SANTIAGODías atrásEl silencio de la casa me golpea en cuanto cruzo la puerta. Demasiado grande, demasiado vacía. El eco de la discusión con Andrea en el hospital sigue presente en mi cabeza, como un martilleo constante. Aún puedo ver su rostro furioso, su mirada desafiante, el desprecio en sus palabras. Me paso una mano por el cabello y exhalo con frustración.Voy directo al estudio, buscando algo que me distraiga, pero en cuanto enciendo la luz, mis ojos caen sobre el sobre grueso sobre el escritorio.Los papeles del divorcio.Camino hacia ellos con un peso en el pecho que no entiendo. Los recojo y los abro con calma, hojeando cada página. Al llegar a la parte de la división de bienes, una sensación extraña me recorre. Andrea no pide nada. Ni un solo centavo. Ni siquiera acciones de mi empresa. Absolutamente nada.Frunzo el ceño. No es normal. No es lo que cualquier persona haría en su lugar. La Andrea que yo creía conocer nunca habría renunciado así. Siempre pensé que quería parte
El estruendo de los aplausos aún suena en mis oídos cuando bajo del escenario con pasos medidos. Mantengo una expresión neutral, imperturbable, pero por dentro, una tormenta se agita en mi pecho. La diferencia de puntuación entre Andrea y yo me pesa más de lo que quiero admitir. He sido superado. No solo en números, sino en presencia, en impacto. Y la persona que lo logró es nada más y nada menos que mi esposa.Los murmullos de los asistentes son una sinfonía de comentarios y felicitaciones. Algunos se acercan, me dan palmadas en la espalda, mencionan lo reñida que está la competencia. Otros intentan animarme con palabras vacías sobre el prestigio de mis logros y el respeto que inspiro.Pero todo me resbala; porque mi mente está en otro lado. En mi esposa.Con cada paso que doy entre los invitados, la observo en la periferia de mi visión. No debería, pero lo hago. Su postura erguida, la seguridad con la que se mueve entre los asistentes, la forma en que su sonrisa encantadora parece a
Mientras permanezco en el balcón, La brisa nocturna me golpea el rostro, pero no es suficiente para apagar el incendio que aún arde en mi interior. Mi pecho sube y baja con fuerza, como si intentara recuperar el aliento después de lo vivido. Ha sido el mejor beso, uno que todavía late en mi boca.Me llevo los dedos a los labios, recorriendo con la yema el rastro invisible de Andrea. Cierro los ojos por un segundo y, en la oscuridad tras mis párpados, la veo otra vez: su mirada encendida, su respiración entrecortada, la forma en que sus manos se aferraron a mi cuello antes de apartarse de golpe, como si hubiera despertado de un sueño prohibido.Un sueño del que no quería despertar.Sonrío con una mueca ladeada y me apoyo en la baranda, dejando que el aire frío intente enfriar algo que no puede enfriarse. No después de lo que pasó. Andrea no puede fingir que todo está muerto entre nosotros. No después de besarme así.Por más que lo intente, no puede engañarnos a los dos.Cuando estoy a
**LEONARDO**Desde el momento en que pisé Los Ángeles, supe que esta vez no iba a cometer los mismos errores del pasado. Miré el contrato frente a mí, deslizando los dedos por la firma de Andrea Rojas. Su caligrafía elegante, decidida, reflejaba perfectamente la mujer en la que se había convertido.—Otra vez estoy cerca de ella —murmuro para mí mismo, apoyándome en el respaldo de la silla mientras observo la ciudad a través del ventanal de mi departamento—. Pero esta vez, no dejare que te alejes.La emoción recorrió mi cuerpo cuando ella acepto este proyecto. Un orfanato, nada menos. Algo que representaba tanto para mí como lo será para ella, aunque aún no lo sepa. Pero junto con la emoción, también siento rabia. Rabia hacia mí mismo. Porque mientras yo me quede callado en el pasado, Santiago Benavides tuvo la oportunidad de casarse con ella.Esta noche, mientras la buscaba entre la multitud, intente convencerme de que lo que sentía por ella no debía interferir con nuestros negocios,
