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4. Segunda amante

Durante lo que quedaba del día, no volvió a cruzarse con él. Miró varias veces hacia la cima de las escaleras mientras limpiaba, con la esperanza de al menos ver su sombra. Pero nada, aquel hombre misterioso no dio señales de vida.

Annika terminó su jornada y, como le tocaba, volvió a casa. Subió al taxi con el estómago revuelto, una mezcla de nervios y rabia, porque sabía que la esperaba una pelea con su esposo. Todo por haber encontrado trabajo. Claro que, le costara lo que le costara, pensaba mantener su papel de víctima perfecta, la esposa mártir. Ya había planeado cómo actuar.

El taxi la dejó frente a la mansión de Rainer. Bajó, mirando el enorme caserón con desconfianza. Pagó al conductor y respiró hondo antes de cruzar la puerta.

Al entrar al salón, lo primero que vio fueron maletas y bolsas de compras desparramadas por todos lados. Las sirvientas iban y venían, cargándolas escaleras arriba, mientras Annika observaba todo con una expresión de incredulidad. ¿Rainer tendría visitas? ¿Algún familiar que no le había mencionado? Esa idea la dejó inquieta.

Entonces apareció Lavinia, cargando bolsas como las demás. Su cara no auguraba nada bueno, parecía fastidiada.

Annika decidió no preguntar. Subió directamente a su habitación, pero, apenas en el corredor, escuchó una voz femenina dando órdenes. La curiosidad pudo más y se asomó. Ahí estaba, una mujer pelirroja, con un porte elegante, aunque bastante provocativo. Parecía la dueña del lugar, organizando las maletas y bolsas según su antojo.

—¡Cuidado con esas cosas, no son baratijas! —escuchó Annika a la pelirroja ladrar órdenes con un tono altanero—. ¡Más despacio, por Dios!

Annika no pudo más con la curiosidad y, plantándose frente a la mujer, soltó:

—¿Quién demonios eres?.

La mujer giró sobre sus tacones, fulminándola con la mirada de arriba a abajo. Una sonrisa burlona apareció en su rostro antes de responder.

—No me digas... —se mofó mientras avanzaba hacia Annika—. ¿La esposa de Rainer? ¡Por favor! Esto es un atentado visual.

—He preguntado quién eres, no me cambies el tema —respondió Annika, tratando de mantener la calma, pero la rabia comenzaba a hervirle por dentro.

—¿Yo? —la pelirroja ladeó la cabeza, con una sonrisa que gritaba arrogancia—. Soy Jessica Engel, la mujer de Rainer. ¿Y tú?

Annika se quedó paralizada un segundo. ¿La mujer de Rainer? Repitió las palabras en su mente, saboreando el veneno que llevaban. Era fácil autoproclamarse “su mujer” cuando se trataba de él. Ni ella, que era oficialmente su esposa, podía llamarse así, y la idea de ocupar su cama le resultaba tan repugnante como improbable.

De pronto, algo captó su atención: el aroma a rosas. Un perfume fuerte y conocido. Miró la ropa elegante que llevaba Jessica y lo entendió todo en un instante. Esa era la dueña de las prendas que Lavinia le había dado: la ropa, los cosméticos... Incluso las cosas que movían ahora pertenecían a esa mujer. Jessica no solo estaba reclamando un espacio; estaba marcando territorio en lo que, aparentemente, siempre había sido suyo.

Con un suspiro sarcástico, Annika alzó la barbilla y dijo con frialdad:

—Soy Annika Klein, la esposa de Rainer —se presentó, sin que su rostro traicionara emoción alguna—. Bienvenida, Jessica.

La pelirroja entornó los ojos y comenzó a rodearla como un depredador, analizándola de cerca.

—Vaya, parece que ya te diste cuenta de cuál es tu lugar aquí, ¿verdad? —canturreó con desdén.

—Claro —respondió Annika, encogiéndose de hombros—. Yo soy la esposa. Lavinia es la primera amante y tú la segunda. ¿O será al revés?

La sonrisa de Jessica desapareció al instante. Se le plantó enfrente con una furia que ni intentó disimular.

—¿Lavinia? —preguntó con rabia contenida—. ¿La m*****a sirvienta?

Annika dejó escapar una risita ácida.

—Oh, ¿no sabías? —dijo con fingida sorpresa—. Mi marido tiene la peculiar tendencia de revolcarse con la servidumbre. Pensé que era algo de lo que estabas al tanto.

Jessica apretó los dientes, su rostro enrojeciendo de ira.

—¡Dos malditos meses fuera y esa muerta de hambre aprovechó para meterse en mi cama! —escupió, casi gritando—. ¿Y tú qué? ¿Qué pintas en todo esto? No te interpongas entre Rainer y yo. Estuve aquí antes que tú y he venido a recuperar lo que es mío.

