POV: Annika Klein
Me quedé helada, rígida como una estatua, sin atreverme a mover ni un músculo. Mis manos seguían sobre sus hombros, y mis ojos estaban atrapados en los suyos. "Está prohibido hablar con el propietario. No le dirija la palabra, ni haga nada que le cause molestias." Las palabras del anciano resonaron en mi mente, y el pánico se coló en mi pecho. Aún no había pronunciado una sola palabra, pero estar en sus brazos ya debía de ser una molestia, ¿no? Sus ojos… eran como cuarzo ahumado, mármol gris, o la neblina matinal sobre las montañas. Una mezcla fascinante y helada que no dejaba entrever nada. Su respiración, regular y suave, se percibía incluso a través de la mascarilla que cubría su rostro, y estaba tan cerca de mí que el vello de mi piel se erizó. —Hola —susurré, casi con vergüenza. Fue lo único que se me ocurrió decir. Genial, ya había roto una regla, pero, ¿qué más daba? La culpa era de su gato, no mía—. Eh… ¿podría bajarme? Y gracias. Él no se movió. Yo quería desaparecer. El silencio que nos envolvía era tan denso que dolía, y esos ojos grises seguían clavados en mí, insondables. La frustración creció dentro de mí porque la mascarilla no me dejaba ver su expresión, ni una pista de lo que pensaba. Deslicé un poco las manos en sus hombros, con la esperanza de que hiciera algo, pero entonces sentí cómo sus músculos se tensaban bajo mis dedos. Me congelé, aparté la mirada, y la incomodidad me envolvió como una nube. —Su gato… —murmuré, en un intento por llenar el vacío—. Estaba en el árbol, y… quería alcanzarlo. Qué idiota. Por supuesto que ya lo sabía. ¿Por qué tenía que explicar algo tan evidente? Pero este hombre era como una pared. No, peor, porque ahora yo estaba encima de esa pared. ¿Qué diablos estaba haciendo con mi vida? Entonces, por fin se movió. Sus grandes manos enguantadas se deslizaron brevemente por mi cintura al dejarme de pie sobre el pasto, pero no se marchó de inmediato. Se quedó mirándome, y yo tuve que alzar mucho la cabeza para volver a encontrar sus ojos. Su altura era abrumadora. "Es una bestia humana." Ladeó ligeramente la cabeza, y su mirada me recorrió como si yo fuera una anomalía. Algo fuera de lugar. Me sentí más pequeña de lo normal, casi insignificante. Él era incluso más alto que Rainer, y eso ya era mucho decir. —¿Cómo se llama? —me atreví a preguntar, rompiendo el silencio sin importarme las consecuencias—. Yo soy… —hice una pausa, mordiéndome la lengua mientras una oleada de disgusto me invadía—. Annika Klein. Por instinto, escondí mi mano detrás de mi espalda, aquella donde llevaba mi alianza. Tendría que quitármela cuando viniera a trabajar. La última cosa que quería era que alguien supiera que estaba… lamentablemente casada. Él no respondió. Simplemente siguió observándome, y esa mirada inmutable comenzó a irritarme. ¿Era mudo? Ni siquiera conocía el sonido de su voz. Aunque por su apariencia, imaginaba que debía tener una voz grave y poderosa, algo que pudiera llenar cualquier espacio. El silencio se alargó, y con cada segundo, mi enojo crecía. ¿Qué demonios le costaba contestar? Pero nunca respondió. De repente, dio media vuelta, dándome la espalda, y se marchó sin contestar ninguna de mis preguntas. ¿Será por eso que Sergio me advirtió que no le hablara? Ahora no puedo evitar sentir miedo de que me despidan. Lo vi alejarse, seguido por su gato malcriado. Todo esto era culpa de esa bola de pelos, por su culpa estaba en esta situación tan absurda. Seguí aspirando las hojas del patio, pero no podía sacarme al ogro de la cabeza. Me preguntaba por qué no hablaba. ¿Sería mudo? ¿O simplemente yo le caía mal? Sin embargo, lo que realmente me tenía inquieta era esa sensación extraña en los lugares donde sus manos