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6. Las zapatillas

POV: Rainer Vogel

El clímax se me escurrió de las manos como un maldito chiste de mal gusto cuando el golpe seco retumbó en el suelo. Abrí los ojos de golpe, con el calor del momento evaporándose al instante. Ahí estaba Annika, tirada como una muñeca rota, inerte.

Salí de Jessica como si me quemara, mi cuerpo aún hirviendo y ahora alimentado por el pánico.

—¡Annika! —rugí, tomándola entre mis brazos con fuerza, sacudiéndola para arrancarla del maldito abismo en el que parecía hundida—. ¡Despierta, joder!

Nada. Su cuerpo estaba caliente, pero no reaccionaba. Por lo menos respiraba. La dejé sobre la alfombra y me puse la bata de un tirón, empujando a Jessica a un lado sin miramientos. Ella, con el cabello revuelto y la cara encendida, me lanzó una mirada entre confusión e indignación.

—¿Vas a dejarme así? —me escupió con veneno—. Esto es una jodida broma, ¿verdad?

—¿Eres imbécil o qué? —le ladré, fulminándola con la mirada—. ¡Annika está inconsciente, m*****a sea!.

Jessica se cruzó de brazos, su postura altiva me arrancó un gruñido.

—Y tú la trajiste aquí —replicó con desdén—. No es más que una idiota inútil.

El último hilo de mi paciencia se rompió. Le agarré del cabello, tirando lo justo para que el dolor se sintiera como un latigazo. Ella soltó un grito ahogado, sus ojos ahora abiertos como platos.

—Si le pasa algo, vas a pagarme cada maldito segundo, ¿me oyes? —le gruñí cerca del rostro, con la voz cargada de amenaza—. Y no quiero verte cuando vuelva a la habitación. Desaparece.

La solté, dejándola caer sobre la cama como un saco. Me dedicó una mirada que podría matar a cualquiera, pero no tenía tiempo para estupideces.

Cargué a Annika y la llevé a su habitación a zancadas. Llamé al médico de la familia en cuanto la dejé sobre la cama, el corazón martilleándome en el pecho.

Tenía que estar bien. Si esto era algún maldito truco, Annika no iba a salir bien parada. Nadie juega conmigo y sale ileso.

—No se ha estado alimentando bien —me soltó el doctor, después de revisarla—. Despertó, pero está débil.

—¿Mala alimentación? —gruñí—. ¿Eso es todo?

—Es suficiente para que su cuerpo colapse. Fuera de eso, está bien.

—Perfecto, gracias —dije, echándole una mirada a Lavinia para que lo sacara.

Entré a la habitación y ahí estaba Annika, de espaldas, sin moverse. Despierta, seguro, pero apostaría a que está en su m*****a huelga, buscando joderme. Esto no habría pasado si no hubiera sido tan necia desde el principio.

—¿De verdad crees que matándote de hambre vas a conseguir algo? —dije, acercándome—. Sé que estás despierta.

—Gracias por tu empatía, querido esposo —respondió, soltando veneno con cada palabra—. Ve, termina lo tuyo. No te preocupes por mí.

—¿Preocupado? —me reí—. Odio tener que cargar con más problemas. Es todo.

Mentira. Claro que me preocupaba, pero no iba a admitirlo. La odio tanto como la deseo. Fue la primera en rechazarme, y la última. Pero de nada le sirvió porque ahora es mi esposa. Está atada a mí, y cuando le siembre un hijo, no va a tener más opción que depender de mí. Por ahora, debo hacer que se sujete a mí como una m*****a necesidad. Lo he estado logrando estos días.

—Eso era lo que decías quererme —replicó, con una sonrisa que no llegó a sus ojos—. Solo me tienes aquí por capricho.

—Antes no era así —me senté en la cama a su lado, tentado a acariciar su cabello, pero me contuve—. Lo echaste a perder todo.

—Supongo —suspiró, como si me concediera una mínima victoria. Pero estaba siendo sarcástica.

—De ahora en adelante, te vas a alimentar bien —le ordené, mi tono autoritario se volvió más marcado. Casi morí del susto al pensar que podría estar pasando algo mucho más grave—. No quiero este tipo de escenas otra vez. Si no comes por voluntad propia, lo haré yo a la fuerza, y créeme, no te va a gustar.

