El plan ya estaba en su mente. Calia espero que cayera la noche, no se durmió, pero esta vez acepto lo que trajeron para la cena los sirvientes a su habitación.
Con el corazón latiéndole con fuerza, se deslizó fuera de la cama, y luego se deslizo fuera de la habitación manteniéndose entre las sombras, ya que nadie se dignaba a ponerle seguro a su puerta. El frío de la madrugada le calaba los huesos, pero no se detuvo. Sus pies descalzos apenas hacían ruido sobre el suelo frío. Alcanzó a vislumbrar las escaleras que daban al piso inferior. La libertad estaba a pocos pasos, pensaba Calia. Su cuello ardía, recordándole la marca de la mordida de Aleckey, pero no era tiempo para pensar en eso. Cuando bajo las escaleras acelero sus pasos hacia la puerta y justo en el momento que se dispuso a salir y pensó que lo había logrado, una sombra se interpuso en su camino fuera de la casa. Un gruñido bajo retumbó en el aire. Aleckey. El alfa estaba frente a ella, en su forma humana, con los ojos ardiendo de furia. Sus manos se cerraron en puños, sus músculos tensos como si estuviera conteniéndose para no estallar. —¿A dónde crees que vas, monjita? —su voz era un ronroneo peligroso. Calia tragó saliva, su cuerpo congelado en el lugar. —Déjame ir —susurró, sin esperanzas de que él accediera. Aleckey avanzó hacia ella con pasos firmes y calculados, acortando la distancia entre ambos hasta que la hizo retroceder dentro de la casa. En un movimiento rápido por parte del alfa su espalda chocó contra la puerta que se cerró a su espalda quedando, Calia atrapada. —Eres mía —declaró él con voz áspera—. ¿Realmente pensaste que podrías huir de mí? Calia apretó los dientes, alzando el mentón con desafío. —No soy una posesión. No te pertenezco. Aleckey apoyó las manos en la puerta a ambos lados de su rostro, atrapándola aún más entre el calor de su cuerpo desnudo en la parte superior. —Tienes razón. No eres una posesión —susurró—. Eres mi mate. Eso es mucho más que pertenecerme, Calia. Significa que mi alma está atada a la tuya. Y cuando intentas huir, es como si me arrancaras una parte de mí. Sus palabras la hicieron estremecerse. Su voz tenía una mezcla de ira y algo más profundo que ella no lograba conocer. —No quiero este destino —susurró ella, su voz quebrándose apenas. Aleckey la observó con intensidad, y por un momento, la furia en sus ojos se transformó en algo más. Algo que parecía dolerle. —No tienes elección, monjita —dijo con voz más suave, aunque igual de firme—. Y cuanto antes lo aceptes, menos sufriremos los dos —. Sin darle oportunidad de responder, la tomó en brazos con facilidad y la llevó de regreso al aposento que le habían asignado. Calia no luchó, ni pataleó, ni lo golpeó u arañó mientras que Aleckey la llevaba. —No vuelvas a intentar escapar —ordenó con tono final. Calia lo fulminó con la mirada, su pecho subiendo y bajando con furia contenida. —Lo intentaré cuantas veces sea necesario. Aleckey gruñó bajo. —Deberíamos tomarla y enseñarle que es mía —sentencio la bestia de Aleckey la cual se nombraba como Ebert. —Nuestra —gruñó hacia su bestia—. Y no somos violadores, no vamos a tomarla hasta que ella lo desee tanto como lo hacemos nosotros —culmino, Ebert solo lanzo una mordida al aire y se fue en la oscuridad de la mente de Aleckey. —Me asegurare de atraparte siempre, entonces. Porque tenemos una eternidad para eso —le dijo con una sonrisa antes de cerrar la puerta y esa vez ponerle seguro, no quería que ella anduviera por ahí, ya habían lobos que odiaban su unión lo suficiente como para intentar lastimarla. Calia sintió el impacto en su pecho como si esa barrera de madera fuese una jaula que sellaba su destino. Con los puños cerrados, giró rápidamente y se lanzó hacia la puerta, golpeándola con furia. —¡No puedes encerrarme aquí, maldito sea tu nombre, demonio! —gritó, su voz cargada de desesperación y rabia. Desde el otro lado, el alfa se quedó en silencio por un momento antes de responder, su voz grave y firme. —No tienes idea de lo que me obligas a hacer, monjita. Te quedas aquí hasta que aprendas que no puedes huir de mí. Las palabras de Aleckey la golpearon con la fuerza de una sentencia. Sus piernas flaquearon y tuvo que apoyarse en la puerta para no caer. Sus ojos recorrieron la habitación en busca de una salida, pero las ventanas estaban aseguradas con gruesos barrotes de hierro que antes no se encontraban en ese lugar. Estaba atrapada, como un pájaro en una jaula dorada. Con un sollozo ahogado, cayó de rodillas frente al lecho de pieles que ocupaba el centro de la habitación. Llevó las manos a su pecho, cerrando los ojos con fuerza mientras inclinaba la cabeza. Su fe era lo único que le quedaba, la única ancla que podía sostenerla en medio de aquella tormenta. —Señor, dame fuerza. No permitas que mi alma se quiebre bajo el peso de este destino