me habían tocado. Me picaban, como si hubiera dejado una marca invisible. «Debe de ser atractivo», pensé, perdida en mis propios pensamientos que nunca se detenían. «¿Cómo será su rostro?». Un escalofrío recorrió mi cuerpo y miré a mi alrededor, como si alguien me estuviera observando. Entonces noté el movimiento de una cortina en las ventanas del segundo piso de la mansión. Pero me di cuenta rápidamente de que era solo el viento, y de que estaba dejando que mi imaginación me jugara malas pasadas. Quizás todo esto era porque aún llevaba a cuestas el peso de mi pasado, persiguiéndome como una sombra. Terminé de limpiar al cabo de un rato y me di cuenta de que las horas de trabajo se me habían escapado sin darme cuenta. Ahora tenía que volver a ese maldito lugar, mi propio infierno en la Tierra. Entré y me dirigí a mi habitación de descanso. Estaba sudando y agotada. Normalmente no me cansaba tan rápido, pero últimamente ni comía bien ni dormía lo suficiente. Cada noche era un tormento; el miedo a que Rainer apareciera de repente y me hiciera algo no me dejaba cerrar los ojos. Era un terror que no me abandonaba. Cuando intenté agarrar el jabón o cualquier cosa para ducharme, mis manos ardían. Decidí apurarme y terminé rápido. Una vez lista, me puse ese vestido amarillo con flores que me dieron. Seguro también era de Jessica, pero ya no me importaba. Al salir del baño, ahí estaba el condenado gato, cómodamente instalado sobre mi cama, como si fuera el dueño de todo. Movió la cola al verme y me gruñó, enseñándome los colmillos. —¿No te basta con hacerme trepar a un árbol? ¿Ahora también te adueñas de mi cama? —le gruñí de vuelta, frustrada al recordar lo que me hizo—. ¡Fuera de mi cama ahora mismo! Vas a llenarla de pelos, desgraciado. «Genial, ahora estaba peleando con un gato». Me fijé en el collar que llevaba, donde se leía “Arthur”, y no pude evitar arquear una ceja. Claro, esta bola de pelos era especial, casi un aristócrata felino, así que no podía desquitarme con él. Suspiré resignada, tratando de conservar lo poco que quedaba de mi dignidad, y seguí alistándome para irme. La liga con la que me ataba el cabello cayó al suelo, y solté un bufido de pura frustración. Como si ya no fuera suficiente tener que volver a esa m*****a mansión y soportar a las dos mujeres de Rainer. Fantástico. Cuando me agaché para recoger la liga, descubrí que ya no estaba. Solo alcancé a ver, de reojo, cómo Arthur salía disparado de la habitación, probablemente con mi liga en el hocico. —¡Oye, peludo, detente ahí! —grité, mientras salía corriendo detrás de él—. ¡Devuélveme eso, ladrón de accesorios!. Pero el desgraciado no se inmutó. Siguió corriendo como si no hubiera un mañana, y yo, con mi agotamiento a cuestas, no tuve más remedio que perseguirlo. Lo vi escabullirse hacia las escaleras y subir al segundo piso. Claro, porque no podía ponérmela fácil. Sin pensarlo dos veces, lo seguí, jadeando como si acabara de correr un maratón. Ya no podía más, y este gato tenía la osadía de ponerme a hacer cardio. Cuando llegué al corredor, me detuve, sin aliento, con las manos apoyadas en las rodillas. Arthur había desaparecido. Ni rastro de él ni de mi liga. Mi cabello estaba hecho un desastre, cayendo por mis hombros de cualquier manera. Perfecto. Esto iba de mal en peor. Tarde me di cuenta de dónde estaba. Solo lo noté cuando me vi rodeada de un pasillo lleno de habitaciones, cuadros extraños, floreros elegantes y una decoración tan antigua que parecía sacada de un museo. «Mierda, el segundo piso». Había roto todas las reglas que el viejo gruñón me impuso, y sabía que eso me iba a costar caro. Seguro ya podía despedirme del empleo. Decidí regresar lo más rápido que pudiera antes de que alguien