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7. Conexión inexplicable

Sí, no había otra explicación. Había sido él. ¿Quién más? Sergio me lanzó una mirada cargada de sospecha. Sus ojos cansados se detuvieron en mis zapatillas, y yo deseé desaparecer. Esperaba que no hubiera notado cómo me había saltado todas sus reglas a la ligera. Y, por ahora, agradecía al cielo que mi jefe, ese monstruo de dos metros, no hubiera aparecido aún para escupirme en la cara mi inminente despido por lo que había pasado el día anterior.

—Ejem —tosí para romper el incómodo silencio—. Seguiré limpiando, si me lo permite.

No dijo nada, simplemente se hizo a un lado. Menos mal. Pero estaba segura de que sospechaba. Si no mencionaba nada antes de que terminara mi turno, entonces podría respirar tranquila.

Esperé a que desapareciera para alzar la vista hacia las ventanas del segundo piso. El día anterior había confirmado que ese hombre dormía ahí, en esa planta. Justo entonces me di cuenta de que la ventana por la que había sentido esa sensación de que alguien me vigilaba daba directamente a su habitación. ¿Era posible que hubiera tantas coincidencias? No lo creía.

Volví a llenar bolsas con hojas secas, pero, distraída como estaba con todo el tema de las zapatillas, me di cuenta de que primero debería haber quitado la maleza de las rosas.

Durante el resto de mi turno, no logré sacármelo de la cabeza. La curiosidad por él no hacía más que crecer. Si había sido quien me regaló las zapatillas, lo mínimo que debía hacer era agradecerle, ¿no? Nadie había tenido un gesto así conmigo desde que Rainer me trajo de vuelta a Alemania. Desde entonces, solo he recibido desprecios e insultos.

Al terminar parte de mi jornada —no todo, porque aún me estaba acostumbrando al trabajo duro—, me quité los guantes y me escabullí hacia la mansión, asegurándome de que Sergio no estuviera cerca. Sabía que si me veía subiendo al segundo piso, donde me había dejado claro que no debía ir, habría problemas.

Lo hice de todos modos. Dios, no me importaba. Solo quería agradecerle por el detalle, que realmente valoraba. Aunque los pies me ardían por las ampollas que seguían ahí, me sentía más ligera y menos hinchada de los tobillos.

Llegué a su puerta. Esa enorme de caoba, con dos hojas y hermosas tallas de hojas y raíces. Miré a mi alrededor. Todo estaba desierto, en un silencio sepulcral, apenas iluminado por la penumbra. Este tipo parecía sacado de La Bella y la Bestia. Solitario, misterioso, escondiéndose del mundo.

Di dos suaves toques en la puerta, con el corazón latiendo a toda velocidad y los nervios a flor de piel. En ese instante, tenía el coraje suficiente para seguir rompiendo las reglas que me habían exigido cumplir para mantener el trabajo.

Silencio. Nadie respondió. Pero no me rendí. Volví a tocar, quedándome inmóvil mientras esperaba. Entonces lo sentí: el suelo vibró bajo mis pies. Eran sus pasos.

Cuando la puerta se abrió, lo primero que apareció fue el gato. Ese maldito animal, que ya me debía dos por las que me había hecho. Como todo un hipócrita, se restregó contra mi pierna antes de desaparecer de nuevo en la habitación, detrás de su encapuchado dueño.

Levanté la cabeza hacia atrás para mirarlo directamente a la cara, allí arriba, en su lugar habitual, mientras yo permanecía abajo, en el mío.

Pensé que lo encontraría con ropa más relajada, pero no. Seguía con jeans, esta vez oscuros y rotos, combinados con una sudadera gris. Me observaba, con esa mirada que aún no lograba descifrar.

Un leve aroma llegó a mí, y mi piel se erizó al instante. Dios, olía increíble. A hombre. A fuerza. Una mezcla de loción, cuero, madera... un olor que parecía ser suyo, tan natural.

—Hola —saludé con un tono casual, esbozando una sonrisa. Rara vez sonreía a alguien; no lo hacía desde hace mucho tiempo—. ¿Tienes un momento?

Claro, como si lo olvidara, él nunca respondía. Así que continué.

—No me van a despedir por subir al segundo piso, ¿verdad? —fui directa, sin rodeos, sonando como una completa descarada—. Y por hablarte, ¿no? Necesito el trabajo. Y, si ayer estuve aquí, fue culpa de tu gato.

¿Qué demonios estaba diciendo? Se suponía que había venido a agradecerle, no a soltar estas tonterías.

—Lo que quiero decir... —me aclaré la garganta, intentando no sonar tan ridícula— es que no he roto las reglas intencionalmente. ¿Sabes? Es casi imposible no hablar con el jefe, más aún cuando me salva de caer de un árbol. Es lógico, ¿no crees?

Por favor, cállate ya.

—Y lo de la liga... sí, eso... fue por el gato. Por eso estuve aquí ayer —balbuceé, rascándome la nuca como una completa idiota—. Entonces...

