Capítulo 2

Calia despertó con el cuerpo entumecido, un dolor punzante en el cuello y un calor sofocante envolviéndola. Parpadeó varias veces hasta que su visión borrosa comenzó a aclararse. Estaba tumbada sobre algo blando y cálido, cubierta por gruesas pieles de oso que desprendían un fuerte aroma a bosque y sangre. Su respiración se aceleró al recordar lo último que había sucedido.

El ataque.

El hombre de cabello rojo.

Los colmillos hundiéndose en su piel.

La marca ardiente que ahora latía en su cuello como una herida fresca.

Calia se incorporó de golpe, soltando un quejido cuando el dolor la atravesó como un cuchillo. Se llevó una mano temblorosa a la zona afectada y sintió la carne sensible, el leve relieve de los colmillos grabados en su piel. Su corazón martilló con más fuerza contra su pecho.

—No… no… —susurró, mirando a su alrededor.

El campamento era rudimentario: una fogata central crepitaba, desprendiendo un aroma a leña y carne asada, y varias pieles estaban dispuestas en el suelo. Alrededor, la sombra de enormes cuerpos se movía con tranquilidad.

Lobos, pensó ella.

Hombres, es lo que caminaba con despreocupación por el lugar.

En este caso para Calia, demonios, bestias enviadas por el mismo rey del infierno para castigar a la humanidad por sus pecados. Y, entre ellos, una figura imponente, de cabello rojo y ojos dorados, la observaba con una expresión indescifrable.

—Monjita, has despertado.

El tono de su voz la recorrió como un escalofrío, provocando una ola de temor e indignación. Se aferró a las pieles que cubrían su cuerpo, sintiéndose expuesta.

—¡Mantén lejos tus manos impías, demonio! —escupió con furia.

Aleckey soltó una carcajada profunda y gutural. Dio un paso hacia ella, su aura dominante llenando cada rincón del campamento.

—Demonio… —repitió, divertido saboreando aquellas palabras en su boca de labios rojizos y un poco gruesos. —Mujer, me han llamado de muchas formas en mi vida, pero esa es una de mis favoritas —dijo aun con esa diversión, Calia quiso apartarse, pero su cuerpo protestó. La mordida había drenado su fuerza, era algo normal en humanos. Aleckey se agachó frente a ella y tomó su barbilla con dos dedos, obligándola a mirarlo. —Te he marcada, monjita. Ahora eres mía.

Ella sintió un escalofrío de repulsión recorrerle la espalda.

—Yo no te pertenezco.

—Tu cuerpo dice lo contrario.

El ardor en su cuello se intensificó, como si la marca respondiera a sus palabras. Calia lo golpeó en el pecho con su última pizca de energía, pero fue como golpear una roca. Aleckey ni siquiera se movió.

—Quítame esta maldición.

Aleckey ladeó la cabeza.

—No es una maldición, monjita. Es un regalo.

—Es una condena.

El alfa gruñó con una intensidad que hizo callar a los demás lobos en el campamento. Se acercó más, su rostro apenas a un susurro del suyo.

—He esperado más de doscientos años por ti. No voy a permitir que rechaces lo que la diosa luna nos ha dado.

Calia respiró entrecortadamente.

—Esa diosa de la que habla no tiene nada que ver con esto. Dios me dio libre albedrío, y elijo no estar contigo porque solo pertenezco a él.

Los ojos de Aleckey centellearon con algo peligroso, celos.

—Tu cuerpo ya ha elegido, aunque tu mente se niegue a aceptarlo.

La sola insinuación la hizo temblar de ira.

—Eres un monstruo.

Aleckey sonrió de medio lado.

—Soy más que eso, monjita.

Antes de que pudiera replicar, Aleckey se incorporó y le lanzó una prenda de tela oscura.

—Vístete. Partimos al amanecer.

Calia miró la prenda con recelo.

—¿A dónde me llevas?

—A casa.

—¿Dónde están mis hermanas? —cuestiono, pero Aleckey no se dignó a responderle antes de acercarse a un grupo de sus hombres. Calia solo miro la prenda de tela oscura, se veía lo suficientemente abrigadora para el frío que atravesaba la piel de oso que cubre su cuerpo.

Con molestia la monja se cambió de ropa en la poca privacidad que le permitía la piel de oso que la cubría. Se puso de pie y recorrió el lugar con su mirada, no había señal de su amiga, ni del hombre que se la había llevado antes de que Aleckey la mordiera.

Calia cerró los ojos con frustración. La noche sería larga, pero lo que más la aterraba era el día siguiente.

Y todo lo que vendría después.

(…)

El sonido de la mañana despertó a Calia, ni siquiera fue capaz de dormir lo suficiente con miedo a que le hicieran algo esos demonios como ella le llamaba. Aún debilitada por la marca, trató de ponerse en pie sin tambalearse. Con cada paso que daba, sentía el peso de su destino sobre sus hombros, una lucha interna entre su voluntad y el vínculo que comenzaba a formarse en su interior.

Los hombres empezaron a convertirse en bestias, Aleckey se acercó a Calia e hizo seña a un soldado para que recogiera las pieles. El alfa se agacho para tomar la de oso y la puso sobre los hombros de la monja escuchando su queja.

—Es hora de irnos —dijo él, con su voz profunda y autoritaria.

—No voy a ir contigo a ningún lado —protestó a lo que este solo le gruño con molestia. Calia retrocedió instintivamente, buscando una oportunidad para huir, pero su cuerpo aún se sentía pesado. La mordida en su cuello latía con cada uno de sus movimientos, recordándole la conexión impuesta que la ataba a Aleckey. No podía negar que algo dentro de ella respondía a su presencia, pero se negaba a aceptarlo.

El cabello rojizo de Aleckey cae de manera rebelde sobre sus hombros mientras que sus ojos dorados brillan con fuerza por la luz del amanecer que se filtra en ellos.

Aleckey arqueó una ceja y soltó una risa baja.

—No tienes elección, monjita.

Antes de que pudiera reaccionar, él cerró la distancia entre ambos y la tomó por la cintura con facilidad, elevándola como si no pesara nada. Calia forcejeó con toda la fuerza que pudo reunir, golpeando sus hombros con los puños cerrados, pero Aleckey no mostró ni la más mínima reacción.

En un movimiento fluido, la subió a su lomo cuando su cuerpo comenzó a transformarse. Su piel se cubrió de un pelaje rojizo, sus músculos se expandieron y, en segundos, donde antes estaba un hombre, ahora se erguía un lobo gigantesco.

Calia se aferró a su cuello instintivamente, sus uñas hundiéndose en la gruesa melena. Sentía su respiración agitada contra su espalda y la firmeza de su lomo bajo sus piernas. Intentó soltarse, pero la velocidad con la que Aleckey comenzó a moverse la obligó a sujetarse con más fuerza.

—¡Bájame, bestia! —gritó, pero su voz se perdió en el viento mientras la manada de hombres se internaba en el bosque, Calia incluso pensó a ver escuchado la risa del demonio en su cabeza.

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