me viera, pero justo entonces apareció el maldito gato otra vez, cruzando la esquina del pasillo con mi liga en los dientes. Corrí tras él, de puntillas, rezando para alcanzarlo antes de que se le ocurriera otra travesura. Lo seguí hasta que se detuvo frente a una gran puerta de madera entreabierta. Ahí se quedó, parado, mirando hacia dentro, evaluando el lugar. Me detuve también, tratando de no hacer ruido, y comencé a susurrarle esperando que me entendiera. —Por favor, gatito —le supliqué en voz baja—. Sé bueno conmigo, ¿sí? Devuélvemela y te doy croquetas. Él movió la cola, y sus ojos dorados brillaron con un interés que no esperaba. «Bingo. Es un vendido por croquetas». —Ven aquí, pequeñito —continué, acercándome despacio para no espantarlo—. Solo déjala en el suelo y nadie saldrá lastimado. Pero algo dentro de la habitación captó su atención. Sus orejas se movieron ligeramente, y sus ojos felinos se clavaron en la oscuridad del lugar. Vi cómo levantaba una pata, listo para avanzar, y supe que estaba a punto de perderlo otra vez. Me lancé hacia él con largas zancadas, desesperada, pero fue inútil. El condenado saltó al interior de la habitación justo cuando yo llegaba. Apenas logré frenar a tiempo para no estamparme de cara contra la puerta. Logré ver desde el umbral de la puerta la habitación oscura. No podía distinguir nada, pero sabía que el gato estaba ahí dentro, probablemente jugando con mi liga. Una liga, una m*****a liga, y yo había venido hasta aquí por eso. Me sentía completamente estúpida. Escuché el maullido del gato desde adentro y me dieron ganas de entrar, pero me detuve. ¿Y si esa era la habitación de mi jefe? Me iba a meter en un lío tremendo. Demasiado tarde. Retrocedí dos pasos justo cuando vi una sombra grande formarse en el umbral. Era él, de nuevo, y yo estaba invadiendo su territorio. Mi corazón casi salta de mi pecho. Todavía llevaba la capucha negra, y solo podía ver sus ojos en la penumbra, brillando. ¿Qué le iba a decir? Estaba prohibido estar ahí. Me quedó mirando, nuevamente, sin decirme nada. —Eh...—tartamudeé, sin tener idea de qué decir—. Su gato... otra vez—. Mejor cállate, Annika. —Está ahí dentro, con mi liga. Por supuesto, con mi liga de cabello. Estupendo. No dijo nada. Nunca decía nada. Pero luego vi cómo abría la puerta ampliamente, como si me estuviera invitando a entrar. Era como si el mismo diablo me estuviera abriendo las puertas del infierno. —Yo...—tragué saliva—¿Quiere que entre? No respondió, ni siquiera asintió. Solo el silencio fue su respuesta. —No es... apropiado—seguí, mirando la oscuridad del interior. Daba miedo, no veía nada.—¿Podría usted... llamar al gato? Dios, qué estúpido sonaba eso. Abrió por completo la puerta, como si insistiera en que fuera yo quien buscara al gato. Él era un extraño y yo igual, así que ya sabía cuál era la respuesta. —¿Sabe? Creo que puedo conseguir otra—dije, un poco nerviosa—. De seguro le servirá a Arthur para que juegue, se la dejaré. Sin respuesta de nuevo. —Bueno, entonces... adiós. Me alejé de la puerta, caminando lo más rápido que pude por el pasillo, como si sintiera que él me estuviera siguiendo. Pero no, solo eran mis nervios. Bajé las escaleras a toda prisa y, por suerte, no encontré a Sergio por ningún lado. Así que afuera, tomé un taxi de lo más rápido, huyendo de esa mansión como si el diablo me estuviera pisando los talones. *** Llegar a este sitio era un tormento constante. Entré, desmotivada y agotada de tener que mantener la misma fachada frente a Rainer. Por mi mala suerte, lo hallé en la mansión. Al llegar, escuché el chillido de Jessica y los encontré en el salón, ella sobre sus piernas riendo, mientras él también se divertía. Parecía disfrutar de la compañía de su amante, y, a pesar de todo, agradecía al destino por su presencia, aunque eso implicara otro martirio más. Intenté pasar de largo, ignorándolos, pero eso era como desear tener mi libertad por completo, algo totalmente fuera de mi alcance. Rainer me detuvo. —¿No vas a saludar a tu esposo? —me dijo—. Acércate. Me di la vuelta y entonces Jessica sonrió con malicia antes de besarse con el que se hacía llamar mi esposo. Parecía devorarlo, y él a ella. