Palacios recién me atendió al día siguiente. Él me llamó a mi móvil. Yo estaba con Alondra en la imprenta, viendo y constatando el tiraje del catálogo que nos encargó el hipermercado, cuando de pronto zumbó mi celular. -Te espero hoy a las tres-, me dijo el jefe de la policía. Lo encontré, entonces, sirviéndose un café. -Hemos tenido un día muy intenso, Patricia-, me dijo confianzudo. Me senté en una silla confortable, crucé las piernas y arreglé mis pelos. Acomodé mi cartera en el regazo porque tenía una minifalda muy corta. -Hay una pista-, me anunció, finalmente, Palacios. Mi corazón empezó a tamborilear frenético en el pecho. Apreté los puños y junté los dientes. -Al tipo que mataron, Gudufredo Jaist, tenía muchas deudas en los casinos-, me dijo riendo irónico. -¿Casinos? Mi marido no apostaba-, me molesté. -Rudolph también tenía deudas-, me disparó sin clemencia, en medio del corazón. Eso no lo sabía. Rudolph apostaba en los casinos y yo ignoraba eso por co
La primera vez que fui a la playa con Rudolph, me sentí muy tonta y completamente turbada frente a tanta gente que había en la arena disfrutando del mar y de los rayos del Sol. ¿Se imaginan? Mi marido estaba muerto, era un fantasma y estábamos rodeados de cientos de personas aprovechando la frescura de las olas a esa hora del día. Rudolph en cambio estaba entusiasmado de reaparecer en el litoral. Siempre le encantó el mar. Cuando éramos novios solíamos ir en la noches a contemplar la Luna encendiendo sus luces sobre el agua, convirtiéndola en un lienzo de muchas luciérnagas jugueteando con su divino y mágico ondular. Nos besábamos mucho y yo soñaba siempre en castillos en el aire, en golondrinas de colores y en estrellas al alcance de mis manos, eclipsada a los labios varoniles de él que me dejaban completamente ebria de placer. Rudolph había llegado de noche a la casa, a eso de las once, y pro primera vez no se fue de mi lado. Cuando ya era de mañanita, se había puesto una berm
Rudolph salió al fin del mar y me tomó de la cintura. -Te amo, te amo mucho, Patricia-, me dijo y yo, encandilada, me colgué de su cuello y sin importarme el cacheteo de las olas, lo besé en la boca con desenfreno, muy febril y apasionada, feliz de tenerlo a mi lado, de poder disfrutar de ese momento entre las aguas, chapoteando dichosos, sucumbidos por nuestro profundo amor. -Está besando el aire-, descolgó su quijada un tipo viéndome besar a la nada, abrazada al vacío. -Pobrecita, le falta un tornillo a esa mujer tan bonita-, aceptó otro muchacho. -¿Tendrá delirios, será paranoica, ve fantasmas?-, preguntaba una mujer tratando de entenderme. Estuvimos buen rato disfrutando del mar, sumergiéndonos tomados de la mano, saltando por entre las olas, lanzándonos agua y al final, cansados, decidimos volver a la orilla, riéndonos, corriendo de prisa, sin soltar nuestros deditos atados en grandes nudos. Allí me encontré con la multitud que no dejaba de mirarme. Todos estaban embo
Si ir a la playa fue raro, más extraño resultó cuando fuimos a bailar, también a comer en un restaurante e incluso al cine. Rudolph había perdido, por completo, el miedo y quería pasarla bien conmigo, paseando, caminando, bailando y comiendo como si estuviera vivito y coleando. A mí no me importaba que la gente me miraba hablando sola, riéndome, celebrando o besando al aire. Yo era muy dichosa en los brazos de mi marido, disfrutando de sus labios y arder en el fuego que me provocaban sus caricias. Fuimos a bailar a un salsódromo. A mí me gusta mucho la salsa, me encanta menear las caderas, danzar con mucha cadencia y sentirme una palmera meneándome en forma constante y provocativa al compás de las melodías sabrosas y calientes de los ritmos tropicales. Con Rudolph, antes de casarnos, íbamos a bailar, siempre, los fines de semana. Esa vez me había puesto un vestido súper corto y estrecho que resaltaban mis curvas. Con Rudolph me sentía la mujer más sexy del mundo y quería, además
