Capítulo 6

El plan ya estaba en su mente. Calia espero que cayera la noche, no se durmió, pero esta vez acepto lo que trajeron para la cena los sirvientes a su habitación.

Con el corazón latiéndole con fuerza, se deslizó fuera de la cama, y luego se deslizo fuera de la habitación manteniéndose entre las sombras, ya que nadie se dignaba a ponerle seguro a su puerta. El frío de la madrugada le calaba los huesos, pero no se detuvo. Sus pies descalzos apenas hacían ruido sobre el suelo frío. Alcanzó a vislumbrar las escaleras que daban al piso inferior. La libertad estaba a pocos pasos, pensaba Calia.

Su cuello ardía, recordándole la marca de la mordida de Aleckey, pero no era tiempo para pensar en eso.

Cuando bajo las escaleras acelero sus pasos hacia la puerta y justo en el momento que se dispuso a salir y pensó que lo había logrado, una sombra se interpuso en su camino fuera de la casa. Un gruñido bajo retumbó en el aire.

Aleckey.

El alfa estaba frente a ella, en su forma humana, con los ojos ardiendo de furia. Sus manos se cerraron en puños, sus músculos tensos como si estuviera conteniéndose para no estallar.

—¿A dónde crees que vas, monjita? —su voz era un ronroneo peligroso.

Calia tragó saliva, su cuerpo congelado en el lugar.

—Déjame ir —susurró, sin esperanzas de que él accediera.

Aleckey avanzó hacia ella con pasos firmes y calculados, acortando la distancia entre ambos hasta que la hizo retroceder dentro de la casa. En un movimiento rápido por parte del alfa su espalda chocó contra la puerta que se cerró a su espalda quedando, Calia atrapada.

—Eres mía —declaró él con voz áspera—. ¿Realmente pensaste que podrías huir de mí?

Calia apretó los dientes, alzando el mentón con desafío.

—No soy una posesión. No te pertenezco.

Aleckey apoyó las manos en la puerta a ambos lados de su rostro, atrapándola aún más entre el calor de su cuerpo desnudo en la parte superior.

—Tienes razón. No eres una posesión —susurró—. Eres mi mate. Eso es mucho más que pertenecerme, Calia. Significa que mi alma está atada a la tuya. Y cuando intentas huir, es como si me arrancaras una parte de mí.

Sus palabras la hicieron estremecerse. Su voz tenía una mezcla de ira y algo más profundo que ella no lograba conocer.

—No quiero este destino —susurró ella, su voz quebrándose apenas.

Aleckey la observó con intensidad, y por un momento, la furia en sus ojos se transformó en algo más. Algo que parecía dolerle.

—No tienes elección, monjita —dijo con voz más suave, aunque igual de firme—. Y cuanto antes lo aceptes, menos sufriremos los dos —. Sin darle oportunidad de responder, la tomó en brazos con facilidad y la llevó de regreso al aposento que le habían asignado. Calia no luchó, ni pataleó, ni lo golpeó u arañó mientras que Aleckey la llevaba. —No vuelvas a intentar escapar —ordenó con tono final.

Calia lo fulminó con la mirada, su pecho subiendo y bajando con furia contenida.

—Lo intentaré cuantas veces sea necesario.

Aleckey gruñó bajo.

—Deberíamos tomarla y enseñarle que es mía —sentencio la bestia de Aleckey la cual se nombraba como Ebert.

—Nuestra —gruñó hacia su bestia—. Y no somos violadores, no vamos a tomarla hasta que ella lo desee tanto como lo hacemos nosotros —culmino, Ebert solo lanzo una mordida al aire y se fue en la oscuridad de la mente de Aleckey.

—Me asegurare de atraparte siempre, entonces. Porque tenemos una eternidad para eso —le dijo con una sonrisa antes de cerrar la puerta y esa vez ponerle seguro, no quería que ella anduviera por ahí, ya habían lobos que odiaban su unión lo suficiente como para intentar lastimarla.

Calia sintió el impacto en su pecho como si esa barrera de madera fuese una jaula que sellaba su destino. Con los puños cerrados, giró rápidamente y se lanzó hacia la puerta, golpeándola con furia.

—¡No puedes encerrarme aquí, maldito sea tu nombre, demonio! —gritó, su voz cargada de desesperación y rabia.

Desde el otro lado, el alfa se quedó en silencio por un momento antes de responder, su voz grave y firme.

—No tienes idea de lo que me obligas a hacer, monjita. Te quedas aquí hasta que aprendas que no puedes huir de mí.

Las palabras de Aleckey la golpearon con la fuerza de una sentencia. Sus piernas flaquearon y tuvo que apoyarse en la puerta para no caer. Sus ojos recorrieron la habitación en busca de una salida, pero las ventanas estaban aseguradas con gruesos barrotes de hierro que antes no se encontraban en ese lugar. Estaba atrapada, como un pájaro en una jaula dorada.

Con un sollozo ahogado, cayó de rodillas frente al lecho de pieles que ocupaba el centro de la habitación. Llevó las manos a su pecho, cerrando los ojos con fuerza mientras inclinaba la cabeza. Su fe era lo único que le quedaba, la única ancla que podía sostenerla en medio de aquella tormenta.

—Señor, dame fuerza. No permitas que mi alma se quiebre bajo el peso de este destino cruel.

Susurró su plegaria una y otra vez, aferrándose a cada palabra como si fueran un escudo contra la oscuridad que la rodeaba. Pero, a pesar de su fervor, la duda comenzó a filtrarse en su corazón. ¿Había sido abandonada por su señor? ¿Acaso su Dios la había entregado a manos de un demonio, sin esperanza de salvación?

Las horas pasaron y la fatiga la venció. Se dejó caer sobre las pieles, con la mirada clavada en el techo. Sus ojos ardían de tanto llorar, pero el sueño se negaba a tomarla. Su mente no podía dejar de pensar en él, en su mirada dorada que la seguía a donde fuera, en la forma en que su voz la envolvía con una fuerza que no comprendía.

(…)

Un ruido la sobresaltó. La puerta se abrió de repente y Aleckey entró, su silueta imponente recortada contra la luz del pasillo. Sus ojos la recorrieron de arriba abajo, evaluándola.

—Has estado llorando —señaló, su tono más bajo de lo habitual.

Calia se irguió, fulminándolo con la mirada.

—¿Eso te conmueve? —espetó, con la voz cargada de veneno.

Aleckey se acercó lentamente, su expresión ilegible. Cuando estuvo frente a ella, se inclinó levemente y deslizando un dedo por su mejilla, secó el rastro de una lágrima, Calia no se había apartado de su toque esta vez.

—No, monjita. Me irrita —susurró. —Porque significa que aún no entiendes que estás donde perteneces.

La intensidad de sus palabras la paralizó. Aleckey se irguó, observándola un instante más antes de darse la vuelta y salir, cerrando la puerta tras él.

Calia se llevó una mano al pecho, sintiendo el frenético latido de su corazón. A pesar de todo, a pesar del odio que decía sentir, una parte de ella temblaba ante su cercanía. Y eso la aterraba más que cualquier encierro.

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