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no poner los ojos en blanco. Mientras se besaban, me acerqué. Ya lo había visto tener sexo con Lavinia, esto no era nada. —Te quiero en mi habitación esta noche —exigió Rainer, ahora con los labios teñidos de rojo—. Y ponte algo decente, al menos. —¿Siempre te vistes así? —se burló la pelirroja, mirándome con desdén—. Me da pena haber usado esas ropas en el pasado, te quedan horribles. —Son un regalo de mi esposo —respondí, con tono neutra,l pero mi mirada mostraba el dolor que había aprendido a proyectar, ya me salía casi por instinto—. No las menosprecies. —Qué poco te valoras —su sonrisa desapareció y frunció el ceño—. De ahora en adelante, solo comerás mis sobras. Lo sabes, ¿verdad? —Hablemos de sobras cuando tengas esto en tu dedo —le mostré mi anillo de bodas. No me sentía orgullosa, ese era mi grillete, pero no me quedaría callada—. Entonces, podrás decir que me das sobras. En este caso, la situación es al revés. Disfruta de las migas. Les di la espalda y subí a mi habitación, escuchando la protesta de Jessica detrás de mí. Esta vez, Rainer no me detuvo ni dijo nada. Tampoco miré su reacción; solo quería desaparecer, y lo hice. Lo que realmente me preocupaba era que debía ir a su habitación esa noche. Dios, no quería. No quería que me tocara, por nada del mundo. Pero con él fue distinto. No me sentí incómoda cuando me tenía en sus brazos, no tanto como para querer empujarlo lejos, como quería hacer con Rainer cada vez que ponía un dedo sobre mí. Me duché de nuevo, como si intentara limpiar mi cuerpo de una suciedad invisible. Solo estaba yo y mi sensación de asco por lo ocurrido la noche anterior. Aún sentía los rastros de la brutalidad de Rainer, y me preguntaba cómo esta noche tendría que ganarme de alguna forma la oportunidad de salir mañana a trabajar. Cuando terminé, salí, y en la cama ya había ropa. Era otro maldito pijama de dormir, uno provocativo, similar al que usé en la noche de bodas. Estaba segura de que era de Jessica. Su fuerte aroma a rosas impregnaba la tela. Lo odiaba. Me lo puse y me metí en la cama, esperando que llegara la noche. A pesar de mi cansancio, no pude pegar un ojo. Solo me quedé pensando en él. Me había abierto la puerta de su habitación para que entrara, ¿qué pretendía? ¿Con buenas o malas intenciones? ¿Y por qué había tantas restricciones cuando ni siquiera me dijo nada cuando estuve en el segundo piso? Tenía tantas dudas sobre ese hombre. Cuanto más tiempo pasaba en esa mansión, más curiosa me sentía por descubrir quién era en realidad. Y ese fue solo el principio. La noche infernal finalmente llegó. Ya estaba preparada para lo que se avecinaba. Sin que nadie me lo dijera, me levanté de la cama y me dirigí a la habitación de Rainer, tal como me había indicado. Sentía un pavor inmenso y las ganas de vomitar se apoderaban de mí. Toqué la puerta, esperando escuchar su respuesta. El frío calaba a través de la tela ligera de la ropa. Me sentía completamente desnuda, a pesar de estar cubierta por esa prenda. —Pasa —dijo Rainer del otro lado. Tomé aire antes de girar la perilla y entrar. Debí sentirme mal al encontrar a Jessica desnuda en su cama, con las piernas elegantemente cruzadas, mientras él estaba vestido con una bata