La escuché resoplar, luego se dio la vuelta, y no pude evitar notar lo cansada que estaba, con los ojos rojos y llorosos, las manos magulladas. Ya lo sabía. Ella, una niña de papi y mami, incapaz de hacer nada por sí misma. Arrogante, altanera, egocéntrica. Ya no estaba en su pedestal; estaba bajo mis pies, y yo decidiría su destino. Sabía que no tenía a nadie más que a mí, y si intentaba siquiera huir, no tendría más que avisar a los rusos para que la localizasen al instante. La muerte la seguía como su propia sombra.

—¿Sabías que Lavinia es quien me da comida dañada y por eso no me alimento bien? —preguntó, con una mirada desafiante. Fruncí el ceño. —Salada, desabrida, o demasiado cocida. Toda la comida que me dan aquí es un asco que ni un perro podría comer. ¿Crees que soy tan tonta para atentar contra mí misma?.

Tensé la mandíbula. No era tonta, no lo haría, lo sabía bien, porque ella no me daría el gusto de morir por mi culpa. Aunque sumisa, era orgullosa.

—¿Estás segura de que es así? —repliqué—. Si fuera el caso, ¿no me lo habrías dicho?

—¿Para qué? Si siempre me estás fastidiando con ella. No me prestas atención a menos que sea para verlos coger.

Fruncí el ceño, confundido por su actitud. A veces parecía que le importaba lo que hacía con otras, y otras tantas veces no. No sabía si era porque se sentía cansada de toda esta m****a o si solo fingía indiferencia para que siguiera rogando por su atención como antes. Pero no iba a funcionar conmigo.

—Está bien —me levanté de la cama—. Hablaré con ella.

—¿No la vas a despedir? Rainer, te acabo de decir que me da comida dañada. ¿No es suficiente para hacerlo? Soy tu esposa.

—Una esposa sin derechos —espeté—. Lavinia es mi amante y folla muy bien, así que no la voy a despedir solo por un berrinche de celos.

—Esto es increíble —rió con ironía—. Muy bien, es tu decisión.

Se dio la vuelta, tapándose la cabeza con las sábanas, ignorándome. La sangre me hirvió por su agria indiferencia, pero decidí dejarla en paz por esta vez debido a su estado débil. Si no fuera por eso, no hubiera escapado de lo que le podría haber hecho. Necesitaba que estuviera saludable para cuando tuviera a nuestros hijos. Y será muy pronto, porque me estoy cansando de este estúpido juego. La necesitaba en mi cama. Era mi mujer.

Salí de la habitación dando un portazo y me dirigí a la cocina donde estaba Lavinia. Había estado con ella desde hace tiempo, además de con Jessica —que, por cierto, también era una diosa en la cama—. Lavinia también sabía muy bien lo que hacía. Solo llenaban el vacío que Annika había dejado en mí. Pero siempre que estaba con esas dos, mis pensamientos viajaban hacia ella.

—Rainer —dijo, sonriéndome y contoneando las caderas mientras se acercaba—. ¿Me solicitas?

Aparté sus manos de mí con brusquedad, y ella retrocedió asustada. Luego frunció el ceño.

—¿Qué te pasa? ¿Hice algo mal?

—Los alimentos de Annika —respondí, notando cómo se tensaba al mencionar su nombre—. Si recibo otra queja de que le estás sirviendo malos alimentos, te las verás conmigo. Se desmayó por la mala alimentación. Te haré pagar con sangre si algo le pasa.

—Es una calumnia, Rainer, yo...

—No me trates como un tonto —la interrumpí—. Mantén tu lugar en esta casa. Solo eres una zorra que está disponible cuando te necesito, fuera de eso, no eres nadie. No te pases de la línea. Solo haces lo que yo te permito hacer. ¿Ha quedado claro?

Asintió con la mandíbula apretada, llena de rabia y probablemente de celos. Las mujeres pueden ser tan estúpidas a veces, pero son una buena fuente de placer. Si la despido solo por petición de Annika, me mostraré débil ante ella y creerá que tiene poder sobre mí. Lo tendría, si no fuera tan terca y sintiera su rechazo hacia mí, pero ella eligió el camino difícil.

