Hicimos todo tipo de fotos y videos, aprovechando todos los rincones del estudio, tratando de graficar la elegancia, pulcritud y las caídas perfectas de la flamante ropa masculina de la casa Brown. Los modelos respondieron muy bien a nuestras exigencias y disfrutaron, además de la velada. Nos reímos mucho, hacíamos bromas para que ellos se relajaran, coqueteábamos también con ellos para que, como se dice popularmente, los chicos "se soltaran" al momento de las tomas. -Un hombre le dice a su amigo, "estoy furioso, los ladrones me robaron la puerta de mi casa", y el amigo sorprendido y perplejo, rascó sus pelos, rayos, tuviste que entrar por la ventana ja ja ja-, conté un chascarrillo y todos estallaron en ruidosas carcajadas, haciendo distendido el momento. Lo que queríamos, finalmente, es que los chicos lucieran relajados y lo habíamos conseguido en medio de las risotadas. Gaston Brown quedó contento con el encarte. Nos la pasamos trabajando todo el fin de semana haciendo los
Un nuevo crimen asoló el vecindario donde yo vivía. Un marido fue asesinado de la misma manera que mataron a Rudolph. Fue sorprendido en una esquina y ejecutado de tres disparos a mansalva por un sujeto embozado en una capucha oscura. Las imágenes captadas en las cámaras de vigilancia fueron espeluznantes y me hizo llorar mucho, pensando que así habían matado a mi esposo. El criminal apareció de repente de una esquina y le descerrajó los disparos sobre el infortunado padre de familia, matándolo en el acto. No le robó nada, tampoco. Simplemente lo mató y el tipo huyó del escenario del homicidio. Los peritos encontraron tan solo los tres casquillos del arma, calibre 38. Fui a la comisaría, de inmediato, pero Palacios no me recibió. Uno de sus oficiales me atajó en la puerta de la comandancia y me dijo que su jefe "estaba muy ocupado por el nuevo crimen" que se había producido y tenía en jaque a la ciudad. Me sentí frustrada. Yo estaba segura que el asesino era el mismo que habí
Palacios recién me atendió al día siguiente. Él me llamó a mi móvil. Yo estaba con Alondra en la imprenta, viendo y constatando el tiraje del catálogo que nos encargó el hipermercado, cuando de pronto zumbó mi celular. -Te espero hoy a las tres-, me dijo el jefe de la policía. Lo encontré, entonces, sirviéndose un café. -Hemos tenido un día muy intenso, Patricia-, me dijo confianzudo. Me senté en una silla confortable, crucé las piernas y arreglé mis pelos. Acomodé mi cartera en el regazo porque tenía una minifalda muy corta. -Hay una pista-, me anunció, finalmente, Palacios. Mi corazón empezó a tamborilear frenético en el pecho. Apreté los puños y junté los dientes. -Al tipo que mataron, Gudufredo Jaist, tenía muchas deudas en los casinos-, me dijo riendo irónico. -¿Casinos? Mi marido no apostaba-, me molesté. -Rudolph también tenía deudas-, me disparó sin clemencia, en medio del corazón. Eso no lo sabía. Rudolph apostaba en los casinos y yo ignoraba eso por co
La primera vez que fui a la playa con Rudolph, me sentí muy tonta y completamente turbada frente a tanta gente que había en la arena disfrutando del mar y de los rayos del Sol. ¿Se imaginan? Mi marido estaba muerto, era un fantasma y estábamos rodeados de cientos de personas aprovechando la frescura de las olas a esa hora del día. Rudolph en cambio estaba entusiasmado de reaparecer en el litoral. Siempre le encantó el mar. Cuando éramos novios solíamos ir en la noches a contemplar la Luna encendiendo sus luces sobre el agua, convirtiéndola en un lienzo de muchas luciérnagas jugueteando con su divino y mágico ondular. Nos besábamos mucho y yo soñaba siempre en castillos en el aire, en golondrinas de colores y en estrellas al alcance de mis manos, eclipsada a los labios varoniles de él que me dejaban completamente ebria de placer. Rudolph había llegado de noche a la casa, a eso de las once, y pro primera vez no se fue de mi lado. Cuando ya era de mañanita, se había puesto una berm
