Mi luna, ¿Una monja?
Mi luna, ¿Una monja?
Por: Yerimil Perez
Capítulo 1

—¡Esta noche no fallaremos! —rugió Alfa Aleckey, su voz resonando como un trueno en la oscuridad del bosque. Sus ojos dorados brillaban con una ferocidad que helaba la sangre—. No volveremos con las manos vacías.

—¡Sí, mi alfa! —respondieron los lobos a su alrededor, sus aullidos rompiendo el silencio de la noche.

Solo un instante, las sombras de sus cuerpos se movían en sincronía, una danza letal de depredadores al acecho.

A la cabeza de la manada, un lobo de pelaje rojizo lideraba la cacería.

Su cuerpo era imponente, músculos poderosos se flexionaban bajo su grueso pelaje mientras se deslizaba con una velocidad imposible entre los árboles.

Era Aleckey Strong, el rey alfa, el lobo más poderoso del reino.

Los acompañantes de Aleckey, guerreros leales, lo seguían con disciplina.

Sus cuerpos se movían en sincronía, una danza de sombras y fuerza que hacía temblar a cualquier criatura del bosque.

La sangre de la cacería hervía en sus venas, pero esta noche no buscaban carne.

No, esta noche cazaban algo mucho más valioso: mujeres vírgenes.

La tradición se remontaba a siglos atrás.

En noches como esta, los lobos buscaban a sus futuras hembras, aquellas que podrían fortalecer la sangre de la manada y traer descendencia fuerte. Pero Aleckey tenía el mismo objetivo.

Buscaba a su luna por más de doscientos años, ha sentido un vacío en su alma, por la ausencia de la mujer que está destinada a completarlo.

Había recorrido aldeas, saqueado pueblos, e incluso tomado mujeres solo para descubrir que ninguna era la correcta, el rey alfa no ha tenido éxito alguno.

—Recuerden —gruñó Alfa Aleckey, deteniéndose de repente y alzando su cabeza hacia la luna—. No lastimen a nadie. Solo tomen lo que es nuestro. ¡Las vírgenes son nuestra prioridad!

Los lobos asintieron, sus ojos brillando con anticipación.

La manada avanzó hacia el santuario de piedra que se alzaba en la distancia, iluminado por la luz plateada de la luna.

Dentro de esas paredes, bajo votos de castidad y devoción, vivían las mujeres que buscaban.

Rápidamente el aullido de la manada resonó en las paredes del convento haciendo que las hermanas despertasen asustada.

El sonido de campanas de emergencia resonó en el aire, seguido de gritos y pasos apresurados.

—¡Rápido! —gritó uno de los betas, su voz llena de urgencia. —¡Las monjas ya saben que estamos aquí!

Las puertas del convento se sacudieron bajo el impacto de los lobos, que las derribaron con facilidad.

Aleckey entró primero, su figura imponente iluminada por las antorchas que ardían en las paredes.

—¡Busquen! —ordenó, su voz llena de autoridad. —¡No dejen escapar a ninguna!

La madre superiora intentó mantener la calma, pero cuando los golpes resonaron en las puertas de la entrada principal, el pánico se extendió como un incendio.

Las mayores enseguida se desplazaron para llevar a cada una de las jovencitas al sótano, ya esto era algo que se había visto en otros conventos.

Las madres superioras estaban al tanto por las cartas que llegan desde otras zonas en donde hermanas fueron secuestradas por demonios como le llamaban ellas a los hombres lobos.

Los lobos se dispersaron, siguiendo el rastro de las jóvenes que intentaban esconderse.

—No lastimen a nadie. Busquen lo que les pertenece y nos vamos —ordeno el beta mirando a su alfa que se mantenía olfateando el aire—. ¿Ocurre algo, Aleckey? —interrogó notando la tensión en el lobo rojizo que enseguida puso sus ojos dorados en él.

—Nada —se limitó a responder para seguir olfateando un débil olor, Aleckey tenía sus sentidos más desarrollados por ser el rey alfa.

El mundo había cambiado hace más de un siglo, ya no existían casi humanos y la mayoría que aun vivían eran esclavos o habitaban en lugares como estos en donde terminaban volviéndose la cena de algún vampiro sanguinario.

El lobo rojizo se detuvo y libero un bajo gruñido al percibir un aroma débil, puro y delicioso, más embriagador que cualquier otro que hubiera percibido en su larga existencia: pera, chocolate y un algún cítrico parecido al limón.

Era ella.

La bestia dio paso al hombre que empezó a caminar directo al sótano siendo seguido por sus soldados.

Todas las mujeres gritaron alarmadas al ver las figuras emerger como demonios iluminados por las antorchas, el miedo fue lo que se olio en aquel espacio tan pequeño.

Tan amargo que hizo arrugar la nariz de cada cambiante presente.

—Por favor —rogó la más anciana de las monjas mirando a cada hombre con terror, ya que todos se encontraban desnudos y con ojos brillando con cada golpe de luz de las antorchas.

La bestia del alfa le gruño a la señora que se interpuso en su camino.

En ese momento Aleckey no tenía control sobre su cuerpo humano y le mostro sus afilados colmillos antes de moverla con tanta fuerza que la envió al suelo.

—¡Madre, Sofia! —Gritó una joven intentando ir hasta ella, sin embargo, un soldado rugió y la capturo—. ¡No! ¡Déjame! —lo siguiente que se escucho fue el grito desgarrador al momento de recibir los colmillos del sujeto en su cuello.

Los pasos de la bestia continuaron hasta llegar al grupo de jóvenes, recorrió con sus ojos dorados cada rostro hasta detenerlo en una de ellas, cabello tan rubio que casi tocaba el blanco o quizás era ese su color, sin embargo, el sucio le daba ese aspecto.

Sus ojos eran de un azules cielo y sobre todo grandes, mirándolo con miedo mientras estaba abrazando a otra chica que lo veía del mismo modo.

—Tú —gruñó hacia la joven de cabello plateado mientras que con brusquedad le sujeto de su brazo y la separo de la otra que grito enseguida por su amiga.

—¡Déjala! —Suplico en un grito que fue reemplazado por queja hacia el beta del alfa—¡Suéltame! —sin embargo ella fue cargada como un saco de patatas por el hombre moreno.

—Señor, en tus… manos encomiendo mi espíritu… perdona mis faltas… y dame descanso eterno… —repetía la monja una y otra vez hasta que el gruñido de Aleckey la detuvo.

—He estado esperando por ti tanto tiempo —gruñó bajo deleitándose con el olor de ella. Aunque odiaba ese toque amargo producto del miedo.

—Te suplico… no me lastimes —susurró mirando al suelo a su derecha, no podía siquiera bajar su mirada a sus pies sin chocarla directamente con el miembro de la bestia que la tiene prisionera y que parecía disfrutar tenerla tan indefensa.

Sin decir ningún palabra, el alfa bajó la cabeza hasta rozar con sus labios la oreja de ella.

Calia sintió su corazón detenerse por un segundo.

—Por favor… —tembló de miedo al sentir los filosos colmillos deslizarse por la unión de su cuello y hombro.

De sus labios salió el grito más desgarrador de todos los que se habían escuchado, Calia lucho por alejarse, pero los fuertes brazos de Aleckey le impidieron hacerlo hasta que la lucha termino y ella estuvo inconsciente por la mordida entre el agarre del alfa que acababa de reclamarla.

—Eres mía, monjita.

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