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o1: la fiera que andaba buscando

LA GOMA DE MASCAR explotaba por vez incontable fuera de los carnosos labios carmesí de la pelirroja desinteresada y distraída, escuchando canciones de rock, mientras sus ojos cafés derivaban de un lado a otro sin algún interés preciso dentro del ascensor. Los audífonos naranjas en sus oídos pasaban inadvertidos ante la profesora Meredith Sprout, la especialista en ingeniería industrial y guía del grupo de la canadiense ése día en Industrias Gold. Resultaba muy poco impresionante para ella burlar a los profesores. No por nada pertenecía a la Facultad de Jóvenes Prodigios de New York City.

—Vamos. Vamos. Mantengan la fila —vociferaba la profesora Sprout, a la vez que movía sus brazos y el ruidoso grupo de jóvenes uniformados abandonaba el ascensor—. Vamos, chicos. Nos queda mucho por recorrer.

Que ella fuese una genio, sin embargo, no la colocaba en la punta del ranking como estudiante ejemplar. No por calificaciones, la mayoría alcanzaban la perfección, sino por mala conducta y tendencia a incumplir los parámetros que le establecían. Alessa solía tener la costumbre, de alguna manera u otra, de meter las narices donde técnicamente no debía y todos le prohibían. Podría definirse como un acto inconsciente, una naturaleza irreversible de su personalidad, o genes. Por ende, cuando sus compañeros de clase salieron y ella no, ni se mortificó en preocuparse más de lo normal y pensó que no sería mala idea quedarse allí y ahorrarse las molestias de andar como un perrito faldero; para lo mucho que le gustaba —nótese el sarcasmo—.

Se cerraron las puertas mecánicas y la pelirroja bajó un poco la falda color índigo, pieza de un uniforme completado por una camisa blanca y una corbata a juego con la falda. No era en lo absoluto corta, la acción realmente era una mera manía suya desde niña. Odiaba las faldas. Recordó aquellas que quemaba cuando sus tías paternas quisquillosas le regalaban por montón, argumentando que con esas piernas tan bonitas era un delito no usarlas. ¡Como si las malditas piernas fueran de ellas! Que usaran faldas ellas si tanto les gustaban, ¡arriba los shorts y caso cerrado!

Se aflojó la corbata y, sin quitar la poética cara de aburrimiento subliminal, se enfurruñó en la esquina izquierda del cubículo minimalista en movimiento. Jugar un juego en su celular le sirvió perfecto para ignorar el sube y baja del aparato, y el entra y sale de las personas. Estaba tan quieta y callada que nadie se percató de su presencia; nadie, ni siquiera una de las mujeres de limpieza. O el niño «Mami, esto; mami, lo otro; mami, mami, ¡MAMI!...». Joder. Si la mujer no lo callaba, la pelirroja no dudaría en patearle el culo para que cerrara la boca. El niño era estresante y eso que hijo suyo no era. Bendita fuese la tolerancia de esa madre, si Alessa no servía ni para ponerle un gorrito a un bebé. La vez que lo intentó lo hizo miles de veces y esas miles de veces el bebé, desbordando en llanto, se lo sacaba y lo lanzaba con coraje al piso; y era su hermano menor de siete meses. Desde ese día, aceptó su inexistente capacidad materna. Los niños la odiaban.

"Sólo debes ser un poco más paciente" le había dicho su madre, Agatha Sinclair, mientras cargaba a su hermano menor Charlie.

Pero, ¡es que no tenía paciencia para niños! ¿Por qué no lo hacían sus hermanas, Oriana o June? Aunque June era una terca mientras Oriana tenía quince y tampoco quería niños. Tres hijas y ninguna con ganas de ser madre. Tal vez Charlie salvaría la familia.

Alessa recordaba esos momentos con su familia. Su padre era policía, su madre ama de casa. Sus dos hermanas menores eran un caso especial y ella era la temeraria sabelotodo que andaba de un riesgo en otro. El único normal de los hijos Sinclair era Charlie y porque era un bebé todavía, pensaba la pelirroja.

Un lote de ejecutivos subió al ascensor en uno de los pisos; tres más abajo, salieron, y unos científicos ocuparon su lugar. Alexia a ese punto había perdido por completo la noción del tiempo, concentrada en el Guitar Hero y en las notas de guitarra. Según la hora, calculaba que el recorrido de Sprout apenas y estaba terminando; le conocía bastante bien las costumbres a la mujer mayor.

El ascensor realizó otra parada en uno de las plantas superiores, cercanas a donde el propietario del edificio vivía. Dentro del ascensor, no había nadie más que la uniformada pelirroja, clavada en su celular y en la manía de explotar la goma de mascar. Fuera de éste, un hombre de traje se limitó a entrar y dejar que las puertas se cerraran. Con las manos en los bolsillos y el pie derecho golpeando inquietamente el suelo, el hombre de curioso tiró la vista hacia atrás y se dio el gusto de detallar a la distraída joven, muy hermosa; yendo desde su llamativa melena roja, hasta sus largas piernas. La chica misteriosa tenía rodillas delicadas, esbeltas; y la falda cayendo encima de ellas le encendía la curiosidad de saber lo que allí debajo escondía.