Rudolph salió al fin del mar y me tomó de la cintura. -Te amo, te amo mucho, Patricia-, me dijo y yo, encandilada, me colgué de su cuello y sin importarme el cacheteo de las olas, lo besé en la boca con desenfreno, muy febril y apasionada, feliz de tenerlo a mi lado, de poder disfrutar de ese momento entre las aguas, chapoteando dichosos, sucumbidos por nuestro profundo amor. -Está besando el aire-, descolgó su quijada un tipo viéndome besar a la nada, abrazada al vacío. -Pobrecita, le falta un tornillo a esa mujer tan bonita-, aceptó otro muchacho. -¿Tendrá delirios, será paranoica, ve fantasmas?-, preguntaba una mujer tratando de entenderme. Estuvimos buen rato disfrutando del mar, sumergiéndonos tomados de la mano, saltando por entre las olas, lanzándonos agua y al final, cansados, decidimos volver a la orilla, riéndonos, corriendo de prisa, sin soltar nuestros deditos atados en grandes nudos. Allí me encontré con la multitud que no dejaba de mirarme. Todos estaban embo
Si ir a la playa fue raro, más extraño resultó cuando fuimos a bailar, también a comer en un restaurante e incluso al cine. Rudolph había perdido, por completo, el miedo y quería pasarla bien conmigo, paseando, caminando, bailando y comiendo como si estuviera vivito y coleando. A mí no me importaba que la gente me miraba hablando sola, riéndome, celebrando o besando al aire. Yo era muy dichosa en los brazos de mi marido, disfrutando de sus labios y arder en el fuego que me provocaban sus caricias. Fuimos a bailar a un salsódromo. A mí me gusta mucho la salsa, me encanta menear las caderas, danzar con mucha cadencia y sentirme una palmera meneándome en forma constante y provocativa al compás de las melodías sabrosas y calientes de los ritmos tropicales. Con Rudolph, antes de casarnos, íbamos a bailar, siempre, los fines de semana. Esa vez me había puesto un vestido súper corto y estrecho que resaltaban mis curvas. Con Rudolph me sentía la mujer más sexy del mundo y quería, además
Otra noche fuimos a comer. -No puedes pedir nada o de lo contrario el mozo me tomará de loca-, le advertí a Rudolph, pero él ya tenía un buen plan. Fuimos a un restaurante exclusivo, muy elegante y distinguido en el centro de la ciudad. -Pide una gran porción de calamares-, me exigió él, cuando nos ubicamos en una pequeña mesa en un rincón tranquilo, rodeado de jarrones artísticos y plantas ornamentales. -No podré comerme tanto-, me molesté, pero él no me hizo caso. -Yo sí tengo mucha hambre-, estalló él en risotadas. Entonces pedí una gran porción de calamares, un vino, tostadas, y postre. -¿Está segura, señorita?-, se extrañó el mozo. -Por supuesto-, arrugué coqueta mi naricita. Mis risotadas llamaron la atención de los otros comensales. Pese a que estábamos en un rinconcito muy discreto, mis constantes risas por las bromas de Rudolph les llamó la atención a los otros clientes, también a los mozos. De repente, todos me miraban con atención, viendo mis ademanes, mis car
En la sala de cine me callaron tantas veces que ya ni recuerdo. Rudolph no dejaba de hablarme, contarme chistes, reírse de la película y hasta se sabía el argumento completo del film, sin haberlo visto jamás, y no me dejaba seguir el trama que estaba súper interesante. Lo peor es que todos los otros espectadores me veían hablando y riendo sola. Yo estaba azorada y más roja que un tomate ante tantas miradas indiscretas. -Todos me miran, Rudolph, deja de hablarme-, le suplicaba yo, pero él seguía con sus chistes interminables. -El colmo de un marinero es tener un mar de problemas ja ja ja-, decía y yo no podía contener las risas, me jalaba, incluso los pelos eufórica y los espectadores se volvían enojados a pedirme silencio y hasta pedían, a gritos, que de me desalojen de la sala. Al final, me acostumbré a todo eso. A las miradas, a los reclamos, a las burlas, al asombro y la perplejidad de la gente. Y empecé a disfrutarlo, porque, la verdad, yo estaba loca, loca, loca por Rudol