**ANDREA**Camino por el pasillo amplio y silencioso de nuestra casa, una mansión más grande de lo necesario, fría como nuestro matrimonio. Las paredes están decoradas con un minimalismo impersonal, como si alguien hubiese contratado a un decorador con la única instrucción de que eliminara cualquier rastro de calidez. Cada rincón parece gritar que aquí no hay lugar para mí, como si fuese una intrusa en mi propia vida.He sido la esposa invisible de Santiago Benavides durante tres años. Tres largos años en los que él apenas ha notado mi presencia. Desde el principio, nuestro matrimonio fue un acuerdo más que una unión. Dormimos en habitaciones separadas; las de él son amplias y lujosas, en cambio yo prefiero que las mías sean prácticas y sobre todo que estén apartadas. Él solo aparece para desayunar, y algunas noches duerme aquí, aunque nunca conmigo. En el fondo, esta casa es más su escondite que un hogar compartido. Lo veo tan poco que a veces me pregunto si realmente vivimos bajo el
Me despierto con la iluminación de un sorprendente sol que atraviesa las cortinas de mi habitación. El contraste con el cielo gris de la tormenta de ayer me recuerda que hoy todo parece más claro, más despejado, como mi mente y mi corazón. Una sensación de determinación se instala en mí mientras me incorporo y dirijo hacia el baño.El agua caliente del duchazo me envuelve, como si lavara no solo mi cuerpo sino también los restos de la angustia de la noche anterior. Mi mente repasa las decisiones que debo tomar. Hoy todo cambiará. Mientras me alisto, tomo mi teléfono y grabo un mensaje de voz para mi asistente:—Anastasia, informa que he vuelto de mis vacaciones. Quiero que todo esté listo para mi llegada esta mañana. Gracias.La respuesta llega minuto después:—Señorita Rojas, ya todo está preparado. El equipo está al tanto y esperan su llegada.Sonrío levemente al escucharla. Esa confirmación me llena de energía. Camino hacia mi armario, donde una variedad de trajes elegantes y sobri
**SANTIAGO**El dolor de cabeza es insoportable, como un tambor constante que no deja de resonar en mi mente. Anoche no dormí ni un segundo. Me quedé atrapado en mis pensamientos, girando en un remolino de arrepentimientos por decisiones pasadas, dudas que no tienen respuesta, y el futuro que intento construir pero que, en este momento, parece una figura borrosa en la distancia.Estoy sentado en el sillón de mi despacho, el lugar donde me desplomé esta mañana, vencido por el cansancio y el insomnio. Mis ojos arden, pero lo peor es este mareo que me invade cuando intento levantarme. Apoyo las manos en el escritorio, buscando estabilidad, pero no el encuentro ni en mi cuerpo ni en mi mente. Esta migraña no cede, como si fuera un castigo por todo lo que llevo acumulando dentro. Me dejo caer de nuevo en la silla, incapaz de ignorar el peso de mis propios pensamientos.Andrea. Su nombre me golpea como un eco en la cabeza. Desde que conocí a Andrea en la universidad, supe que había algo en
Llegué al hospital con el corazón acelerado, una mezcla de preocupación y cansancio reflejada en mi rostro. Me acerqué a recepción, donde una enfermera me recibió con una mirada profesional pero amable.—Buenas noches. Estoy buscando a la paciente Valeria Rojas —dije, tratando de sonar sereno, aunque mi voz traicionaba mi nerviosismo.La enfermera tecleó algo en su computadora y luego levantó la vista hacia mí.—¿Qué relación tiene con la paciente?Por un momento dudé. La palabra “pareja” se atascó en mi garganta, pero finalmente la pronuncié con firmeza.—Soy su pareja.La enfermera asintió, sin mostrar sorpresa alguna.—Se encuentra en el quinto piso, habitación 514.—Gracias.Me dirigí hacia el ascensor, sintiendo un nudo en el estómago. Mientras ascendía, mi mente no paraba de divagar. Pensaba en lo que encontraría al llegar, en si Valeria estaría bien, y también en cómo todo esto afectaba mi vida.Cuando llegué a la habitación, la encontré acostada, conectada a una intravenosa. S