La sirvienta Liora había intentado una vez más ofrecerle comida, pero Calia se había negado con un gesto firme de la mano. No tenía hambre. Lo que sentía era un vacío, uno mucho más grande que cualquier hambre física. Se sentó en el borde de la cama de dosel, su cuerpo tenso, aún cubierto con el vestido blanco que le habían colocado. Los bordes de la prenda rozaban el suelo, pero el frío de la habitación era como un abrazo gélido que la hacía sentir más sola que nunca.
A través de la ventana cerrada, escuchaba el ruido del viento, como si la propia casa estuviera susurrando promesas de desesperación. El pensamiento de la oscuridad fuera de esos muros le daba escalofríos, y dentro de la habitación solo había un silencio profundo que la envolvía.
En sus manos apretaba con fuerza el medallón que había llevado consigo desde su infancia, un regalo de su madre. Al mirarlo, Calia pensaba en su vida antes de que todo esto sucediera: antes de que Aleckey llegara, antes de que su mundo fuera alterado por su encuentro con él, antes de que su destino cambiara de una manera que nunca imaginó.
Desde su llegada, había sido tratado con una mezcla de reverencia y temor. El lugar parecía estar lleno de susurros sobre su "destino", sobre lo que se esperaba de ella, pero Calia no quería saber nada de todo eso. No estaba dispuesta a rendirse ante la voluntad de un hombre que la veía como una posesión.
La puerta se abrió con un crujido suave, y Liora entró con un cuenco de sopa caliente en las manos, su mirada baja, el rostro sombrío.
—Mi señora, por favor, solo un poco. Lo necesita para mantener la fuerza—insistió, acercándose lentamente.
Calia levantó la vista, pero sus ojos no se suavizaron.
—No tengo hambre —dijo con voz baja, pero firme, el eco de sus palabras reverberando en el aire de la habitación. No podía entender cómo todos podían ser tan complacientes con su ella. ¿Cómo podía ella rendirse tan fácilmente? Pensaba la monja.
—Mi señora… —comenzó Liora, pero fue interrumpida por Calia, que se levantó de la cama con una rapidez casi inhumana.
—No soy su señora, ni luna. No lo soy —dijo con amargura, sus ojos fijos en el rostro de la sirvienta.
Liora parecía confundida, pero no se atrevió a desafiarla.
—Solo... solo quiero que esté bien.
—Déjame en paz —replicó Calia, la ira que sentía por la situación a punto de desbordarse. Liora se retiró lentamente, dejando la sopa sobre la mesa junto a la ventana. A medida que la sirvienta se retiraba, Calia se acercó a la ventana y miró el horizonte oscuro, mientras comenzaba a murmurar una oración en voz baja. La fe que aún conservaba era todo lo que le quedaba. A pesar de todo lo que sucedió, esa chispa de esperanza seguía viva dentro de ella, aunque fuera solo un susurro.
—Dios, si estás escuchando, por favor, líbrame de este destino. No soy una reina, no soy su luna. Por favor, no me dejes caer tan bajo. Te lo ruego, mi señor.
El viento soplaba con fuerza, pero sus palabras parecían perderse en la oscuridad, sin respuesta.
(…)
Calia no había probado bocado, ni había pegado un ojo desde que la dejaron sola. Su corazón latía con una ansiedad constante, su cuerpo en un estado de alerta que no podía apagar.
Un ruido la hizo incorporarse de golpe. La puerta se abrió con un crujido y una figura imponente llenó el umbral. Aleckey.
Llevaba solo unos pantalones oscuros y su torso desnudo revelaba la fuerza contenida en sus músculos. Su cabello rojo caía desordenado sobre sus fuertes hombros, y sus ojos brillaban con una intensidad dorada, propia de un lobo en el borde de su instinto.
—No has comido —dijo con voz grave, cerrando la puerta detrás de él. Calia no respondió. Mantuvo la mirada fija en él, su expresión tensa, Aleckey avanzó con lentitud, como un depredador acechando a su presa. —No puedes rechazar tu destino, Calia. Eres mi luna —gruñó.
Ella sintió un escalofrío recorrer su espalda cuando este dijo su nombre que ni siquiera ella le había dicho y que tampoco quería averiguar como él lo sabía.
—No soy tuya.
Él soltó una risa baja, sin humor.
—Tu cuerpo dice lo contrario. Lo sientes, ¿no? La llamada —le dijo a lo que Calia cerró los puños. Había algo en el aire, algo que agitaba su sangre, que hacía que su piel ardiera bajo su mirada. Pero se negaba a aceptar lo que significaba. Se negaba a ceder ante él. Aleckey alargó la mano hacia ella, rozando su mejilla con los nudillos. —No pelees contra esto.
Ella se apartó con brusquedad.
—No me toques —soltó con frialdad hacia el lobo.
