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1. El macabro hallazgo

Asunción,  22 de Junio del 2000.—Sin perder el tiempo agradezco por la máquina Canon Typestar 110, un presente de parte de un viejo amigo, por lo que pude observar es del 89. Trabaja a electricidad, es bastante parecida a la que tenía en mi dependencia, pedí permiso para usarlo en mis tiempos libres en la pequeña biblioteca de la institución en donde permanezco recluido. Aunque no está permitido hicieron una excepción ya que era un ex colega.

Agradezco todo lo que están haciendo, aunque con la tinta y el papel solo hago que resuciten muchos miedos y sentimientos de añoranza, de culpa e impotencia. Si estuviese en mis manos volvería el tiempo atrás para abortar esa horrorosa misión. 

Ciertamente los barrotes son fríos y solitarios, como se relata en las películas de crimen. La vida aquí es insípida, la felicidad se ve a través de la ventana, pero no llega a impregnarnos con ella. Mi tiempo frente a la máquina son sagrados, luego del aseo, a las 05:00  p.m. me dan oportunidad de dirigirme a la biblioteca, tomé la mesa más alejada del lugar, en una esquina, ahí pienso y revivo los hechos. Nada más me dan una hora para contar lo que en realidad ocurrió aquellos nefastos días de incertidumbre, donde las horas no transcurrían, por culpa de la tupida copa de los árboles los días eran sombrías y las noches eran peores.

Los primeros días frente a la máquina fueron difíciles, creí que no iba a conseguir hacerlo. Al redactar algunas líneas encontraba trabas, algo no me dejaba seguir, la ideas se mezclaban, se alejaban de mí. Los centenares de libros donados que ostentaban la sala  y la poca iluminación influían en reavivar el miedo y la soledad. Aun siento que estoy preso en ese lugar, nada me da más temor que regresar ahí. Si el paraíso es un jardín, ese debe ser su antónimo.  

Todo comenzó una mañana fresca de invierno en Asunción, recuerdo que ese día las brizas eran como alfileres entrando en la piel, las nubes estaban próximas y en el noticiero reportaba precipitaciones. La tempestad se veía próxima y me producía ansiedad, me relamía los labios, me temblaba los dedos y los ojos. Quisiera tener mi cajeta de cigarrillos en mi bolsillo, pero no, los había tirado hace una semana, tenía intenciones de dejar aquel vicio, pero creo no resistir. Luego de algunos minutos el cielo se oscureció por completo, era un otoño bastante crudo. Los soplidos del temporal hacían retumbar todo a su paso, y con gotas intermitentes comienza la típica llovizna desafortunada que azota a la capital del país.

 Cavilando, intento recordar si estaba en esa silla vieja de hierro con espumas que me regalaron por mi ascenso, o frente a mi mesa inestable, aquella que rechinaba, ya que las uniones  no eran fuertes, le había platicado sobre esos detalles a los de mantenimiento, pero siempre me decían que no les alcanzaba los recursos para su cuidado. Lo que sí viene a mi memoria y con claridad era que sobre aquella arcaica mesa se encontraban una gran cantidad de casos que no pudieron ser resueltos y yo me encargaba de darles una segunda oportunidad. Luego de leerlos uno de ellos me llamó la atención uno en particular, era un acontecimiento tan extraordinario que pocas veces se presenta, la investigación no pudo encontrar a ningún culpable, pero las hipótesis que lo rodea poseen varias irregularidades. Las pesquisas eran insuficientes ante los brazos de la ley, y ante las mías, sentía que podía hacer más por ella.

 El caso sucedió en la localidad de Areguá, donde encontraron el cadáver de un joven.  El nombre del occiso era Roberto José Franco Martínez, de diecinueve años, caucásico de estatura promedia, fisonomía delgada quien cursaba el primer año de Ingeniería Industrial en la Universidad Nacional de Asunción. El mismo presentaba traumatismos en el tórax y en el cráneo, también tumores alrededor del globo ocular. Carecía de la extremidad inferior derecha. La piel estaba inflamada y casi irreconocible. Los órganos blandos estaban esparcidos gracias a la cirugía del abdomen provocada por algún objeto punzocortante. Lo sucedido iba más allá de la imaginación. El cuerpo ya estaba en proceso de descomposición, fue avistado por un poblador, quien volvía al centro de la ciudad a orillas de la carretera, encontró una mochila abandonada dentro de cercado del bosque, este poseía un cuaderno con los datos del desaparecido, quien ya se anunciaba su búsqueda por los medios radiales. El hombre llamó a la policía y comenzó la búsqueda. El lugar de la muerte fue dentro de las misteriosas y boscosas entrañas del Cerro Kõi, una reserva ambiental ubicada aproximadamente a 15 minutos del centro de Areguá, que es la capital del departamento Central. La reserva tiene una colina de unos 86 metros sobre el nivel del mar. Es bastante frondosa y presenta uno de los fenómenos mundiales más exquisitos que pudiera existir, son las formaciones de areniscas octagonales. Esta reserva cuenta con fauna reducida, con una flora abundante y prolífera. El bosque tiene una extensión de 27 hectáreas contando con el cerro Chororí que está ubicado a 1500 metros del Cerro Kõi.