Todavía lleno de enojo, tomé a Lavinia sin importarme una m****a su furia y me la cogí contra la encimera, terminando lo que había dejado a medias con Jessica por culpa de Annika. Alcancé el clímax imaginando nuevamente a mi querida esposa, y después de aquello dejé a Lavinia tirada en la cocina antes de regresar a mi habitación, donde por suerte no encontré a Jessica. Tomé una ducha y luego me acosté.

POV: Annika Klein

El desmayo fingido me sirvió para dos cosas: evitar pasar toda la m*****a noche escuchando a Rainer y Jessica en su desenfreno, y aprovechar el diagnóstico del doctor sobre mi pésima alimentación para reclamarle a Rainer lo que su querida amante me hacía pasar. Y, ¿sabes qué? Funcionó. Al menos algo salió bien.

Aunque, claro, creo que me gané aún más el odio de ambas. Ahora no puedo evitar sentir miedo de lo que puedan hacerme. Estoy sola en este lugar, y Rainer siempre les da prioridad a ellas antes que a mí.

Por lo menos, mi trabajo no se ha visto afectado. A Rainer no le importa si me mato trabajando; en su mente, hacerme ganar mi propio dinero es una especie de castigo, mientras sus amantes disfrutan de todo sin mover un dedo. Pero no me importa. Todo esto tiene un propósito: quiero que se aburra de mí, que deje de prestarme atención y finja que no existo. Es un juego, y mi papel es el de la pobre mujer que suplica por su atención. En algún momento debería cansarse de esto.

Hoy llegué al trabajo con una extraña felicidad. Sergio, como siempre, me recibió con instrucciones claras: debía continuar con el jardín trasero, el cual aún no lograba limpiar del todo.

Después de un rato, solté un gruñido al sentir el dolor en mis pies. Las zapatillas de limpieza me quedaban demasiado ajustadas, y las ampollas no tardaron en aparecer. Esa tortura había sido mi compañera desde el primer día. Decidí quitármelas y dejarlas junto al árbol mientras continuaba descalza sobre el césped. Ya luego le pediría a Sergio unas nuevas, porque yo no tenía dinero para comprarlas.

Mientras arrancaba las malas hierbas de entre las rosas, me pinché varias veces. Resignada, fui a buscar unos guantes y unas tijeras. Sin embargo, al regresar al árbol, mis zapatillas habían desaparecido.

Me quedé quieta, confundida, buscando a mi alrededor. No estaban. Era como si la tierra las hubiera tragado.

¿El gato malcriado se las habría llevado? Lo pensé, pero no estaba del todo segura. Si hubiera jugado con ellas, las habría dejado destrozadas en algún rincón del patio.

Entré descalza a la mansión y fui directamente a mi habitación. Pero lo que encontré allí me heló la sangre: sobre mi cama había un par de zapatillas nuevas.

Me acerqué con cautela. Las tomé en mis manos. Eran exactamente de mi talla, completamente nuevas y mucho más bonitas que las anteriores. Una combinación perfecta con el uniforme. Pero algo no estaba bien. Esto no era casualidad. ¿Había sido Sergio?.

Me las puse de todos modos y salí al jardín otra vez. Justo me topé con el anciano supervisando el lugar, apoyándose en su bastón como siempre. Cuando volteó, me miró de pies a cabeza, y yo le sonreí con algo de nerviosismo antes de acercarme.

—Gracias por las zapatillas —le solté, tratando de sonar casual. Levantó una ceja con cara de confusión—. Las anteriores me quedaban apretadas.

—¿De qué habla? —respondió, frunciendo el ceño—. ¿Qué zapatillas?

Casi se me cae la mandíbula. ¿No había sido él? ¿Entonces qué demonios estaba pasando? ¿Era alguna clase de broma de mal gusto?

De repente, lo entendí. En esta mansión solo estábamos tres personas: el anciano, la bestia de mi jefe y yo. Bueno, y el gato. Pero si no había sido el anciano... entonces, ¿había sido esa bestia muda?.

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