blanca, como la última vez, recién salido del baño. Pero no, no me sentí mal, sino aliviada, pues no tendría que ser yo quien se acostara con él. O al menos eso pensaba. —Rainer me dijo que tienes unos fetiches extraños, Annika —comentó Jessica con una sonrisa burlona—. Le dije que no había problema, que podías disfrutar del espectáculo. Apreté los labios y miré a Rainer, quien me devolvió una sonrisa torcida. Era parte de su plan, pero ya nada me importaba. «Gracias por ser tan estúpido.» —¿Hasta cuándo piensas hacerme tan miserable? —le reclamé a él, aprovechando mi bien practicada actuación—. Rainer, esto es demasiado. Detente aquí. —Siéntate —respondió él, con tono firme y autoritario. Su rostro se tornó serio y sombrío—. En tu lugar, Annika. Ahora. Una lágrima cayó por mi mejilla, y sentí que fue natural. No era por esto, sino por la humillación. No quería seguir los pasos de mi madre, pero aquí estaba, repitiendo su historia. Asentí débilmente y me senté en el sofá, como la última vez. Ya conocía el fetiche de mi "esposo". Le gustaba que me vistiera provocativamente para que él pudiera beberme con la mirada lujuriosa, y luego tener sexo con cualquier otra mujer, fingiendo que era yo. Era retorcido y asqueroso, pero esto era lo mejor que podía esperar. Prefería ser yo la observadora que ocupar el lugar de esa mujer. Y entonces comenzó el espectáculo entre él y Jessica, quien gemía lo más alto que podía, solo para fastidiarme. La penetraba por detrás, en cada orificio de su cuerpo, e incluso ella le hizo una felación, tragándose su longitud hasta la empuñadura. Me quedé quieta observando todo, sintiendo asco, pero mi mente voló; por fin la pude ocupar en algo decente, o no tan decente, porque imaginé a mi jefe mudo. Jessica estaba boca arriba en la cama y Rainer la embestía con mucha fuerza, de manera salvaje y violenta, pero sus ojos estaban fijos en mí. No olvidé mi papel y comencé a llorar. Era lo mejor que podía hacer. Aparté la mirada varias veces, cerrando los ojos con fuerza solo para mantener la fachada, y funcionó porque veía a Rainer sonreír de vez en cuando. Era como si de verdad estuviera teniendo sexo conmigo y no con ella, o eso sentía él, porque yo no. Y para no seguir en esta situación toda la noche, porque sabía que así sería ya que Rainer amaba verme sufrir, me desmayé. Caí tendida, fingiendo un desmayo. Hacía esto cuando papá, en el pasado, quería obligarme a hacer cosas que no deseaba, y siempre funcionaba. Esta no era la excepción.POV: Rainer Vogel El clímax se me escurrió de las manos como un maldito chiste de mal gusto cuando el golpe seco retumbó en el suelo. Abrí los ojos de golpe, con el calor del momento evaporándose al instante. Ahí estaba Annika, tirada como una muñeca rota, inerte.Salí de Jessica como si me quemara, mi cuerpo aún hirviendo y ahora alimentado por el pánico.—¡Annika! —rugí, tomándola entre mis brazos con fuerza, sacudiéndola para arrancarla del maldito abismo en el que parecía hundida—. ¡Despierta, joder!Nada. Su cuerpo estaba caliente, pero no reaccionaba. Por lo menos respiraba. La dejé sobre la alfombra y me puse la bata de un tirón, empujando a Jessica a un lado sin miramientos. Ella, con el cabello revuelto y la cara encendida, me lanzó una mirada entre confusión e indignación.—¿Vas a dejarme así? —me escupió con veneno—. Esto es una jodida broma, ¿verdad?—¿Eres imbécil o qué? —le ladré, fulminándola con la mirada—. ¡Annika está inconsciente, maldita sea!.Jessica se cruzó de