cruel. Susurró su plegaria una y otra vez, aferrándose a cada palabra como si fueran un escudo contra la oscuridad que la rodeaba. Pero, a pesar de su fervor, la duda comenzó a filtrarse en su corazón. ¿Había sido abandonada por su señor? ¿Acaso su Dios la había entregado a manos de un demonio, sin esperanza de salvación? Las horas pasaron y la fatiga la venció. Se dejó caer sobre las pieles, con la mirada clavada en el techo. Sus ojos ardían de tanto llorar, pero el sueño se negaba a tomarla. Su mente no podía dejar de pensar en él, en su mirada dorada que la seguía a donde fuera, en la forma en que su voz la envolvía con una fuerza que no comprendía. (…) Un ruido la sobresaltó. La puerta se abrió de repente y Aleckey entró, su silueta imponente recortada contra la luz del pasillo. Sus ojos la recorrieron de arriba abajo, evaluándola. —Has estado llorando —señaló, su tono más bajo de lo habitual. Calia se irguió, fulminándolo con la mirada. —¿Eso te conmueve? —espetó, con la voz cargada de veneno. Aleckey se acercó lentamente, su expresión ilegible. Cuando estuvo frente a ella, se inclinó levemente y deslizando un dedo por su mejilla, secó el rastro de una lágrima, Calia no se había apartado de su toque esta vez. —No, monjita. Me irrita —susurró. —Porque significa que aún no entiendes que estás donde perteneces. La intensidad de sus palabras la paralizó. Aleckey se irguó, observándola un instante más antes de darse la vuelta y salir, cerrando la puerta tras él. Calia se llevó una mano al pecho, sintiendo el frenético latido de su corazón. A pesar de todo, a pesar del odio que decía sentir, una parte de ella temblaba ante su cercanía. Y eso la aterraba más que cualquier encierro.El sonido de los cuernos de guerra resonó en la noche, arrancando a Calia de su ensimismamiento. Desde su prisión como ella le llamaba, escuchó el estruendo de botas apresuradas y gruñidos que anunciaban el caos en la ciudad. Se puso de pie de un salto y corrió hacia la ventana, intentando vislumbrar lo que ocurría. El patio estaba sumido en llamas. Sombras feroces se movían entre el fuego y los destellos de lobos lanzándose sobre hombres en un combate sangriento que se libraba. La puerta de su habitación se abrió de golpe y un soldado entró a toda prisa. —Mi señora, la ciudad está bajo ataque. Debemos llevarla a un lugar seguro. Pero antes de que pudiera moverse, otro cuerpo impactó contra el soldado, derribándolo. Aleckey apareció, con la mirada oscurecida por la furia y el rostro manchado de sangre enemiga. —Nadie la toca —gruñó con voz gutural. El soldado tembló antes de asentir y salir de la habitación a toda prisa. Aleckey se giró hacia Calia y la tomó del brazo con firmeza.
Simón sacando sus colmillos, Calia soltó un grito horrorizada. Antes de que ellos si quiera llegaran a tocarle un pelo, un lobo rojizo ingreso por esa ventana que antes tenía barras de hierro y que por arte de magia habían desaparecido. El enorme animal abrió sus fauces tan grande que arranco la cabeza de Simón y el cuerpo se desplomo inerte a los pies de la monja que libero un grito de horror. El compañero del vampiro salto sobre el animal y el espacio tan reducido solo favorecía al atacante que logro herir a Aleckey con sus uñas y colmillos. El lobo aulló adolorido, pero siguió peleando hasta derribar al sujeto, le enterró sus enormes garras en el pecho abriéndolo y despedazando al chupa sangre. La respiración del lobo rojizo era agitada, poso sus ojos dorados en Calia antes de desplomarse y poco a poco dándole pasó al humano. Desnudo y con el cuerpo manchado de un líquido más rojo que su cabello, Aleckey se puso de pie como pudo con heridas sangrantes. —¿Te hicieron daño? —inte
Calor… mucho calor sentía Calia, eso la llevo a despertar sudada y sofocada. Sentía que se encontraba en la misma braza del infierno, se movió intentando salir de las llamas que la mantienen prisionera. Se detuvo al escuchar el pesado gruñido animal detrás de su oreja que erizo la piel de su nuca y luego como eso detrás de ella la apretaba más a él. —¡Suéltame! —gritó colérica de rabia, Aleckey volvió a gruñirle molesto. —¿No puedes despertarme como una buena luna? —Interrogó aflojando pesadamente su agarre en la cintura de Calia que se salió de sus brazos y se sentó de golpe en la cama para fulminarlo con la mirada—. Supongo que eso es un no —respondió estirándose en la cama con mucha pereza. —Eres un demonio impío, aprovechado —reprendió. —Esa es nueva, aprovechado —dijo con diversión mirándola bajo esas pestañas rojizas. —¡Maldito, demonio! ¡El señor te condene al infierno! —se lanzó contra este para golpearlo, pero el alfa es mucho más rápido y la sujeto de los brazos para lu