Los familiares relatan que el día 10 de junio de 1999 a las 09:45 a.m. el joven tomó sus pertenencias y se dirigió a la facultad, desde ese entonces ya se desconocía el paradero de José. Comentan también que iniciaron la búsqueda a partir de las seis de la tarde horario en que suele retornar de la universidad. Tanto que por los nervios recurrieron a la policía para hacer la denuncia de extravío. Documento emitido el día jueves 10/06/1999 a las 07:32 p.m. Luego de la denuncia, los oficiales procedieron a la búsqueda hasta llegar a Bernardo Cáceres, amigo del desaparecido. El mismo testificó que el joven llegó a su domicilio el 10 de junio a las 10:30 a.m. aproximadamente tratando de convencerlo para acompañarlo a la reserva ambiental, este alega que rechazó la invitación y que el joven actuó con hostilidad tras recibir la negativa, gracias a esos datos se pudo tener una idea más clara y poder ingresar al bosque en busca del cuerpo. 

No fue difícil encontrar el cadáver, sino la audacia del homicida para no dejar rastros, no se hallaron pruebas o indicios de ninguna persona, el sujeto, quien encontró sus pertenencias fue llamado a testificar, tras dar mención de su parte fue liberado ya que no había nexo con la víctima. Recuerdo que, mientras leía el acta analizaba el actuar del victimario, y sacaba de conclusión que el asesino perdió por completo los estribos y que cruelmente despojó de su último aliento a un joven que tendría mucho por vivir o sufrir. 

La duda es, en caso de que no fuera un ser humano quien lo ultimó, qué animal voraz y sanguinario pudiera ocasionar tanto dolor y desesperación a sus víctimas indefensas que pecan en adentrarse en sus dominios. Sin embargo no presenciamos eso en el análisis forense. Proponen la autoría de un ser humano, lo cual no podemos descartar ni denegar la hipótesis, porque a sus alrededores no existían indicios de avistamiento de animales salvajes con las proporciones necesarias para cometer tal acto de descuartizar a su víctima. Enfocándonos en la posibilidad de que sea un hombre buscaríamos la razón que tuvo el asesino para asesinar al joven, buscaríamos el arma utilizado para el asesinato y en consecuencia a culpable de este horrible hecho.

Decidí salir a tomar aire, caminé en círculos en el balcón y suspirando traté de aclarar mis idea para reflexionar lo qué podría hacer para resolver el enigma que envuelve al caso. Agarré mi saco color gris, llevé mi canoso cabello para atrás con la más mínima fricción de mi guante caqui y me ubiqué bajo el corredor que da frente a la oficina, miré a mi alrededor y pensaba en pruebas contaminadas, no había nada para dar origen a una posible investigación, pero al ver el cuerpo en la fotografía produjo en mí una sensación de impotencia, pero a la vez ansiedad, ya que tenía una oportunidad de investigar el lugar, pero no sería fácil, iba a necesitar ayuda. Apoyé mis manos por la viga que sostiene el techo, con mis 1,85 de estatura no me fue difícil hacerlo. Miré detenidamente el tirante. Pensé en los hombres que serían capaces de cumplir a cabalidad con lo que necesitaría el trabajo. Mientras pensaba en las personas miraba el color de la madera del techo, era granate oscuro, aún la recuerdo, porque era del mismo tono, eso producía en mí una rara nostalgia ya que tenía cierta similitud con la viga de mi antiguo colegio. Meditando sobre la situación intenté distraerme de esa sensación de añoranza, pero la humedad se hizo presente junto con las gotas que caían. Fue inútil luchar con el pasado. 

***

 Cortó mi meditación el estruendo del techo de aluminio del estacionamiento que era impactado por el aguacero. Esas gotas se volvían cada vez más grandes tanto que producían charcos en un santiamén. Podía observar como las personas mojaban sus pantalones al pisar los charcos ya que estos corrían para tratar de resguardarse de la lluvia fastidiosa. El caos enervaba a los automovilistas tras el atasco en el tránsito. Las personas ubicadas en las banquinas corrían para refugiarse bajo los negocios y otros colmaban las paradas de buses para protegerse del temporal. Observando a la izquierda veía a los vendedores ambulantes tratando de proteger sus mercaderías poniéndolas dentro de bolsas de polietileno y corriendo a buscar refugio. No obstante rompió el silencio un relámpago que cayó con vigorosidad por el pararrayos de un edificio frente mío. 

***

Volví en sí luego de ser alcanzado por la robusta llovizna que ingresaba por el balcón de mi oficina y determiné el día y los recursos que necesitaría para ir al lugar del asesinato con el objetivo de descifrar lo sucedido. Pensé sin fluctuar en una vieja amiga, quien sirve en la Policía Nacional, en el área de criminología forense, me refiero a la oficial Cecilia Rodríguez, quien aparte de ser pulcra en su trabajo, tiene una capacidad de deducción increíble, y una percepción infalible para hallar pistas en las escenas del crimen y su puesto quedaba a metros del mío, realmente esperaba que pudiera participar en la investigación

Luego de ingresar a mi dependencia, organicé mis documentos, realicé algunas copias del documento para llevarlas conmigo y guardé los originales en un cajón bajo llave, antes de salir tomé una taza de café con chipa que había dejado olvidado en la mesa. Luego de comer algo cerré la oficina y bajé las escaleras hasta la planta baja, saludé al encargado de la recepción, Felipe Franco, quien se encarga de la seguridad del edificio, es un guardia privado de la empresa de seguridad privada Los Coyotes salí por la puerta principal y pude presenciar la función de luces en el cielo, que penetraban entre las nubes, caminé tres pasos y escuché una gran explosión, relamí los labios por preocupación, suspiré y pegué una galopada hasta el estacionamiento. Para poder resguardarme por un momento, del temporal y la lluvia. 

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