Otra noche fuimos a comer. -No puedes pedir nada o de lo contrario el mozo me tomará de loca-, le advertí a Rudolph, pero él ya tenía un buen plan. Fuimos a un restaurante exclusivo, muy elegante y distinguido en el centro de la ciudad. -Pide una gran porción de calamares-, me exigió él, cuando nos ubicamos en una pequeña mesa en un rincón tranquilo, rodeado de jarrones artísticos y plantas ornamentales. -No podré comerme tanto-, me molesté, pero él no me hizo caso. -Yo sí tengo mucha hambre-, estalló él en risotadas. Entonces pedí una gran porción de calamares, un vino, tostadas, y postre. -¿Está segura, señorita?-, se extrañó el mozo. -Por supuesto-, arrugué coqueta mi naricita. Mis risotadas llamaron la atención de los otros comensales. Pese a que estábamos en un rinconcito muy discreto, mis constantes risas por las bromas de Rudolph les llamó la atención a los otros clientes, también a los mozos. De repente, todos me miraban con atención, viendo mis ademanes, mis car
En la sala de cine me callaron tantas veces que ya ni recuerdo. Rudolph no dejaba de hablarme, contarme chistes, reírse de la película y hasta se sabía el argumento completo del film, sin haberlo visto jamás, y no me dejaba seguir el trama que estaba súper interesante. Lo peor es que todos los otros espectadores me veían hablando y riendo sola. Yo estaba azorada y más roja que un tomate ante tantas miradas indiscretas. -Todos me miran, Rudolph, deja de hablarme-, le suplicaba yo, pero él seguía con sus chistes interminables. -El colmo de un marinero es tener un mar de problemas ja ja ja-, decía y yo no podía contener las risas, me jalaba, incluso los pelos eufórica y los espectadores se volvían enojados a pedirme silencio y hasta pedían, a gritos, que de me desalojen de la sala. Al final, me acostumbré a todo eso. A las miradas, a los reclamos, a las burlas, al asombro y la perplejidad de la gente. Y empecé a disfrutarlo, porque, la verdad, yo estaba loca, loca, loca por Rudol
Un tercer crimen muy parecido al que le costó la vida a mi marido, ocurrió un sábado por la noche alterando, otra vez, la calma en la ciudad. Esta vez fue un tipo malvado, que le pegaba a su novia y estaba involucrado a robos y la venta de estupefacientes. Le dispararon tres veces en la cabeza en una esquina oscura, aprovechando que no habían cámaras de vigilancia. No le robaron nada al tipo, simplemente lo mataron. Palacios, el jefe de policía, me dijo que se trataba de un ajuste de cuentas. Cuando escuché la información en el noticiero de la televisión, el domingo por la mañana lo llamé de inmediato. -¡¡¡Es un asesino en serie!!!-, le dije. -No creo, señorita Pölöskei, parece ser un ajuste de cuentas. El tipo ese estaba vinculado a la venta de fármacos prohibidos-, intentó desanimarme Palacios. Como era domingo, fui a recorrer el sitio del crimen. Los forenses ya se habían llevado el cuerpo y los peritos terminaban de recoger las evidencias. Era una esquina lúgubre, muy osc
Rudolph se marchó apenas terminamos de hacer las fotos y los videos, dándome un besote en la boca que me estremeció hasta el último de mis sentidos. -¡¡¡Gracias muchachos!!! ¡¡¡Los espero mañana en la oficina para sus pagos!!!-, estaba muy festiva Alondra. Todo había salido a la perfección y de maravillas, mucho mejor de lo que esperábamos. Mientras guardábamos nuestros equipos, Sebas se me acercó. -Cada día estás más hermosa, Patricia-, me dijo, de frente. Me puse roja como un tomate, pensando que Rudolph aún seguía merodeando por allí. -Eres muy gentil-, intenté ser diplomática. -Las invito a almorzar, chicas-, se alzó entonces, Sebastián, inflando su pecho, obviamente con la intención de tenerme cerca. -¡¡¡Me muero de hambre!!!-, dijo eufórica Alondra cuando terminamos de embalar todos los equipos y lo dejamos en la camioneta. Yo me negué. -Voy mejor a la oficina a avanzar con la edición-, anuncié, pero mi amiga me jaló del brazo. -Ya habrá tiempo para eso, ahora vamos a