Capítulo 2: Amelia

Joaquín ha tenido otra pesadilla, me acuesto a su lado en su pequeña cama. Beso su frente y espero a que se duerma. Me abraza tan fuerte que me parte el alma. Es mi tesoro más grande. Lo veo con sus ojitos marrón claro, su piel blanca y su cabello castaño y recuerdo a su padre. Los ojos se me llenan de lágrimas, no puedo creer su suerte.

Al padre de mi hijo lo mataron cuando yo tenía cuatro meses de embarazo, y al hombre que lo iba a adoptar lo mataron a unos pocos días de firmar los papeles. El destino de mi pobre hijo es no tener padre.

Al menos, no pasamos necesidades ya. Desde que Mauricio llegó a nuestras vidas, nos acostamos con la barriga llena, puedo darle atención médica a mi hijo y tenemos un techo sobre nuestras cabezas. Un techo que pronto no podré mantener, tendremos que mudarnos a un sitio más pequeño.

Suena un relámpago que ilumina la habitación, él ya ha cerrado los ojos, sin embargo, se sobresalta. Lo abrazo más a mí y lo beso en la frente. La lluvia no ha cesado, me da mal cuerpo como si anunciara un mal presagio. Desde la muerte de Mauricio, todo han sido malas noticias. Cierro los ojos y decido no pensar en cosas malas.

El sueño me vence y dejo que sea así, mientras escucho de fondo la lluvia golpear contra las ventanas, necesito dormir, descansar y junto a mi bebé lo puedo hacer en paz.

Siento un beso húmedo en la mejilla, abro los ojos y veo a mi Joaquín sonriéndome con picardía.

—Mami. Párate. Tengo hambre.

Lo beso en la mejilla. Se abraza a mi cuello.

—Ya me levanto mi vida, me quedé dormida junto a ti. —Acaricio su cabello y él me sonríe con ternura.

Lo llevo al baño, hago que se asee y luego lo hago yo. Me cambio y bajo con él para prepararle algo de comer. Mientras él se distrae con piezas armables en el piso de la cocina, yo le hago una arepa que le preparé con queso y mantequilla. Saco la avena fría, le agrego leche y dejo que se ponga a temperatura ambiente. Me preparo un café y otra arepa para mí.

—¿Qué vamos a comer, mami?

—Arepita.

Arruga la cara.

—Quiero panqueques con dulce…

—No. Claro que no.

Se me arruga el corazón, Mauricio lo acostumbró a desayunar eso. Se convirtió en su desayuno favorito, desde que Mauricio no está, no he podido preparárselos sin romper en llanto. Paso saliva y le sonrío.

—Mañana te daré cereal para el desayuno, hoy: arepa.

Se b**e con una mueca de desagrado y sigue jugando en el piso de la cocina. Apago las hornillas y le sirvo su comida. Lo siento en su pequeña mesa y aunque se quejó, como tiene hambre se devora todo incluso chapándose sus deditos. Miro a nuestro alrededor y debo reconocer que hemos sido afortunados a pesar de las circunstancias, no podría darle nada a mi hijo, de haber sido por Mauricio.

Tocan el timbre, lo cual es extraño. Camino hacia la puerta y me asomo por el ojo mágico: Es don Aurelio. Suspiro y me llevo una mano al corazón que se me acelera como loco, la familia de Mauricio no quiere saber nada de mí, siempre han utilizado a don Aurelio como mensajero.

Abro y le pongo mi mejor sonrisa.

—Buenos días, don Aurelio, pase. ¿Gusta un café? —pregunto.

Él me sonríe de vuelta.

—Quiero presentarte a alguien —dice con solemnidad. Hace un gesto con la cabeza y se asoma una persona.

Jadeo de asombro y me llevo las manos hasta la boca cubriéndolas. Siento como las lágrimas se me acumulan en los ojos y el nudo de mi garganta se hace más grande. Paso saliva. Repaso la figura del hombre frente a mí: es Mauricio.

—Mauricio —musito.

Él enarca una ceja, su mirada es desafiante, me mira de arriba abajo, de pronto recuerdo que llevo una bata rosada enorme y pantuflas, no me he peinado y tengo las manos llenas de comida que Joaquín regó.

—Sergio, soy Sergio, hermano de Mauricio —dice con voz firme y grave. Pestañeo varias veces. «Su hermano».