Sí, no había otra explicación. Había sido él. ¿Quién más? Sergio me lanzó una mirada cargada de sospecha. Sus ojos cansados se detuvieron en mis zapatillas, y yo deseé desaparecer. Esperaba que no hubiera notado cómo me había saltado todas sus reglas a la ligera. Y, por ahora, agradecía al cielo que mi jefe, ese monstruo de dos metros, no hubiera aparecido aún para escupirme en la cara mi inminente despido por lo que había pasado el día anterior.—Ejem —tosí para romper el incómodo silencio—. Seguiré limpiando, si me lo permite.No dijo nada, simplemente se hizo a un lado. Menos mal. Pero estaba segura de que sospechaba. Si no mencionaba nada antes de que terminara mi turno, entonces podría respirar tranquila.Esperé a que desapareciera para alzar la vista hacia las ventanas del segundo piso. El día anterior había confirmado que ese hombre dormía ahí, en esa planta. Justo entonces me di cuenta de que la ventana por la que había sentido esa sensación de que alguien me vigilaba daba dir
Tuve la loca esperanza de que ese hombre volviera antes de que mi turno terminara, pero, claro, no apareció. En todo mi turno anduve como zombie, incapaz de concentrarme en nada. Hasta Sergio, con su supervisión de robot silencioso, notó algo raro, aunque, por suerte, no dijo ni pío. Eso sí que lo agradecía.Ya en mi habitación, me metí a la ducha con la energía de un koala. El agua cayó despacio, como si intentara arrastrar algo más que el cansancio. Me sentía extraña, demasiado. Desde ese encuentro en el pasillo, mi piel andaba como en alerta máxima: cada roce, cada sensación, todo amplificado. Mi rostro, mi cabello, las manos que... ¡Dios! Me estaba volviendo loca.Cuando al fin me vestí y me paré frente al espejo, mi cara seguía roja como semáforo en hora punta. Había algo de vergüenza, claro, pero por debajo, un deseo extraño, incómodo... y delicioso. Esto no era normal, y lo peor: no debería estar sintiéndolo.Mis ojos bajaron hasta las zapatillas junto a la cama. Su regalo. No
Me volví a sentar en la silla, mis ojos fijos en él, sin apartarlos ni un segundo, atraídos por una fuerza invisible. Debería irme ahora que tenía la oportunidad, pero simplemente no podía ignorar lo que estaba sucediendo.—¿Y ahora qué? ¿No te ibas a largar? —espetó Rainer, sacándome de mi ensimismamiento—. Si no lo soportas, le pediré a un chófer que te lleve de vuelta. Por eso prefería traer a Jessica. Ella sigue siendo mejor que tú en muchos aspectos.Ignoré su veneno. No iba a caer en su juego, ni a levantar sospechas. Bajé la cabeza con fingida sumisión mientras los gritos eufóricos de la multitud llenaban el aire.Rainer no volvió a dirigirme la palabra. Bebió de su copa y, segundos después, un hombre apareció y le susurró algo al oído antes de desaparecer de nuevo.—¿Has apostado por alguien? —me atreví a preguntar.—¿Ahora te interesa?—Es que este tipo de lugares me pone nerviosa. Pero está bien, puedo soportarlo.Eso pareció complacerlo. Una sonrisa satisfecha se dibujó en
Cuando regresé junto a Rainer, él ya no estaba por ningún lado. Se había esfumado. Me sentía más incómoda que nunca, no por los molestos amigos de mi esposo ni por él mismo, sino porque entre mis piernas aún persistía esa humedad extraña para mí. Mantuve la cabeza agachada todo el tiempo para que nadie notara mi rubor y permanecí quieta para calmar el temblor.Estaba fuera de mí. Había citado a mi propio jefe en su mansión. Ambos éramos adultos y sabíamos lo que podría suceder entre los dos. Me declaro culpable. Todo lo que había sucedido fue porque yo lo permití. Y, aunque quisiera sentir arrepentimiento, no lo sentía. Más bien, era miedo a lo desconocido. Esa bestia lo representaba para mí.—Estuviste distraída toda la noche —me recriminó Rainer cuando estuvimos en el auto—. No hiciste ni el menor esfuerzo por sonreír ante los demás. Parecías una muerta.—No soy el payaso de nadie. Hubieras traído a Jessica, ella lo habría hecho mejor.Rainer frenó el auto en seco, sorprendiéndome.