El lobo en él rugió de frustración, y sus ojos brillaron con un destello peligroso. Pero en lugar de insistir, dio un paso atrás, respirando hondo. Se frotó el rostro con una mano, tratando de contenerse, no podía dejarse dominar por sus instintos o por su bestia que insiste en tomarla.
—Eres testaruda —murmuró, con una sonrisa ladeada. —Pero no me rendiré.
—No quiero que luches por mí. Quiero que me dejes ir —le dijo con su ceño fruncido.
Aleckey la observó en silencio por un largo momento. Luego, sin decir otra palabra, giró sobre sus talones y salió de la habitación, cerrando la puerta con un golpe seco.
Calia se dejó caer sobre la cama, su respiración entrecortada, su corazón desbocado. Sabía que esta batalla estaba lejos de terminar. Y temía que, con cada encuentro, su voluntad se volviera más débil.
Esa noche, no durmió. Se quedó despierta, sintiendo la presencia de Aleckey más allá de la puerta, su sombra acechándola incluso en la distancia.
El aire estaba cargado de algo que no entendía del todo. Y por primera vez, tuvo miedo de sí misma, de lo que podría llegar a sentir si permitía que su voluntad flaqueara.
El alfa despertó con malhumor, se vistió y fue informado por su beta que todo el consejo se había reunido sin avisarles antes, ya Aleckey se imaginaba los motivos de esa reunión tan repentina y sin siquiera él autorizarla.La noticia de que su rey alfa había llevado a una humana como su luna se esparcía rápidamente, y la reacción no había sido de agrado general. Los lobos más viejos, los consejeros y los guerreros de mayor rango se mostraban inquietos. Para ellos, el vínculo entre un alfa y su compañera debía ser fuerte, nacido del linaje de la manada, no una unión con una simple humana.Aleckey lo sabía. Desde el momento en que la llevó a su hogar, supo que enfrentaría resistencia. Pero no esperaba que los desafíos llegaran tan pronto.La gran sala de la mansión estaba repleta cuando Aleckey entró. El consejo de ancianos se había reunido en su ausencia y la tensión era palpable. Algunos se pusieron de pie en cuanto lo vieron, inclinando la cabeza con respeto, pero otros lo miraron con
El plan ya estaba en su mente. Calia espero que cayera la noche, no se durmió, pero esta vez acepto lo que trajeron para la cena los sirvientes a su habitación.Con el corazón latiéndole con fuerza, se deslizó fuera de la cama, y luego se deslizo fuera de la habitación manteniéndose entre las sombras, ya que nadie se dignaba a ponerle seguro a su puerta. El frío de la madrugada le calaba los huesos, pero no se detuvo. Sus pies descalzos apenas hacían ruido sobre el suelo frío. Alcanzó a vislumbrar las escaleras que daban al piso inferior. La libertad estaba a pocos pasos, pensaba Calia.Su cuello ardía, recordándole la marca de la mordida de Aleckey, pero no era tiempo para pensar en eso.Cuando bajo las escaleras acelero sus pasos hacia la puerta y justo en el momento que se dispuso a salir y pensó que lo había logrado, una sombra se interpuso en su camino fuera de la casa. Un gruñido bajo retumbó en el aire.Aleckey.El alfa estaba frente a ella, en su forma humana, con los ojos ard
El sonido de los cuernos de guerra resonó en la noche, arrancando a Calia de su ensimismamiento. Desde su prisión como ella le llamaba, escuchó el estruendo de botas apresuradas y gruñidos que anunciaban el caos en la ciudad. Se puso de pie de un salto y corrió hacia la ventana, intentando vislumbrar lo que ocurría. El patio estaba sumido en llamas. Sombras feroces se movían entre el fuego y los destellos de lobos lanzándose sobre hombres en un combate sangriento que se libraba. La puerta de su habitación se abrió de golpe y un soldado entró a toda prisa. —Mi señora, la ciudad está bajo ataque. Debemos llevarla a un lugar seguro. Pero antes de que pudiera moverse, otro cuerpo impactó contra el soldado, derribándolo. Aleckey apareció, con la mirada oscurecida por la furia y el rostro manchado de sangre enemiga. —Nadie la toca —gruñó con voz gutural. El soldado tembló antes de asentir y salir de la habitación a toda prisa. Aleckey se giró hacia Calia y la tomó del brazo con firmeza.
