero eso a él no le impidió besarle el hombro y acariciarle el brazo.—¿Mm? —No estaba del todo despierta, pero poco a poco se iba despertando por los besos del moreno.Había abierto los ojos y sonreído al instante. A través de la oscuridad, no tardó en reconocer los brillantes ojos de su amado.—Leonardo, me despertaste —susurró, pero no molesta, sino traviesa y ya un poco caliente.Él le robó un beso y le mordió un poco la mandíbula, tan sensual y pícaro, que la hizo reír y suspirar.—Era la i
Se pasó toda la noche abrazando a su esposo. Sabía que Leonardo la había priorizado, ante todo, arriesgándose a cualquier escándalo por rechazar la invitación de Fedrick y Le Roux, pero debía morderse la lengua y no decir nada del embarazo. A pesar de que su consciencia picara y le dijera que en algún momento tendría que abrir la boca.Aunque con el pasar de los días él empezó a notarla extraña. No era estúpido y mucho menos despistado. Sus diferencias iban menguando y su consciencia bajaba la guardia, era lo que ayudaba a estar más pendiente de lo que sucedía con su esposa.—Estás muy rara.Ella dejó de devorar una hamburguesa antes de voltear a verlo.Estaban juntos en el sofá, en la mansión. Ella había dicho que tenía hambre y él sólo quería pasar una noche de películas acurrucándola en su pecho y robándole besos.—¿Yo? ¿Rara? —dijo después de tragar—. Siempre lo he sido.—Ahora lo estás más. —Leonardo achicó los ojos sobre ella, estudiándola intensamente.—Ando muy... estresada. —
Era la sexta vez que Leonardo refunfuñaba y se pasaba las manos por la cara.Sexta vez que Alessa no le contestaba las llamadas.—Leo, tienes que tranquilizarte. —Ross estaba en una silla de la barra de la cocina mientras el moreno ocupaba otra y se veía más inquieto de lo normal.—Alessa ha pasado por muchas cosas, debe necesitar un momento a solas para pensar —explicó Sophia un tanto incómoda. Lo que sabía pesaba mucho sobre sus hombros a estas alturas—. Ya ves, así somos las mujeres.Carla, quien vino de visita por insistencia de la pelirroja, bebía un refresco, apoyada en la encimera. Ella y Ross finalmente formalizaron su relación. Los dos pasaban más tiempo en Europa, pero habían viajado hasta aquí juntos, sin pensarlo demasiado.—Y así es Alessa, toda impredecible —comentó ella.—¡Debería contestar al menos una vez! Estoy preocupado. —Leo no se tranquilizó—. Reynolds solo me dijo que la acompañaría a dar un paseo.—Se sabe cuidar, Leo. Reynolds también es un experto en su traba
Después de un lardo día y un viaje silencioso, Alessa cayó dormida en el asiento del copiloto.Cuando llegó a la mansión, Leonardo la llevó a su dormitorio.La cargó en sus brazos con suavidad y recibió ayuda de Carla para abrir la puerta.La colocó en la cama, evitando despertarla. Carla se retiró luego de despedirse y cerró la puerta para dejarlo a solas con su esposa. Se dio cuenta de que estaba bañada en sudor y tuvo la iniciativa de quitarle ese conjunto deportivo. Fue un poco complicado, porque era ajustado y le limitaba el hecho de que estaba más dormida que Ross viendo un partido de fútbol.Llenó un tazón de agua y consiguió una toalla en el baño. Regresó y se hizo un hueco junto a ella en la orilla de la cama después de humedecer la toalla. Paciente, fue limpiando el sudor de su piel. Sus movimientos eran sutiles para no asustarla en su sueño, desde sus muslos hasta su rostro.Leonardo no pudo evitar observar sus facciones. Alessa era hermosa y para él era más que eso. Mirarl
—Mamá... Ella refunfuñó, retorciéndose entre las sábanas. Todo era tan cómodo. Tan suave. —¿Mamá? Alessa abrió un ojo de mala gana. —¿Mami, me escuchas? ¿Estás despierta? Tía Sophia quiere que me vaya a dormir temprano, pero le dije que me dejaste hasta un poquito más tarde para compartir. La voz de un niño pelinegro y de ojos café (de unos cinco años) provenía de un lugar no muy lejano: la puerta de su habitación en la mansión. Alessa parpadeó adormilada ante la imagen delante de ella solo para medio asimilar lo que sucedía. El niño estaba señalando con uno de sus diminutos dedos a una mujer rubia muy ceñuda agarrando la mano de una mujer pelinegra muy elegante. —Es muy tarde para que estés despierto, chiquillo —aseveró Sophia. La mujer pelinegra muy elegante habló con un fuerte acento alemán: —No seas tan ruda con él, Soph. Sabes que se emociona cada vez que todos nos reunimos en la mansión. —La señora Humble, cuyo nombre era Rowena, le sonrió al niño—. Ve a darle un beso a
ALESSA SINCLAIR, PROVENIENTE DE Toronto, Canadá; una chica rondando los veintiún años de edad, con una cabellera roja peculiar y unos enigmáticos ojos color chocolate que, lejos de aburrir, llamaban la atención de cualquiera, al igual que su melena. Características resaltadas por una piel blanca como la nieve, y un carácter explosivo. En su país y ciudad natal, había sido contactada y solicitada para entrar al programa académico más exclusivo del continente, ubicado en Manhattan, donde sólo los estudiantes más destacados podrían tener la fortuna de contar con las herramientas necesarias para sacar a flote su talento y potencial en el mundo de los superdotados. Fue una de los tantos seleccionados. Debió dejar toda su vida en Toronto para llegar allí y asegurar su propio futuro profesional. Vivir en otro lugar, lejos de su única familia, le afectaba en ciertas medidas. Intentaba acostumbrarse, pero aún le quedaba mucho por aprender; o más bien, por controlar. Sólo llevaba tres años...
LA GOMA DE MASCAR explotaba por vez incontable fuera de los carnosos labios carmesí de la pelirroja desinteresada y distraída, escuchando canciones de rock, mientras sus ojos cafés derivaban de un lado a otro sin algún interés preciso dentro del ascensor. Los audífonos naranjas en sus oídos pasaban inadvertidos ante la profesora Meredith Sprout, la especialista en ingeniería industrial y guía del grupo de la canadiense ése día en Industrias Gold. Resultaba muy poco impresionante para ella burlar a los profesores. No por nada pertenecía a la Facultad de Jóvenes Prodigios de New York City.—Vamos. Vamos. Mantengan la fila —vociferaba la profesora Sprout, a la vez que movía sus brazos y el ruidoso grupo de jóvenes uniformados abandonaba el ascensor—. Vamos, chicos. Nos queda mucho por recorrer.Que ella fuese una genio, sin embargo, no la colocaba en la punta del ranking como estudiante ejemplar. No por calificaciones, la mayoría alcanzaban la perfección, sino por mala conducta