Annika alzó una ceja y se cruzó de brazos.

—Tranquila, no tengo intención de pelear por un hombre al que le gusta coleccionar amantes como si fueran trofeos. —Hizo una pausa, clavándole una mirada helada—. La única diferencia entre tú y Lavinia es que, al menos contigo, no tiene que pagar por abrirle las piernas. O al menos eso creo.

Jessica abrió la boca, incrédula, pero Annika no le dio tiempo para responder.

—Que te diviertas —remató antes de darse la vuelta y caminar hacia su habitación. Cerró la puerta detrás de ella, dejando a Jessica en medio del pasillo, furiosa y sin palabras.

Aprovechando que Rainer aún no llegaba, Annika se metió a la ducha. Luego, se cambió con cuidado, pero no sin antes llevar a cabo su pequeño teatro: se magulló un poco las manos a propósito y se puso algunas tiritas estratégicamente, justo donde sabía que él las notaría. Frente al espejo, practicó su cara de sufrimiento hasta que salió perfecta. Esa fachada de víctima que tanto le servía. Pero la verdad, estaba harta de todo ese circo. Tanto, que el simple hecho de hacerlo le daba asco.

Cuando estuvo lista, se acostó en la cama a esperar. Su mente empezó a divagar, como siempre, y no tardó en aterrizar en el dueño de la mansión donde trabajaba. Aquel hombre que parecía un maldito enigma andante. ¿Por qué llevaba máscara? ¿Qué carajo escondía? ¿Por qué no podía hablarle ni mirar más allá de lo permitido? ¿Y qué demonios había en el segundo piso o en el sótano, que tanto empeño ponían en mantenerlos fuera de su alcance? Tenía tantas preguntas que le dolía la cabeza de tanto dar vueltas.

A pesar de todo, había algo de lo que estaba segura: conseguir ese trabajo era lo mejor que le había pasado en mucho tiempo. Solo esperaba que esa pequeña alegría no se esfumara tan rápido como todo lo demás en su vida.

Cuando estaba a punto de quedarse dormida, el rugido del motor del auto de Rainer la hizo abrir los ojos de golpe. Su tormento había vuelto. Pero ni se molestó en salir a recibirlo; se quedó en la habitación, acurrucada contra la cabecera de la cama, hecha un ovillo. Tenía todo calculado, sabía perfectamente lo que iba a hacer con él.

Esperó. Pasaron largos minutos, tal vez media hora, hasta que la puerta de la habitación se abrió y su esposo entró, cerrándola detrás de él con un portazo que resonó como un disparo en el silencio. Annika apretó los dientes, obligándose a mantenerse firme.

—¿Por qué no has salido a recibirme? —le soltó él de inmediato, con ese tono frío que siempre usaba para recordarle quién mandaba. —¿Ya se te olvidó quién eres?

—Tú me dejaste claro que no soy nadie —respondió, sin molestarse en mirarlo —. Estoy actuando como tal. ¿Querías verme? No puedes ni soportarlo.

—¿Quién dice eso? —Los pasos de Rainer retumbaron sobre el suelo mientras se acercaba hasta ella. En cuanto estuvo a su alcance, le sujetó el mentón con fuerza, obligándola a mirarlo. Sus ojos, llenos de lágrimas contenidas, no pasaron desapercibidos. —¿Otra vez llorando?

—¿Vienes a burlarte? —le apartó la mano de un manotazo. —Anda, hazlo. Ya bastante me has humillado. No te basta con la zorra de Lavinia, ahora resulta que traes otra amante y, para colmo, le das la habitación de anfitriona. Esa debería ser mía, ¿no crees?

—Nada aquí es tuyo —gruñó él, sin molestarse en negarlo. Su mirada oscura y despectiva hacía que la sangre de Annika hirviera. —Jessica es mi amante favorita desde que tú decidiste rechazarme. Se queda donde yo diga.

—Perfecto —bufó ella, sorbiendo con disimulo mientras sus ojos brillaban con rabia. Fue entonces cuando él notó sus manos, cubiertas de magulladuras y vendajes improvisados —. Sigue trayendo a cuanta zorra quieras. Sigo siendo tu esposa.

—¿Qué demonios es esto? —La tomó de las muñecas, alzándolas para inspeccionarlas de cerca. —¿No pudiste con ese trabajito de m****a que te conseguiste? Sabía que eras una inútil.

—Y aun así me prefieres como esposa —soltó con sarcasmo, mirando a otro lado. —Qué desgracia la tuya, Rainer. Sabías que no podía con esto y aún así me has empujado a mendigar.

