―Duque Bailler, ―la voz incitante de un mercenario se acercó por el camino. ―Debería rendirse, sus hombres no durarán contra nosotros.
Un grupo de hombres con capas negras, y la marca de la cofradía se apareció unos minutos después de que Norah y las demás se internaran en el bosque. Albert no sabía si las habían visto, pero no les daría oportunidad de seguirlas.
Hizo una seña a sus hombres, y sin esperar que el idiota que parecía que era el líder hiciera el primer movimiento, empezó la pelea.
Sus soldados se escondían entre los árboles también, el ataque empezó pronto. Espadas, arcos, dagas y armas ocultas.
El alarido de batalla espantó a las aves que anunciaron la matanza.
Norah y las otras mujeres escucharon, pero no se detuvieron, la batalla estaba demasiado cerca, y así alguna caía en manos de esos mercenarios, solo servirían como rehenes y estorbos.
―¡Sigamos!
La voz de Richard susurró mientras les hacía señas, James habí
Norah no se movió, pero miró fijamente al hombre alto y de mirada gentil. No pudo evitar notar que se veía cambiado, con cansancio en los ojos, tal vez, vacío, tal vez sin brillo. El tiempo lo había hecho más viejo, más experimentado en el dolor y la fatiga. Ese hombre que recordaba en el pasado ya no existía, aunque era audaz y peligroso, tenía vida en los ojos y alegría en la cara. Se reía con entusiasmo y ánimo, pero era gentil y bonachón. Su padre siempre decía que era demasiado generoso y sincero para ser un caballero, pero ese hombre era el líder de los demás. Todos lo seguían por su lealtad y fidelidad a su amo. Ahora solo quedaba un recipiente sin relleno. Sin embargo, Norah también sabía que ese hombre no se dejaría vencer tan pronto. Sabía que vendría por ella, por su madre también, y que sería su mejor opción para escapar del sufrimiento. Pero… llegó tarde… demasiado tarde. ―No puedo ir con usted Sir Johan, sabe que no puedo. El homb
Las fechas salían por todos lados, llegando y enterrándose en los árboles. Las hojas caían mientras la pequeña lluvia se cruzaba entre las ramas. Era una confusión de espadas y de brazos. Norah seguía sosteniendo a Nina que parecía a punto de dejar de respirar, la sangre manchaba su vestido azul y lo volvía oscuro. No podía dejarla, no podía. ―Espera… no te duermas… no cierres los ojos. ―Mi… milady, debe escapar, esos hombres trataban de matarla. Era imposible no darse cuenta de que las flechas estaban dirigidas a ella, incluso en ese momento, si no fuera por el oportuno apoyo de los tres caballeros junto con Nadia y su compañero, ya habrían pasado cientos de flechas hacia ella. ―No te dejaré sola… no lo haré. ―¡Milady! ―le gritó Nadia. ―¡Debe irse, ahora! Esteban la acompañará. ―No puedo… no la dejaré. El otro caballero ya estaba preparado para llevarse a Norah, pero de repente, la lluvia de flechas se desvaneció.
El sol salió como de costumbre. Hermoso, brillante. Brindaba calor a los seres de abajo. La lluvia había dejado de caer después de cubrirlos por la noche, y aunque había una ráfaga de viento constante y el fresco del bosque los hacía tiritar con frío. Los soldados permanecieron alertas y agradeciendo al sol su calidez. Habían escuchado de la atrocidad de James y Richard, los caballeros escoltas de la Duquesa. Habían acabado con al menos una docena de mercenarios ellos solos. Bastante impresionante para ser tan jóvenes. Sin embargo, no salieron tan bien librados. Rajaduras en sus brazos, una pierna rota y, tal vez veneno en las heridas. ―Tómate esto, ―le dijo Richard a su hermano que seguía muy atento al carruaje de la Duquesa. ―Ella está bien, no está herida, tú, en cambio, parece que te desmayaras al siguiente instante. ―Le… le fallamos. El susurro de decepción fue un golpe para los dos hermanos. Habían jurado protegerla de todo, pero una dis
―Otra vez. ―No puedo, ya estoy cansada. ―Hazlo otra vez, Norah. ―Pero… papá… Una joven Norah, de apenas diez años tenía la espada en su mano, ligera, alargada, con el mango plateado y lleno de pequeños zafiros. Su papá, el gran Duque Fernando la observaba mientras le daba lecciones. ―Necesitas saber esto, algún día no estaré para protegerte y debes saber cómo blandir la espada. ―Pero pesa mucho… y me lastima la mano. ―No dijiste eso cuando jugabas con el arco y la flecha. ―Son más fáciles de usar, y me gustan. Fernando dejó salir una pequeña risa, pero al siguiente momento, volvió a atacar a su hija con un movimiento desprevenido. ―¡Hey! Eso es trampa. ―Mi querida Norah, la vida es una trampa, y más cuando hay seres humanos que te harán la vida imposible si no estás preparada. ―Tú también eres un ser humano… Fernando sonrió y asintió. ―Si, lo soy, y por eso te estoy tendiendo una