—¿Podemos pasar? —pregunta don Aurelio, me he quedado colgada en la imagen del hombre frente a mí, alto, de piel trigueña, cabello liso, ojos verdes, cejas pobladas y labios gruesos. Es idéntico a Mauricio.

—Sí, pasen, claro.

Hago espacio al abrir más la puerta, don Aurelio me sonríe amable mientras se ubica en un sofá, en cambio, el hombre que es tan alto como lo era Mauricio, y con su misma complexión física examina el lugar sin disimulo, de hecho de forma grosera.

—¿Café o agua?

—Estamos bien —sentencia el hombre sin mirarme. Sigue mirando la sala con interés.

—¿Y Joaquín? —pregunta don Aurelio con tono amable.

—Comiendo en la cocina —titubeo.

—Ahora lo saludo. Sergio, quería conocerlos.

—¡Oh! Ya veo. ¿Eran gemelos? —pregunto intrigada, me preocupa como reaccione Joaquín al verlo.

—No —responde el hombre, se sienta frente a mí en el sofá junto a don Aurelio—, soy un año y medio mayor. Nos parecíamos mucho sí. La gente siempre lo decía.

Incluso el corte de cabello, corto sobre las orejas largo arriba, cabello castaño oscuro que lleva engominado en un peinado moderno. Noto las diferencias, este hombre lleva un tatuaje en el cuello que llega hasta su pecho, puedo verlo porque trae una camisa blanca de maga larga abierta adelante hasta el segundo botón. Trae pantalones y zapatos de vestir.

—Sergio vive desde hace muchos años entre Alemania y Francia, se fue hace unos siete años, ya ¿cierto? —explica el anciano.

—Hola —dice Joaquín desde el pasillo, es por lo general tímido, pero le agrada don Aurelio.

—Pequeño —lo saluda, se levanta del sofá y se acerca a él en el pasillo que viene de la cocina.

—¿Y tus hijos? ¿No los trajiste para jugar?

Don Aurelio se carcajea.

—Son mis nietos, y no, no me acompañan hoy, te prometo que los juntaré pronto.

Miro a mi hijo, aterrada de que mire al hombre frente a mí. Alza sus ojitos marrón con curiosidad hacia la sala, abre mucho los ojos, suelta el peluche que sostiene en su mano y corre hacia el hombre que se queda con los ojos muy abiertos ante la reacción de mi hijo que, se lanza sobre él y se cuelga de su cuello. El hombre lo sostiene con torpeza.

—No moriste… mi mamá dijo que no te vería más, si es mentirosa —chilla. Llora profusamente.

Don Aurelio corre hacia ellos y los separa antes de que yo pueda reaccionar.

—No, Joaquín, él no es Mauricio. Es su hermano, sé que se parecen mucho —le explica con paciencia.

Mi hijo se limpia las lágrimas y los mira confundido.

—¿No es mi papá Mauricio?

—No, es su hermano.

—¿Es mi tío?

—Sí, algo así —le explica don Aurelio.

Me limpio las lágrimas, tomo a mi hijo por un brazo y lo siento junto a mí en el sofá. Miro a los hombres que han venido a revolvernos los sentimientos, como retándolos.

—Bien, aquí estamos, ¿qué quieren?

El hombre se queda con la mirada fija sobre mis ojos, sonríe. Mira a Joaquín, le sonríe con más amplitud.

—Mi hermano parece que te adoraba, Joaquín, puedes contarme que hacían juntos, puedes contar conmigo, no soy él, pero te apuesto a que soy mejor en los videojuegos.

Aunque Joaquín se ve confundido, sonríe.

—No, no jugamos videojuegos, eso vuelve loco a los niños, jugábamos a la pelota —responde. El hombre se echa a reír y aplaude.

—Bien, porque soy una estrella con la pelota.

—¿Chiquita o grande?

—De todo, soy un deportista estrella.

Joaquín me ve, se cubre la boca y ríe. Se baja del sofá, se acerca al hombre y le ofrece su puño para chocarlo, el hombre lo hace y Joaquín estalla en risas. Me extraña ver a mi hijo así, él es muy tímido, le toma tiempo adaptarse a las personas. «Es porque se parece a Mauricio», pienso.

Parece que es una simple visita amable, pero no sé por qué se me ha instalado un nudo en el pecho.

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