Capítulo 3

El trayecto fue largo y agotador. La velocidad de los lobos era sobrehumana, saltando entre árboles y cruzando arroyos sin esfuerzo alguno. Calia sintió que el aire helado cortaba su piel mientras las sombras del bosque parecían alargarse a su alrededor. Nunca en su vida había estado tan lejos del convento y la incertidumbre comenzaba a devorarla por dentro.

Después de varias horas de viaje, la manada se detuvo en un claro donde la luz del sol se filtraba entre los árboles. Aleckey se inclinó levemente para que ella pudiera bajar, pero Calia se quedó inmóvil. No confiaba en él ni en los otros lobos que la rodeaban.

Baja, monjita —ordenó Aleckey en su forma de lobo, su voz resonando en su mente como un vil demonio.

—¡No soy tuya, demonio impío! —respondió ella con furia.

En un movimiento rápido, Aleckey volvió a su forma humana, sus manos firmes sosteniéndola por la cintura. Sus cuerpos quedaron peligrosamente cerca. Calia sintió el calor que irradiaba su piel desnuda y su corazón se aceleró.

—Ya eres mía —murmuró él, inclinándose lo suficiente para que su aliento cálido rozara su oído—. Lo quieras o no.

Calia lo empujó con todas sus fuerzas y retrocedió varios pasos, respirando agitadamente. Aleckey sonrió con diversión antes de alejarse para hablar con algunos de los lobos.

Aprovechando la distracción, Calia giró sobre sus talones y corrió hacia el bosque. No sabía en qué dirección iba, solo que debía alejarse de Aleckey y su manada. Sus pies descalzos golpeaban la tierra fría, su respiración se volvía errática y su corazón latía con fuerza contra su pecho.

Pero su escape duró poco.

Antes de que pudiera dar más de diez pasos, una figura se materializó frente a ella con una velocidad imposible. Aleckey la miró con el ceño fruncido, sus ojos brillando con molestia.

—Monjita —murmuró, cruzándose de brazos lo que provoco que estos se vieran mucho más grande—. Deberías saber que no puedes huir de mí.

Calia sintió la frustración hervir dentro de ella.

—¡No puedes retenerme como si fuera un animal! ¡Tengo derecho a elegir mi destino!

Aleckey la observó en silencio por un momento antes de responder:

—Si el destino te ha elegido para mí, entonces es porque eres mía.

Calia apretó los dientes.

—Si crees que me someteré a ti sin luchar, estás muy equivocado.

Aleckey sonrió con diversión.

—Eso es lo que más me gusta de ti, monjita. Me gusta la lucha y vuelve esto mucho más interesante.

Calia sintió un escalofrío recorrer su espalda, Aleckey corto la distancia para echársela al hombro como un saco de patata. La monja grito de rabia y avergonzada por tener a la vista el redondo trasero del demonio.

(…)

El viento cortante de la montaña acariciaba la piel de los viajeros mientras avanzaban a través de la vasta extensión de tierra hacia las imponentes puertas de la ciudad. El aire fresco parecía crujiente mientras se volvía más denso a medida que se acercaban, y la atmósfera vibraba con la presencia de Aleckey y sus soldados. Él encabezaba la fila, su figura imponente cubierta por pieles gruesas que no solo lo protegían del frío, sino que también le otorgaban un aire de realeza salvaje.

Los guerreros a su alrededor marchaban en formación, igualmente envueltos en piel de ciervo, sus rostros endurecidos por batalla pasadas y el viento, sus ojos fijos en el horizonte mientras que Calia iba a su lado, no había salido del convento en años y ver un nuevo mundo activaba su curiosidad.

Esperaba encontrar alguna señal del hombre que robo a su amiga, sin embargo, no había señal alguna de ese sujeto, Calia durante el viaje no vislumbro a ninguna de sus hermanas del convento y el miedo de que ellas estuvieran muertas inundaba todo su sistema.

Ellas viven —dijo Aleckey en su cabeza.

—Deja de meterte en mi cabeza —protesto con rabia mirándolo con su ceño fruncido.

—Eres quien envía esos pensamientos a mí —es lo único que le dijo antes de poner la mirada al frente y sujetarla del brazo para llevarla hasta la casa más grande del lugar.

Poco a poco los guerreros fueron yendo a sus lugares mientras que Aleckey fue recibido por sus sirvientes que se formaron en una fila en la entrada de la enorme casa.