—¡Esta noche no fallaremos! —rugió Alfa Aleckey, su voz resonando como un trueno en la oscuridad del bosque. Sus ojos dorados brillaban con una ferocidad que helaba la sangre—. No volveremos con las manos vacías.—¡Sí, mi alfa! —respondieron los lobos a su alrededor, sus aullidos rompiendo el silencio de la noche. Solo un instante, las sombras de sus cuerpos se movían en sincronía, una danza letal de depredadores al acecho.A la cabeza de la manada, un lobo de pelaje rojizo lideraba la cacería. Su cuerpo era imponente, músculos poderosos se flexionaban bajo su grueso pelaje mientras se deslizaba con una velocidad imposible entre los árboles. Era Aleckey Strong, el rey alfa, el lobo más poderoso del reino. Los acompañantes de Aleckey, guerreros leales, lo seguían con disciplina. Sus cuerpos se movían en sincronía, una danza de sombras y fuerza que hacía temblar a cualquier criatura del bosque. La sangre de la cacería hervía en sus venas, pero esta noche no buscaban carne. No, es
Calia despertó con el cuerpo entumecido, un dolor punzante en el cuello y un calor sofocante envolviéndola. Parpadeó varias veces hasta que su visión borrosa comenzó a aclararse. Estaba tumbada sobre algo blando y cálido, cubierta por gruesas pieles de oso que desprendían un fuerte aroma a bosque y sangre. Su respiración se aceleró al recordar lo último que había sucedido.El ataque.El hombre de cabello rojo.Los colmillos hundiéndose en su piel.La marca ardiente que ahora latía en su cuello como una herida fresca.Calia se incorporó de golpe, soltando un quejido cuando el dolor la atravesó como un cuchillo. Se llevó una mano temblorosa a la zona afectada y sintió la carne sensible, el leve relieve de los colmillos grabados en su piel. Su corazón martilló con más fuerza contra su pecho.—No… no… —susurró, mirando a su alrededor.El campamento era rudimentario: una fogata central crepitaba, desprendiendo un aroma a leña y carne asada, y varias pieles estaban dispuestas en el suelo. A
El trayecto fue largo y agotador. La velocidad de los lobos era sobrehumana, saltando entre árboles y cruzando arroyos sin esfuerzo alguno. Calia sintió que el aire helado cortaba su piel mientras las sombras del bosque parecían alargarse a su alrededor. Nunca en su vida había estado tan lejos del convento y la incertidumbre comenzaba a devorarla por dentro.Después de varias horas de viaje, la manada se detuvo en un claro donde la luz del sol se filtraba entre los árboles. Aleckey se inclinó levemente para que ella pudiera bajar, pero Calia se quedó inmóvil. No confiaba en él ni en los otros lobos que la rodeaban.—Baja, monjita —ordenó Aleckey en su forma de lobo, su voz resonando en su mente como un vil demonio.—¡No soy tuya, demonio impío! —respondió ella con furia.En un movimiento rápido, Aleckey volvió a su forma humana, sus manos firmes sosteniéndola por la cintura. Sus cuerpos quedaron peligrosamente cerca. Calia sintió el calor que irradiaba su piel desnuda y su corazón se
La sirvienta Liora había intentado una vez más ofrecerle comida, pero Calia se había negado con un gesto firme de la mano. No tenía hambre. Lo que sentía era un vacío, uno mucho más grande que cualquier hambre física. Se sentó en el borde de la cama de dosel, su cuerpo tenso, aún cubierto con el vestido blanco que le habían colocado. Los bordes de la prenda rozaban el suelo, pero el frío de la habitación era como un abrazo gélido que la hacía sentir más sola que nunca.A través de la ventana cerrada, escuchaba el ruido del viento, como si la propia casa estuviera susurrando promesas de desesperación. El pensamiento de la oscuridad fuera de esos muros le daba escalofríos, y dentro de la habitación solo había un silencio profundo que la envolvía.En sus manos apretaba con fuerza el medallón que había llevado consigo desde su infancia, un regalo de su madre. Al mirarlo, Calia pensaba en su vida antes de que todo esto sucediera: antes de que Aleckey llegara, antes de que su mundo fuera al
El alfa despertó con malhumor, se vistió y fue informado por su beta que todo el consejo se había reunido sin avisarles antes, ya Aleckey se imaginaba los motivos de esa reunión tan repentina y sin siquiera él autorizarla.La noticia de que su rey alfa había llevado a una humana como su luna se esparcía rápidamente, y la reacción no había sido de agrado general. Los lobos más viejos, los consejeros y los guerreros de mayor rango se mostraban inquietos. Para ellos, el vínculo entre un alfa y su compañera debía ser fuerte, nacido del linaje de la manada, no una unión con una simple humana.Aleckey lo sabía. Desde el momento en que la llevó a su hogar, supo que enfrentaría resistencia. Pero no esperaba que los desafíos llegaran tan pronto.La gran sala del castillo estaba repleta cuando Aleckey entró. El consejo de ancianos se había reunido en su ausencia y la tensión era palpable. Algunos se pusieron de pie en cuanto lo vieron, inclinando la cabeza con respeto, pero otros lo miraron con