Simón sacando sus colmillos, Calia soltó un grito horrorizada. Antes de que ellos si quiera llegaran a tocarle un pelo, un lobo rojizo ingreso por esa ventana que antes tenía barras de hierro y que por arte de magia habían desaparecido. El enorme animal abrió sus fauces tan grande que arranco la cabeza de Simón y el cuerpo se desplomo inerte a los pies de la monja que libero un grito de horror. El compañero del vampiro salto sobre el animal y el espacio tan reducido solo favorecía al atacante que logro herir a Aleckey con sus uñas y colmillos. El lobo aulló adolorido, pero siguió peleando hasta derribar al sujeto, le enterró sus enormes garras en el pecho abriéndolo y despedazando al chupa sangre. La respiración del lobo rojizo era agitada, poso sus ojos dorados en Calia antes de desplomarse y poco a poco dándole pasó al humano. Desnudo y con el cuerpo manchado de un líquido más rojo que su cabello, Aleckey se puso de pie como pudo con heridas sangrantes. —¿Te hicieron daño? —inte
Calor… mucho calor sentía Calia, eso la llevo a despertar sudada y sofocada. Sentía que se encontraba en la misma braza del infierno, se movió intentando salir de las llamas que la mantienen prisionera. Se detuvo al escuchar el pesado gruñido animal detrás de su oreja que erizo la piel de su nuca y luego como eso detrás de ella la apretaba más a él. —¡Suéltame! —gritó colérica de rabia, Aleckey volvió a gruñirle molesto. —¿No puedes despertarme como una buena luna? —Interrogó aflojando pesadamente su agarre en la cintura de Calia que se salió de sus brazos y se sentó de golpe en la cama para fulminarlo con la mirada—. Supongo que eso es un no —respondió estirándose en la cama con mucha pereza. —Eres un demonio impío, aprovechado —reprendió. —Esa es nueva, aprovechado —dijo con diversión mirándola bajo esas pestañas rojizas. —¡Maldito, demonio! ¡El señor te condene al infierno! —se lanzó contra este para golpearlo, pero el alfa es mucho más rápido y la sujeto de los brazos para lu
Un dolor recorre el cuello de Calia al momento de despertar, se quedó quieta. No reconoce nada en medio de la poca luz de la tarde que hay en el aposento hasta que se inclina con cuidado reconociendo la habitación de Aleckey. Su mirada se detuvo en el mencionado que se encontraba apoyado en la ventana vistiendo solo un pantalón y su torso desnudo. —¿Por qué otra vez? —interrogó con sus ojos llenos de lágrimas, él se giró a mirarla por un breve instante. —Ebert está muy molesto por tu rechazo constante —la monja no entendía a quién se refería—. Es como otra persona que vive dentro de mi o más bien en mi cabeza. Ya lo has visto, el lobo rojizo —dijo volviendo a mirar por la ventana—. Trato de controlarlo lo más que puedo, pero en estos trecientos doce años de mi vida, no he logrado hacerlo… es muy poderoso —añadió. —No pertenezco a tu mundo —es lo único que susurró. —¿Qué otro mundo existe, Calia? —Interrogó diciendo su nombre por segunda vez con mucha delicadeza—. Tu especie está c
—Dimitri —gruñó Aleckey, su voz impregnada de desprecio. —¿Quién es ese? —interrogó Calia mirando la tensión en las facciones de Aleckey. —Antes un poderoso aliado mío, pero ahora un enemigo público —es la única explicación que da y Calia solo pudo suponer que ahora ese hombre estaba en su contra porque ella era su mate. Aleckey se volvió hacia ella con una mirada sombría. —Quédate aquí. No salgas bajo ninguna circunstancia —ordenó, pero Calia negó con la cabeza. —Si esto tiene que ver conmigo, tengo derecho a estar ahí. Aleckey la fulminó con la mirada, pero al final no perdió tiempo discutiendo. Salió de la habitación y bajó por las escaleras hasta el gran salón, donde ya varios miembros de su manada se habían reunido. El fuego ardía en la gran chimenea, iluminando los rostros tensos de los lobos que esperaban a su alfa. Entre ellos se encontraba, Taylor. Cuando Aleckey salió al patio, la lluvia empapó de inmediato su pantalón, pero él no se inmutó. Dimitri lo esperaba en el
Cuando el primer rayo de sol se filtró por las cortinas, Aleckey gruñó en su inconsciencia y sus dedos se apretaron levemente alrededor de los de Calia. Su respiración se hizo más profunda y, con un leve gemido de molestia, sus ojos finalmente se abrieron. Parpadeó varias veces, desorientado, hasta que su mirada se posó en ella. —Calia —su voz era rasposa, cargada de agotamiento. —No hables —lo reprendió suavemente—. Necesitas descansar. Él intentó incorporarse, pero el dolor lo obligó a quedarse quieto. Sus labios se torcieron en una mueca de frustración. —¿Acaso piensas dejarme morir? —interrogó con molestia a Ebert. —Ella está a nuestro lado solo cuando estamos heridos —dijo como si esa fuera razón más que suficiente para no sanar a Aleckey. —¿Cuánto tiempo estuve inconsciente? —Desde anoche. Apenas has dormido unas horas —respondió ella, sin soltar su mano. Aleckey la estudió en silencio. Sus ojos recorrieron su rostro, deteniéndose en la sombra de preocupación que oscurec