—Llévenla a un aposento adecuado. Prepararle un baño caliente y darle ropa limpia —fue lo que ordeno al aire en cuanto cruzaron las puertas—. Ella es su luna —añadió antes de irse por un pasillo distinto dejando un pequeño alboroto entre sus sirvientes al decirle eso.

—¡Diosa!

—¡Bendita sea la luna!

—¡Señora!

Esas entre otras alabanza se escucharon de parte de los sirvientes hasta que una muy mayor se acercó a la joven Calia y le brindo una sonrisa maternal.

—Venga conmigo, mi señora—pidió con respeto la mujer, Calia dio una mirada al lugar por el que se había ido la bestia y luego volvió su vista a la señora que esperaba por ella al pie de la escalera.

Un largo suspiro salió de sus labios antes de seguirla.

La señora la condujo hasta una de las grandes habitaciones de la casa, cuya puerta se abrió ante ellos con un crujido suave. El aposento era grande, con muebles de madera oscura que se alineaban contra las paredes, una cama de dosel adornada con telas que caían en cascada, y una chimenea que emitía una luz cálida en la fría tarde.

—Este será su espacio, mi señora —dijo la mujer con voz temblorosa, indicándole que entrara. —Preparare su baño y pediré que le traigan de comer —añadió antes de ir con pasos firme hasta la puerta, le dio órdenes a alguien fuera del aposento y luego dos mujeres cargando cubetas de agua caliente ingresaron.

Dejaron los baldes en una tina en forma de huevo y miraron a Calia en espera de que se acercase.

—El agua se enfría, luna —mascullo con delicadeza una de la jóvenes, si Calia hubiera sido loba hubiera podido oler el miedo que le tenían aquellas mujeres. Aunque era posible que tuvieran miedo de lo que podía hacerle su alfa si ella lo ordenase.

La monja se acercó y le dio permiso a una de ellas para que la despojara de la ropa que llevaba puesta. La pesada piel de oso termino en el suelo junto a las demás telas que cubrían su piel lechosa, Calia se introdujo en el agua tibia que esperaba por ella.

Poco a poco cada rastro de mugre fue eliminado, le lavaron el cabello con tanta delicadeza que le sorprendía que no dejaran algún nudo en este. Su cabello plateado fue liberado de todo rastro de suciedad dejándolo incluso más blanco de lo que alguna vez fue, ya que en el convento no tenían ese privilegio de lavarse tan seguido y de manera adecuada el cabello.

Al culminar el baño la señora regreso con una bandeja y dos sirvientas más cargando un baúl con ropa, joyas y zapatos.

—Es todo lo que hemos podido conseguir en tan poco tiempo, mi señora —lo dijo con mucha pena mientras le hacia una reverencia que Calia vio tan impropia, ya que solo a Dios pueden hacerle tales cosas.

—Gracias… —se quedó allí en espera del nombre de la mujer que le ha brindado tanta hospitalidad.

—Liora.

—Gracias, Liora —susurró con voz suave.

La sensación de ser tratada como una reina, aunque con la libertad limitada, le provocó una mezcla de emociones que no podía dominar.

Liora fue quien se encargó de secar el cuerpo de Calia, con una toalla algodonada que solo gente de alta cuna podría costearse.

Calia observo en silencio cómo la vestían, primero con una prenda interior delicada, de un tono blanco que reflejaba la pureza y la fragilidad. Luego, con delicadeza y precisión, le colocaron sobre sus hombros un vestido blanco, largo y fluido, que caía en cascada hasta el suelo. La tela era ligera, casi imperceptible su peso, y al moverse, capturaba la luz tenue de la habitación, brillando suavemente.

El vestido estaba adornado con detalles sutiles, bordados en hilos plateados que formaban patrones de flores y hojas en el dobladillo. No era ostentoso, pero era claramente costoso, el tipo de vestido que una reina podría usar en un evento importante, aunque la falta de adornos exagerados le daba una sensación de pureza e inocencia. El escote era moderado, pero el corte delicado hacía que se ceñiera perfectamente a su figura, mostrando una gracia que Calia no sentía dentro de sí.

Cuando terminan de vestirla, una de las sirvientas le colocó un pequeño broche en el cabello, sujetando algunos mechones sueltos con un toque de delicadeza. Calia, al mirarse en el espejo, apenas reconoció su reflejo.

La mujer frente a ella era desconocida, con una mirada que hablaba de vulnerabilidad, pero también de una determinación silenciosa. Ella no se sentía como la reina que el vestido sugería, ni como la mujer que Aleckey deseaba que fuera. Sin embargo, la imagen de ella misma en el espejo le recordó lo que aún no había cedido: su fuerza interior.

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