La mansión Bailler en la Capital no era como ninguna otra, si el Ducado era enorme, impresionante y con amplias extensiones de terreno de plantas y flores blancas. La mansión en la Capital, parecía un encantador y acogedor castillo con los muros adornados de flores rosas. Cualquiera que viviera en la capital de Pearce, conocía bien ese castillo. Aparte de ser un punto turístico y un centro de inspiración para cientos de artistas, era el lugar donde los generales más poderosos del reino llevaban a cabo reuniones con el líder del ejército, el Duque Bailler. Si bien, le debían lealtad y fidelidad a la Corona, sus alianzas estaban con la casa Bailler, que había mantenido al ejército por tantas generaciones. Ese simple hecho generaba rumores en todos los estratos de la sociedad, las lealtades de los grupos de poder eran fácil de manipular, y había quiénes se movían conforme a las corrientes. Un simple movimiento podía provocar olas de provocación que rayaban con la rebeli
―Milady, espero que sea de su agrado la comida, nuestro chef Hugo la preparó con especial atención para usted. La Señora Mireya Reid, el ama de casa de la mansión aparecía contenta al recibir a la nueva Duquesa. A diferencia de las demás sirvientas y de lo que dijera la alta sociedad, ella tenía su propia forma de pensar. Había cuidado de la mansión desde varias generaciones atrás y sabía distinguir muy bien el carácter de la gente. Claro está, que si la Duquesa hubiera sido como los rumores decían, una mujer orgullosa y mimada, presuntuosa y de carácter horrible, no hubiera dejado salir sus comentarios al Duque. Sin embargo, lo que observó esos días, fue que la mujer de cabello plateado era todo lo contrario, incluso era mucho más inocente de lo normal, pero inteligente y suspicaz. No podía estar más feliz. ―Gracias Señora Reid, por favor dígale al Chef Hugo que todo me parece delicioso. ―Claro que sí, milady. La señora Reid dejó salir una gran sonri
―No me quiero ir, por favor, Albert, déjame quedarme otros días más… yo… yo te aseguro que no haré ningún escándalo. Gina no se había dado por vencida y había armado un berrinche el día que su hermano llegó para llevársela. Se había quejado de un dolor en la pierna derecha por el ataque de los mercenarios, y, aunque no había dicho nada ese día, ni los siguientes, de repente apareció una fractura en su pierna derecha. ―Estarás mejor en tu casa, te atenderán mejor ahí, por el momento mis doctores y sirvientes deben estar al pendiente de mi esposa. Había frialdad en las palabras de Albert, ya la había dejado hacer de las suyas por tanto tiempo y ya no tenía ganas de seguir complaciendo sus caprichos. Era suficiente con soportar su descaro al tomar las pertenencias de su esposa, sin devolver nada, incluso era posible que los rumores sobre el supuesto escape de Norah hubieran empezado con ella. ―No… no me iré… Gina se arrodilló con los ojos llenos
―¿Qué tratas de hacer? Albert la regresó a su habitación, los demás sirvientes no los habían seguido. Nadie tendría el coraje. ―¡Suéltame! ―le gritó Norah mientras le quitaba la mano. ―Y no intento hacer nada, solo quería que tu amiga se quedara en el castillo, dada su condición, sería contraproducente que salga con la pierna lastimada. Sería mejor que se recupere aquí, ¿no lo cree, milord? Cruzó los brazos, no sabía porque estaba tan irritada. Pero las palabras que parecían expresar preocupación por esa mujer de parte de su esposo, la hacían irritar. Albert frunció el ceño, y de repente una extraña idea se le ocurrió. Lo hizo sonreír verla con las mejillas coloradas. ―Estas celosa. No era una pregunta. Norah se volteó con los ojos bien abiertos y con los puños bien apretados. ―Milord, yo no me atrevería a estar… ―Sí lo estás, no puedes negarlo, Norah. El hombre se acercó a ella y la tomó de la cintura, rodeándola con f