Capítulo 4

La sirvienta Liora había intentado una vez más ofrecerle comida, pero Calia se había negado con un gesto firme de la mano. No tenía hambre. Lo que sentía era un vacío, uno mucho más grande que cualquier hambre física. Se sentó en el borde de la cama de dosel, su cuerpo tenso, aún cubierto con el vestido blanco que le habían colocado. Los bordes de la prenda rozaban el suelo, pero el frío de la habitación era como un abrazo gélido que la hacía sentir más sola que nunca.

A través de la ventana cerrada, escuchaba el ruido del viento, como si la propia casa estuviera susurrando promesas de desesperación. El pensamiento de la oscuridad fuera de esos muros le daba escalofríos, y dentro de la habitación solo había un silencio profundo que la envolvía.

En sus manos apretaba con fuerza el medallón que había llevado consigo desde su infancia, un regalo de su madre. Al mirarlo, Calia pensaba en su vida antes de que todo esto sucediera: antes de que Aleckey llegara, antes de que su mundo fuera alterado por su encuentro con él, antes de que su destino cambiara de una manera que nunca imaginó.

Desde su llegada, había sido tratado con una mezcla de reverencia y temor. El lugar parecía estar lleno de susurros sobre su "destino", sobre lo que se esperaba de ella, pero Calia no quería saber nada de todo eso. No estaba dispuesta a rendirse ante la voluntad de un hombre que la veía como una posesión.

La puerta se abrió con un crujido suave, y Liora entró con un cuenco de sopa caliente en las manos, su mirada baja, el rostro sombrío.

—Mi señora, por favor, solo un poco. Lo necesita para mantener la fuerza—insistió, acercándose lentamente.

Calia levantó la vista, pero sus ojos no se suavizaron.

—No tengo hambre —dijo con voz baja, pero firme, el eco de sus palabras reverberando en el aire de la habitación. No podía entender cómo todos podían ser tan complacientes con su ella. ¿Cómo podía ella rendirse tan fácilmente? Pensaba la monja.

—Mi señora… —comenzó Liora, pero fue interrumpida por Calia, que se levantó de la cama con una rapidez casi inhumana.

—No soy su señora, ni luna. No lo soy —dijo con amargura, sus ojos fijos en el rostro de la sirvienta.

Liora parecía confundida, pero no se atrevió a desafiarla.

—Solo... solo quiero que esté bien.

—Déjame en paz —replicó Calia, la ira que sentía por la situación a punto de desbordarse. Liora se retiró lentamente, dejando la sopa sobre la mesa junto a la ventana. A medida que la sirvienta se retiraba, Calia se acercó a la ventana y miró el horizonte oscuro, mientras comenzaba a murmurar una oración en voz baja. La fe que aún conservaba era todo lo que le quedaba. A pesar de todo lo que sucedió, esa chispa de esperanza seguía viva dentro de ella, aunque fuera solo un susurro.

—Dios, si estás escuchando, por favor, líbrame de este destino. No soy una reina, no soy su luna. Por favor, no me dejes caer tan bajo. Te lo ruego, mi señor.

El viento soplaba con fuerza, pero sus palabras parecían perderse en la oscuridad, sin respuesta.

(…)

Calia no había probado bocado, ni había pegado un ojo desde que la dejaron sola. Su corazón latía con una ansiedad constante, su cuerpo en un estado de alerta que no podía apagar.

Un ruido la hizo incorporarse de golpe. La puerta se abrió con un crujido y una figura imponente llenó el umbral. Aleckey.

Llevaba solo unos pantalones oscuros y su torso desnudo revelaba la fuerza contenida en sus músculos. Su cabello rojo caía desordenado sobre sus fuertes hombros, y sus ojos brillaban con una intensidad dorada, propia de un lobo en el borde de su instinto.

—No has comido —dijo con voz grave, cerrando la puerta detrás de él. Calia no respondió. Mantuvo la mirada fija en él, su expresión tensa, Aleckey avanzó con lentitud, como un depredador acechando a su presa. —No puedes rechazar tu destino, Calia. Eres mi luna —gruñó.

Ella sintió un escalofrío recorrer su espalda cuando este dijo su nombre que ni siquiera ella le había dicho y que tampoco quería averiguar como él lo sabía.

—No soy tuya.

Él soltó una risa baja, sin humor.

—Tu cuerpo dice lo contrario. Lo sientes, ¿no? La llamada —le dijo a lo que Calia cerró los puños. Había algo en el aire, algo que agitaba su sangre, que hacía que su piel ardiera bajo su mirada. Pero se negaba a aceptar lo que significaba. Se negaba a ceder ante él. Aleckey alargó la mano hacia ella, rozando su mejilla con los nudillos. —No pelees contra esto.

Ella se apartó con brusquedad.

—No me toques —soltó con frialdad hacia el lobo.

El lobo en él rugió de frustración, y sus ojos brillaron con un destello peligroso. Pero en lugar de insistir, dio un paso atrás, respirando hondo. Se frotó el rostro con una mano, tratando de contenerse, no podía dejarse dominar por sus instintos o por su bestia que insiste en tomarla.

—Eres testaruda —murmuró, con una sonrisa ladeada. —Pero no me rendiré.

—No quiero que luches por mí. Quiero que me dejes ir —le dijo con su ceño fruncido.

Aleckey la observó en silencio por un largo momento. Luego, sin decir otra palabra, giró sobre sus talones y salió de la habitación, cerrando la puerta con un golpe seco.

Calia se dejó caer sobre la cama, su respiración entrecortada, su corazón desbocado. Sabía que esta batalla estaba lejos de terminar. Y temía que, con cada encuentro, su voluntad se volviera más débil.

Esa noche, no durmió. Se quedó despierta, sintiendo la presencia de Aleckey más allá de la puerta, su sombra acechándola incluso en la distancia.

El aire estaba cargado de algo que no entendía del todo. Y por primera vez, tuvo miedo de sí misma, de lo que podría llegar a sentir si permitía que su voluntad flaqueara.

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