Me quedé callada al verlo de nuevo, con una ceja enarcada que alcanzaba a distinguir bajo el pasamontañas. Al menos podía notar que tenía las cejas gruesas y bien definidas. No sé por qué, pero tenía el presentimiento de que era guapo. No solo por su cuerpo, que se adivinaba fuerte bajo esa ropa ancha, sino por todo él. Había algo que me intrigaba, y deseaba saber qué se escondía detrás de todo ese misterio.

—Lo siento —dije, bajando la mirada con vergüenza—. Vine aquí para… agradecerle. Estaba diciendo tonterías hace un momento.

Me sentí como una idiota, hablando sola. Me frustraba no recibir una respuesta, pero finalmente me resigné. Era evidente que no hablaba. ¿Era mudo? Tal vez. ¿Y yo juzgándolo? Qué clase de persona era para hacer algo así.

Volví a levantar la vista y casi grité al darme cuenta de que estaba mucho más cerca. Cuando digo cerca, es muy cerca. Jesucristo, ese hombre era inmenso. Apenas llegaba a la altura de su pecho, o quizá menos, no lo sé. Ya me dolía el cuello de tanto inclinarlo hacia atrás para mirarlo.

Aun así, no retrocedí. Permanecí en mi lugar, decidida a hablarle aunque no obtuviera respuesta.

—Estas zapatillas… —las señalé con el dedo, y él siguió mi gesto con sus ojos grises y fríos—. ¿Fueron cosa suya? Sergio no tiene nada que ver, así que supongo que solo queda usted… a menos que el gato se haya convertido en humano.

Sin respuesta. Pero aproveché ese silencio para perderme en el humo de sus profundos ojos. Respiraba tan fuerte que podía sentir su aliento cálido rozando mi rostro. Mi curiosidad era insaciable; quería ver sus labios, su mandíbula, cada detalle de su rostro oculto, pero él no me lo permitía.

Me sostuvo la mirada. Esta vez era diferente, intensa, como si intentara desentrañar cada rincón de mi alma. Apenas contuve un jadeo cuando sus ojos descendieron a mis labios y luego recorrieron cada milímetro de mi rostro. Era como si sus pupilas fueran una lupa, examinándome con precisión. Mi piel ardía, picaba incluso, en cada punto donde su mirada se detenía.

No respondió a mi pregunta. En lugar de eso, avanzó un paso, y automáticamente retrocedí. Él avanzó de nuevo, y yo me alejé otra vez. Entramos en un juego silencioso, un vaivén de acercamientos y retrocesos. Mi corazón comenzó a latir con fuerza desbocada, mi respiración se volvía errática, y para cuando mi espalda chocó contra la fría pared, me di cuenta de que no tenía escapatoria. Su cuerpo imponente bloqueaba todo a mi alrededor, llenando el espacio con su presencia. Estoy segura de que, si alguien estuviera detrás de él, pensaría que estaba solo, porque su figura masiva me eclipsaba por completo.

Cuando lo vi intentar dar otro paso más, donde ya no existía ni un resquicio de distancia, levanté las manos por instinto. En lugar de colocarlas en su pecho, mis dedos se detuvieron en sus abdominales.

«¡Jesús, María y José!»

Quise apartar las manos enseguida, pero, m*****a sea, no lo hice. Las dejé ahí, pegadas a él como si fueran imanes y él, hierro. Empecé a temblar, y mi nerviosismo me estaba pasando factura. Tragué saliva mientras sentía cómo mis piernas flaqueaban, amenazando con dejarme caer. Este hombre era un huracán, arrasando con cada pizca de mi cordura.

Por pura adrenalina —o locura—, mis dedos comenzaron a explorar lo que estaban tocando. Y, joder, era increíble. Sus abdominales estaban perfectamente definidos. Firmes, como si fueran de piedra. Podía sentir su calor a través de la tela, y también cómo su cuerpo se tensaba bajo mi toque.

—Mmm...—intenté hablar, mi voz apenas salió—. Un poco de espacio no nos vendría mal ahora mismo.

Entonces, ocurrió. Él levantó su mano enguantada lentamente, y un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Vi cómo sus dedos se acercaban a mi rostro. Pero no tocó mi piel. No. Su mano viajó hasta mi cabello. Sostuvo un mechón dorado entre sus dedos y lo frotó entre el índice y el pulgar, como si quisiera sentir su textura a través de la tela.

Lo hizo con una curiosidad extraña, como si aquello fuera algo completamente nuevo para él. Me atreví a decir lo impensable:

—Si te quitas el guante... —tomé aire en silencio—, podrás sentirlo mejor.

¿Eso acababa de salir de mi boca? ¿Así hablaba una mujer virgen y casada? Incluso a mí me sonó raro.

Y como si fuera una orden, él obedeció. ¡Dios, lo hizo! Con una mano enguantada, se quitó el otro guante. Fue un espectáculo. Hasta ese gesto parecía deliberadamente provocativo.

