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Capítulo: Libertad, pero a un triste costo

Una semana después.

Elisa estaba ante el juez, no había nadie a su lado, su padre jamás estaría ahí, menos después de lo que pasó.

El juez dictó la sentencia. Ella escuchó con claridad.

—Se declara a Elisa Expósito culpable, se les condena a siete años de prisión.

Elisa dio un traspié, estuvo a punto de desmayarse, pero los guardias la llevaron de ahí con rapidez que nada supo hacer.

Estaba rota por dentro, ni siquiera podía llorar.

La subieron a un vehículo, y le dijeron que sería traslada a la cárcel de Montaña Blanca, no puso objeción, parecía un maniquí que era llevado de un lado a otro.

Cuando llegó a ese lugar, le pareció siniestro, falto de color. No era, como en las peores películas, un lugar violento con mujeres peleando, odiándose o maldiciendo. Pero, había silencio, uno incómodo, personas que la miraban, y murmuraban, pero nadie vino a golpearla, nadie vino a insultarla.

Con el tiempo, Elisa supo quién era la líder, qué cosas debía hacer para no caer en problemas, también el cómo podía conseguir algo de dinero y se acercò a las personas que estaban del lado amable, personas que predicaban, o que trabajaban en ser mejores, y así, ella pudo alejarse de las malas compañías.

Aunque fingía una paz que no sentía, por dentro estaba llena de rabia.

Tenía pesadillas constantes, se levantaba gritando el nombre de Lisardo. Lo soñaba siempre, solo podía llorar unos minutos cuando se duchaba, pero no era suficiente para sanar su dolor.

Cinco años después.

Elisa tuvo una visita, era su abogado, se llamaba Rafael González, fue el abogado de una compañera de celda que le ayudó para que él revisara su caso. Rafael luchó por apelar su sentencia, pero nada pudo hacer. Había cosas raras en el caso, era un hombre maduro, misterioso, muy rico y poderoso.

—Te prometí que demostraría tu inocencia, Elisa, lamento no haber podido.

Ella hundió la mirada, no tenía esperanza de la vida, así que no estaba molesta.

Esbozó una ligera sonrisa.

—Gracias por intentarlo.

El hombre le mostró un documento.

—Eres libre, Elisa, si no pude sacarte de aquí al demostrar tu inocencia, he podido hacerlo por tu buena conducta.

Los ojos de la mujer se abrieron enormes.

—¿Soy… libre?

Él sonrió.

—Eres libre, Elisa.

Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas, cubrió su boca para no gritar de felicidad.

Se fundieron en un gran abrazo.

—Gracias.

—No me agradezcas, tal vez no pude hacer justicia, pero hice parte de mi trabajo.

Ella asintió. Él le dio un sobre.

—Es dinero, te servirá… Elisa, tengo razones para pensar que tu esposo fue asesinado.

Elisa se quedó perpleja, un miedo la golpeó, negó.

—¡¿Qué?! ¿Por qué lo dice? ¿Qué pruebas hay? —exclamó perpleja.

—No tengo pruebas, pero… lo único que sé, es que los testigos que declararon en tu contra recibieron mucho dinero; y, los Moctezuma eran los nuevos socios de tu esposo, la empresa de tu esposo era pequeña, la empresa Moctezuma es una de las más grandes empresas de construcción del país, Elisa, debes cuidarte, conozco a esas personas, son capaces de cosas muy malas.

Él puso el cheque en su mano, ella lo aceptó.

En su mente estaban esas palabras.

«Debo saber la verdad, si los Moctezuma mataron a mi esposo, tengo que saberlo», pensó

—¿Y quiénes son los Moctezuma?

—Actualmente, el presidente de la empresa es Leander Moctezuma.

Ella asintió. Rafael González le dio esa tarjeta, tenía sus datos, luego se marchó.

***

Al día siguiente.

Elisa salió de ese lugar, se despidió de unas cuántas conocidas.

Ella cruzó esa puerta, observó los rayos de sol cubrir la ciudad.

No había visto el sol iluminar al mundo a esa hora por tanto tiempo.

Caminó hasta la estación de tren, no sabía a donde ir, no tenía un lugar, ni siquiera sabía dónde habían enterrado a Lisardo.

Decidió ir a casa de su padre.

Tomó el primer tren y fue hasta ese lugar.

Llamó a la puerta, cuando él abrió la puerta sus miradas se encontraron.

—Padre… —dijo casi con suplica.

Los ojos del hombre se abrieron enormes.

—Tú estás muerta para mí —dijo y cerró la puerta en su rostro.

La mujer dio un paso atrás. Presentía eso, no la sorprendió. Dio la vuelta, se fue de ahí.

Pensó que era un error, no sabía a donde ir.

Todo lo que quería era visitar la tumba de Lisardo.

Elisa logró encontrar el cementerio de la ciudad, al llegar, habló con el vigilante, fue él quien le ayudó a encontrar la tumba con  algo de dinero.

Ella llevaba rosas, y las depositó en la tumba, ni siquiera era una tumba digna, estaba cubierta de tierra, con solo una cruz con su nombre. Elisa sintió como el dolor no había pasado, seguía ardiendo en su corazón.

Recordó las palabras del abogado Rafael.

«Mi amor, ¿fuiste asesinado? No puedo vivir con esta duda, si esto es verdad, el culpable debe pagar», pensó.

Elisa tuvo la idea de ir a la empresa Moctezuma, y hablar con ese hombre, necesitaba saberlo todo de una buena vez.

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