—¿Me culpas a mí cuando la única culpable aquí eres tú? —murmuró con desprecio mientras le tomaba el cabello, inclinando su cabeza hacia atrás con un movimiento brusco—. Deja de jugar a la víctima, Annika. Pero pensándolo bien... si no puedes ni trabajar para servir de algo, entonces te encerraré aquí. Permanecerás disponible para mí cuando lo necesite. No tendría problema con eso; después de todo, detesto que estés lejos de mí.

—¿Qué? ¡No puedes hacer eso! —balbuceó ella, con la voz cargada de miedo. Su mente estaba nublada, incapaz de articular algo coherente—. Me cuesta trabajar, pero no quiero estar encerrada. Por favor, puedo... puedo hacer las cosas bien. Sólo dime qué hacer. ¿Quieres que me acueste contigo? Lo haré, haré todo lo que digas, pero por favor, no me encierres. Ya tengo suficiente con todo lo que me haces pasar.

Él soltó una carcajada seca, su mirada descendiendo lentamente hasta los temblorosos labios de Annika. Una punzada de placer viajó a su entrepierna.

—¿Tan desesperada estás? —susurró con un brillo oscuro en los ojos, disfrutando de su súplica y el poder que tenía sobre ella—. Dime, ¿qué gano yo si te doy la libertad que tanto deseas?

Annika tragó saliva, sintiendo que cada palabra que decía era como una cadena que se cerraba más alrededor de su cuello.

—Todo de mí —respondió entre lágrimas, la desesperación mezclándose con una creciente ira que intentaba reprimir—. No tengo a dónde ir, ni familia, ni amigos. Tú eres todo lo que me queda.

—¿Todo de ti? —repitió con una sonrisa torcida, apretando su agarre en el cabello de ella, inclinándola un poco más hacia atrás—. ¿Estás dispuesta a hacer todo lo que te diga? ¿Segura?

Las lágrimas rodaban por las mejillas de Annika, pero su cuerpo asintió casi por instinto. Aunque cada fibra de su ser estaba asqueada, sabía lo que él quería. Y si alimentar su ego era el precio para evitar ser encerrada, entonces lo pagaría.

—Dímelo, Annika. Quiero escucharlo de tus labios —exigió con arrogancia, acercando su rostro al de ella, tan cerca que podía sentir su aliento entrecortado.

Ella apretó los dientes, deseando desaparecer.

—Haré todo lo que quieras —susurró finalmente, odiándose por cada palabra que pronunciaba.

Rainer sonrió, satisfecho, y soltó su agarre del cabello. Retrocedió un par de pasos mientras sus manos iban directo a la hebilla del cinturón. Annika tragó con dificultad, sintiendo un nudo en la garganta que no bajaba.

—Arrodíllate y abre la boca —le ordenó con esa voz fría que no daba espacio a rechazos—. Ahora.

Las manos de Annika temblaban mientras se deslizaba de la cama y caía de rodillas frente a él. Cada movimiento era un recordatorio de lo poco que le quedaba de dignidad.

Sabía perfectamente lo que seguía. Era asqueroso, humillante, pero si con eso lograba evitar algo peor, lo haría. No había escapatoria. Más tarde, cuando él se hartara de este maldito juego, iba a tomarla de todas formas, sin importarle cuánto rogara o gritara.

Lo siguiente que pasó fue peor aún. Una mano dura y brutal en su cabello, jalando con tanta fuerza que podía sentir su cuero cabelludo protestar. Su mandíbula dolió cuando la obligó a abrir la boca, y casi vomitó en el momento en que aquel trozo de carne húmedo llegó a las profundidades de su garganta.

Gorgojeos, gemidos ahogados y protestas silenciosas eran lo que se escuchaba en la habitación. Rainer tiró su cabeza hacia atrás en plena satisfacción, disfrutando como nunca, y Annika, que luchaba por aire, sentía que estaba a punto de desmayarse. Pero no lo hizo, no le iba a dar el gusto.

Fue tanto el placer de Rainer que en menos de nada disparó su clímax, su cuerpo tensándose por todas partes y dejando escapar un gruñido de puro placer. La cara de Annika quedó manchada del líquido blanco que resbalaba por su barbilla, junto con la saliva y unas motas carmesí. Sangre de su propia boca.

Rainer no dijo nada más. Se subió el pantalón y lo abrochó, dejando a Annika en el suelo en completo silencio. No se atrevía a levantar la cabeza por la humillación.

—Bien hecho, puta —le escupió—. Si sigues así, entonces obtendrás lo que quieres.

Luego salió de la habitación como si nada, cerrando la puerta con fuerza.

***

—¡Señorita Klein! —la voz áspera de Sergio la hizo saltar de sorpresa—. ¿Qué demonios le pasa? La he estado llamando.

—Lo siento, ¿qué decía? —se acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja, avergonzada.