No quería que esto terminara nunca. Era un pecado, una tentación prohibida que me envolvía como una ola salvaje, pero dejé que sucediera, que el deseo nos arrastrara.Sus labios respondieron al instante, hambrientos, desesperados, igual que los míos. Su cuerpo colosal me empujó hacia atrás, y mi espalda se hundió en el colchón, atrapándome bajo su peso.Tomó mis labios con avidez, chupando y mordiendo cada rincón con una perfecta sintonía de ternura y salvajismo. Luego, su lengua, húmeda y cálida, invadió mi boca, y yo la recibí como si fuera mía, succionándola y mordiéndola con descaro. Un gruñido grave escapó de su garganta, provocándome. Mis manos subieron hasta su cuello, aferrándome a él como si no quisiera soltarlo jamás, mientras él se acomodaba entre mis piernas, buscando ese espacio donde encajaba tan bien.Mi mente era un caos. No podía detenerlo, ni quería hacerlo. Sus manos, grandes y firmes, se anclaron a mi cintura, subiendo lentamente, tocándome con una libertad que no
POV: Lothar Weber El olor a metal caliente y aceite quemado me invadía las fosas nasales, tan familiares como el café en las mañanas. Estaba sentado en aquel sótano, con las manos manchadas de grasa, mientras las herramientas caían sobre la mesa de madera con un sonido seco. No me molestaba en limpiar el desorden; en ese lugar, todo tenía su sitio, aunque pareciera un caos.La pieza que sostenía era pequeña, pero tenía más peso del que aparentaba. Era el corazón del arma, el mecanismo que haría todo el trabajo sucio cuando llegara el momento. Giré la pieza entre mis dedos, ajustando cada tornillo como si estuviera armando un rompecabezas que solo yo entendía. El clic suave del metal encajando me provocó un extraño alivio.El sótano estaba en silencio, excepto por el zumbido de la lámpara que colgaba sobre mi cabeza. En algún rincón había una radio vieja, pero no tenía ganas de encenderla. Aquello no era para distraerse. Era para concentrarse, para meterle a cada milímetro de esa mald
POV: Annika Klein Me estaba evitando. Y lo sabía. Su ausencia era tan evidente que parecía haberse convertido en una sombra, una ausencia que pesaba más que cualquier presencia. Me preguntaba, atormentada, si aquella última vez había cruzado una línea. Dos días habían pasado, y aun así, él me esquivaba como si fuera una extraña, como si no compartiéramos un secreto que me quemaba por dentro. Cuando nos cruzábamos por casualidad, él fingía no verme. Su indiferencia era un golpe certero, una estaca hundiéndose en mi pecho con cada paso que daba lejos de mí.¿Cómo podía seguir con su vida como si nada? Como si aquel instante, tan lleno de emociones y prohibiciones, no hubiera sucedido. Pero yo no podía olvidarlo. Estaba ahí, intacto, como una herida fresca que se negaba a cicatrizar. Lo único que hacía soportables esos días era el recuerdo vivo de aquel momento. Era una tortura dulce, un consuelo envenenado que me mantenía despierta por las noches.¿Sabía él lo que había hecho? ¿Sabía q