Su mano desnuda era... impresionante. Grande, fuerte, áspera, seguramente llena de callos. Pero hermosa. Había cicatrices, muchas, como marcas de viejas batallas. Aun así, era perfecta. Sus dedos largos, esas venas prominentes que seguramente recorrían todo su brazo...

«Si esas manos me tocaran... ¿cómo se sentiría?».

Espera. ¿Qué demonios estaba pensando?

Volvió a tomar el mechón de mi cabello entre sus dedos, frotándolo con una suavidad desconcertante, especialmente para alguien que parecía una bestia humana... en el mejor sentido de la palabra. No aparté la mirada de él. Pude ver el brillo en sus ojos, ese fulgor que transmitía un placer casi primitivo, como si sostuviera algo que jamás había creído posible tener entre sus manos. Era el tipo de fascinación que surge cuando descubres algo por primera vez, algo que sabes que nunca querrás dejar ir porque te atrapa, te gusta demasiado.

Pasó de un mechón a otro, y luego a varios. Estaba embelesado, completamente absorto en lo que hacía. Entonces, se detuvo. Sus ojos volvieron a los míos, y por un momento pensé que se apartaría de golpe, quizá dándose cuenta de lo inapropiado de su comportamiento. Tal vez se sentiría avergonzado, arrepentido. Pero, para mi asombro, no fue así. Se quedó ahí, conmigo, sin moverse.

Su mano dejó mi cabello, y cuando su dedo desnudo rozó mi mejilla, un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Era peligroso. Esto, todo esto, era demasiado peligroso. Pero igualmente adictivo. Había algo en esta burbuja que nos envolvía, algo que me impedía salir, aunque una parte de mí supiera que debería hacerlo.

Comenzó a acariciar mi rostro, lento, con una ternura que no esperaba. Me quedé inmóvil, más quieta que nunca, casi sin atreverme a respirar. Tenía miedo de que si lo hacía, esta extraña y magnética conexión se rompiera.

Y entonces ocurrió algo que me dejó completamente aturdida. Antes de que pudiera procesarlo, él tomó mi cabello con un puño suave, inclinando mi cabeza hacia un lado. Acto seguido, se agachó y enterró su nariz en mi cuello.

Sentí su exhalación, fuerte, profunda, vibrando contra mi piel. Su aliento atravesó la tela de su máscara, cálido, y luego aspiró, llenando sus pulmones como si quisiera absorber cada partícula de mi ser. Cuando lo soltó, lo hizo de una forma que me dejó temblando, suspendida entre el miedo y el deseo, completamente perdida en él.

Solté un jadeo, incapaz de contenerlo, y supe que él lo escuchó claramente porque un gruñido bajo emergió de su garganta, resonando en mi oído como un trueno suave. Apreté mis muslos al sentir un cosquilleo extraño, inesperado, que se instalaba en un lugar donde nunca antes lo había sentido con tanta intensidad.

Él no se apartó de inmediato. Por el contrario, permaneció ahí, como si estuviera bebiendo de mí, de ese aroma que, aparentemente, solo él podía percibir y del que parecía alimentarse.

Mis manos, por cuenta propia, se aferraron a la tela de su sudadera. Al hacerlo, lo sentí tensarse, pero no me alejó. En cambio, parecía que mi agarre lo atraía más hacia mí, como si hubiera algo en mí que él también necesitara, de una manera que ni yo misma podía comprender.

¿Qué era esta sensación? ¿Por qué mi cuerpo respondía así? ¿Por qué no se alejaba ni me alejaba? ¿Cómo habíamos llegado hasta este punto siendo completos extraños? Las preguntas se acumulaban en mi cabeza, pero ninguna lograba formarse por completo. En ese momento, lo último que quería era una respuesta.

Y entonces, cuando todo parecía a punto de desbordarse, algo vibró entre ambos, rompiendo la burbuja en la que nos habíamos encerrado. El sonido me sacó de ese trance, arrastrándome de vuelta a la realidad. Parpadeé, dándome cuenta de que había cerrado los ojos. Al abrirlos, lo empujé instintivamente, tratando de poner distancia entre nosotros. Sin embargo, apenas logró moverse. Fue por su propia voluntad que retrocedió un par de pasos, dándome el espacio que necesitaba para respirar.

Con calma, sacó un teléfono de su bolsillo y revisó la pantalla. Su expresión no cambió mientras leía el mensaje que había interrumpido aquel momento tan extraño. Luego, sin decir una palabra, guardó el celular, se dio la vuelta y cerró la puerta de su habitación. No lo hizo sin antes dejar que el gato saliera, como si el pequeño animal supiera que debía hacerlo.

Finalmente, me dedicó una última mirada, profunda y críptica, antes de desaparecer por el corredor.

Solo escuché sus pasos resonando mientras descendía al primer piso. Yo me quedé apoyada contra la pared, con la cabeza dando vueltas, la respiración agitada, temblando, y con un calor inexplicable recorriendo mis venas como si algo en mí acabara de despertar.

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