Miró al frente, frunciendo el ceño. Se colocó un par de gafas oscuras; no obstante, segundos después le ganaron esas ganas encendidas en su interior y volvió a verla. Esta vez, Alessa no fue inconsciente de los ojos intrigantes vagando por su cuerpo y se percató de ello. Lo atrapó en el acto.

—¿Qué? ¿Se te perdió una igual? —le preguntó a la defensiva, sorprendiendo al hombre con su osadía, no con el hecho de haber sido atrapado in fraganti, viéndola de más.

—La verdad, no, no eres nada de lo que suelo que ver muy seguido. —Él se encogió de hombros y la pelirroja resopló, desdeñosa.

—Entonces no me andes mirando —replicó, antipática, y siguió enfocada en su teléfono.

El hombre enarcó una ceja y sonrió de lado, una sonrisa que sólo él sabía dar.

—Linda, yo veo todo lo que me provoca ver.

La pelirroja volteó a mirarlo, casi sacándose el cuello; ojos cafés destilando el fuego abrasador de la rebeldía.

—¿Disculpa? —El timbre ácido sin ser oculto en su voz.

—Estás disculpada.

Alessa se enderezó como una fiera, ya sin los audífonos puestos, y fue a enfrentarlo sin titubear. Diferencia de altura había, mucha, además de que con ese uniforme probablemente perdía puntos de autoridad. M*****a falda. M*****a pinta de colegiala.

—¿Usted quién carajos se cree para darse esos aires de grandeza, eh? Que yo sea notablemente menor que tú, no te pone en la libertad de ver lo que quieras. —Ella le picó el pecho con el dedo índice, mientras él se limitaba a observarla con una extraña expresión—. Si a mí no me da la gana de que me mires, pues te jodes, cariño, ¡no lo haces! Así que anda a mirar a otra parte, jodido imbécil.

En ese preciso instante en que la joven terminó de hablar –o insultar mejor dicho– las puertas del ascensor se abrieron en el vestíbulo del edificio y una mujer la miró furiosa.

—¡Sinclair! —la llamó con las manos en la cintura, haciéndola rodar los ojos mentalmente. Ahí venía otra vez la cantaleta—. ¡¿Dónde estabas?!

Alessa pensaba responder, pero el hombre se adelantó a decir:

—Oh, disculpe, la encontré extraviada por allí y me tomé el atrevimiento de enseñarle una buena sección en uno de los pisos de laboratorios. Necesitaba que alguien lo viera y ella cayó de milagro. Y deseaba ser un buen anfitrión también.

¿Anfitrión? Alessa frunció el ceño, a la vez que su profesora abría los ojos de par en par y parecía entrar en shock.

—¡Oh por Dios! Lo lamento mucho, señor Gold.

El cerebro de Alessa trabajó más rápido de lo que ya trabajaba y estuvo a punto de desmayarse en pleno berenjenal. Su cara palideció, pero fue del terror. No sentía vergüenza, sino que realmente estaba preocupada. Ella no sabía quién era Leonardo Gold, nunca le importó conocer ni el rostro de ese personaje, ¡y ahora acababa de gritarle e insultarlo en su propiedad!

Ahora sí estás muerta, Sinclair. Con el naranja de uniforme serás oficialmente la zanahoria.

—Oh, no se preocupe, esta niña es una dulzura —alabó Leonardo, sonriente, y Alessa perdió el hilo de la situación, mirándolo como si acabase de perder la cabeza—. Tiene espíritu. ¿Son de la Facultad de Jóvenes súper dotados que Industrias Gold financia? —acotó, empujando a la chica fuera del ascensor, ya que estaba plantada y no mostraba intenciones de moverse.

—Sí, señor Gold —respondió Meredith—, son sus estudiantes.

Leonardo Gold sonrió de una manera que a la pelirroja estremeció. Él la miró de reojo.

—Qué bueno saberlo. —Palmeó el hombro de la muchacha, quien gruñó por lo bajo—. Ya me siento orgulloso.

—Son chicos talentosos —concordó la mujer castaña.

Alessa no sabía cómo reaccionar. Por un demonio, no entendía qué hacía Gold y cuáles eran sus motivos e intenciones. Estaba totalmente perdida y eso le enfadaba. Se limitó a mantener una postura neutra e ignorar al famoso multimillonario.

—Mejor nos vamos, profesora Sprout —comentó, alejándose del hombre de cabellos y ojos oscuros—. Ya es bastante tarde. Trataré de no perderme seguido.

—¡Probablemente falles en el intento, encanto! —Leonardo bromeó y Alessa no se dignó a mirarlo siquiera, sólo continuó su camino hacia la salida de la empresa.

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