—Vaya a limpiar el jardín trasero primero —le ordenó, mirándola con curiosidad y desaprobación—. ¿Todo bien? Dígame si puede con el trabajo.

—Sí, sí, claro que puedo —respondió rápidamente, sin atreverse a mirarlo—. Voy enseguida.

Salió casi corriendo en busca de la aspiradora de hojas, con la cabeza agachada y la mente perdida. Sentía vergüenza, se sentía sucia, y deseaba desaparecer. Había pasado la noche llorando por lo que Rainer le había hecho, y se sintió aún peor cuando pudo salir de la mansión al comenzar su segundo día de trabajo como si nada. Su libertad era la recompensa de haber cometido esa atrocidad la noche anterior, y el sentimiento de suciedad la atormentaba.

Por suerte, no se había cruzado con Rainer en la mañana, ya que, según las sirvientas que se encargaban de hacerle la vida imposible, él y Jessica habían salido a desayunar fuera. No solo tenía que soportar las burlas de toda la mansión, sino que, para colmo, ni siquiera le habían dado de comer. Le dolía el estómago, pero más que eso, le dolía el alma.

Se sumió en sus pensamientos mientras aspiraba las hojas y recogía escombros en el patio. Aún quedaba mucho por hacer, pero se tomaba su tiempo, buscando alargar las horas en ese lugar.

Dejó de aspirar cuando el dolor volvió a punzarle la mandíbula y la comisura de los labios, agrietados por la violencia que había sufrido. Solo recordar aquel momento le hacía erizar la piel de pura repugnancia.

Su momento de soledad fue interrumpido por los maullidos de un gato. Estaba casi segura de que era el mismo gato negro de ayer, aquel que se frotó contra la pierna de su jefe.

Giró la cabeza en todas direcciones hasta que lo vio, nada menos que encaramado en la copa de un gran árbol en el centro del jardín. Annika suspiró y negó con la cabeza. Tenía demasiados problemas como para ocuparse de un gato. Puso las manos en las caderas y lo miró, esperando que bajara solo. Pero no lo hizo, solo maullaba más.

—¿Piensas que voy a subir por ti? Ni lo sueñes —le dijo Annika, de mal humor—. Baja ahora mismo o tendremos problemas. Es mi segundo día de trabajo, colabora conmigo.

El gato respondió con un maullido desafiante. Se acomodó en la rama del árbol y la observó fijamente.

—¿Quieres pelear? Baja ya, ¿o qué? Así como subiste, baja —la señaló con el dedo, indignada—. ¿Sabes que me pueden despedir por culpa de un gato como tú?

El gato se levantó sobre sus patas y empezó a caminar por la rama del árbol. Annika sintió un escalofrío cuando vio cómo su pequeña pata resbalaba en la corteza. ¿Qué pasaría si el gato caía desde esa altura? ¿Y si le pasaba algo? No era su trabajo cuidar gatos, pero sí era la única empleada en ese lugar. Y ese gato pertenecía a su jefe.

—Quédate quieto, ya voy por ti —dijo finalmente, resignada. Como si la hubiera entendido, el gato se sentó nuevamente en la rama, observándola con sus ojos dorados mientras ella se remangaba la falda para subir al tronco.

Annika empezó a trepar, con el corazón acelerado mientras el gato comenzaba a maullar cada vez más fuerte. Estaba tan cerca de alcanzarlo que casi podía sentir el calor de su pelaje. Cuando, de repente, el maullido cesó por completo. Annika miró hacia arriba, pero lo que vio la dejó congelada.

El gato, en lugar de quedarse quieto, saltó de la rama directamente hacia ella, pero en el aire hizo un giro y cayó...en cuatro patas. Como si fuera lo más natural del mundo, se quedó allí, sentado en el pasto, mirándola con total tranquilidad. Annika, atónita, soltó un suspiro de frustración.

—¿En serio? —dijo rabiosa —¿Este era tu plan, gato malcriado?

Intentó bajar por el mismo lugar, ahora con miedo de mirar hacia abajo por lo alto que estaba. Maldijo entre dientes por el dolor en las manos, heridas por las magulladuras que se había hecho el día anterior, a propósito por cierto.

Un solo resbalón fue suficiente para que el pánico la invadiera. Se soltó del grueso tronco, perdió el equilibrio y el control. Gritó, esperando el golpe al caer, pero el impacto nunca llegó. En lugar de eso, sintió una fuerza que la sostuvo con precisión. En lugar de ser dos brazos, podían ser incluso dos gruesos troncos. Pero no, eran de carne y hueso. Definitivamente eran dos fornidos brazos.

Y esos ojos plomizos y fríos que había visto el día anterior ahora estaban tan cerca de su rostro que podía verlos con total claridad.

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