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3. El gigante

Annika no sabía qué le revolvía más el estómago esa mañana: las fachas de m****a que llevaba encima o tener que desayunar frente a Rainer con su amante enredada sobre él como una m*****a lapa.

Se sentó, tragándose el asco y el fastidio, mientras esos dos se restregaban descaradamente en la mesa. Intentó enfocarse en el plato que tenía delante, pero el primer bocado casi la hizo vomitar. Era otra de las bromitas de Lavinia, la muy desgraciada.

Respiró hondo, recordando que debía mantener su papel de víctima. Necesitaba mantener a Rainer bajo control, aunque eso implicara tragarse la humillación. Levantó la vista y los vio: Lavinia alimentaba a Rainer con una cuchara, riéndose como una idiota. Annika sintió un nudo en el estómago, pero se obligó a seguir con su plan.

Dejó caer la mirada, dejando escapar un sollozo que acompañó con un gesto de falsa vulnerabilidad al secarse una lágrima imaginaria con el dorso de la mano.

—Pobrecita —se burló la sirvienta desde la esquina—, llora como si fuera la protagonista de un mal drama. Tonta.

Rainer soltó una carcajada, pero no dijo nada. Era el momento. Annika golpeó la mesa con fuerza, haciendo que todo en la sala se detuviera. Se levantó de golpe, la furia encendida en sus ojos mientras caminaba hacia Lavinia. Sin miramientos, la agarró del brazo y la levantó de las piernas de Rainer con un tirón.

—¡¿Qué coño te pasa?! —protestó Lavinia, sorprendida.

—¡Lárgate! —gritó Annika, su voz oscilando de rabia—. ¿Te diviertes restregándote con el marido de otra? ¡Fuera de aquí, zorra!.

La carcajada de Lavinia fue como un fósforo cayendo en gasolina. La muy cínica tenía el descaro de reírse en su cara. Annika sentía cómo la sangre le hervía de verdad. La odiaba. Si esa mujer no se hubiera metido con ella desde el inicio, tal vez habría encontrado otra forma de manejar a Rainer.

—¿Todavía no entiendes cuál es tu lugar? —dijo Lavinia con una sonrisa venenosa, colocándose detrás de Rainer como si fuera su escudo—. Solo me voy si mi jefe lo ordena. Así que háblale a él, no a mí.

Annika fijó la mirada en Rainer, quien parecía encantado con el espectáculo. Una esposa celosa peleando por su lugar, justo lo que alimentaba su ego.

—Rainer —murmuró ella con un tono cansado, dejando que su expresión se volviera vulnerable y rota—. Yo… haré lo que quieras. Mira esto —dijo, señalando el espantoso vestido que llevaba puesto—. ¿Sabes lo humillante que es salir así a buscar trabajo? Es obvio que me lo van a negar. No sé cómo más hacerlo. Estoy haciendo todo esto por ti, ¿y tú sigues haciéndome esta m****a? ¡No lo merezco!.

Él respondió con una sonrisa torcida, estudiándola de arriba abajo con descaro. Verla en ese estado le provocaba algo retorcido. Diversión y deseo. Esa versión sumisa y derrotada de Annika lo atraía más de lo que quería admitir. Parte de él quería llevársela a la cama de inmediato, pero su ego inflado y su orgullo machista no le permitían ceder tan fácilmente.

—¿No lo mereces? —Rainer repitió con un tono sarcástico mientras se levantaba de su asiento —. Sigues siendo igual de insufrible, Annika. ¿De verdad pensaste que iba a pasarme la vida arrastrándome por ti? Esto es lo que te toca, y apenas estoy calentando motores.

Annika apretó la mandíbula, tragándose las ganas de mandarlo al infierno. Qué asco le daba tener que actuar como una pobre imbécil, pero sabía que esa era la única forma de mantener su plan en marcha. Sorbió por la nariz y limpió las últimas lágrimas de su rostro, esforzándose por parecer derrotada.

—¿Me darás al menos para un taxi? —susurró con un hilo de voz, lo suficientemente bajo como para sonar vulnerable.

Lavinia soltó una carcajada desde su lugar, casi atragantándose de la risa.

—¿No tienes ni para eso? —se burló la mujer —. Qué patética.

Annika bajó la mirada con los dientes apretados, esperando la reacción de Rainer. No tenía nada más que los trapos que él le tiraba y la bazofia que llamaban comida. Dependía también de su dinero.

—Casi lo olvido —soltó él con una sonrisa —. Ahora eres una pobre diablo más en este agujero.

Sacó la billetera, dejando caer un puñado de billetes a sus pies. El gesto era tan calculado que la humillación quemó más que las palabras. Ella cerró los puños, conteniendo la sarta de maldiciones que le hervía en la garganta. No podía arruinarlo todo perdiendo el control.

Se agachó en silencio, recogiendo cada billete con movimientos lentos, mecánicos. Cuando alzó la vista, su expresión era vacía y cansada.

—Gracias —murmuró, apenas audible.

—Nunca olvides lo que eres, Annika —le espetó Rainer, con un tono gélido—. Si pones un pie fuera de aquí, no durarás ni un día. ¿Qué vas a hacer? ¿Crees que alguien te va a dar la hora sin identificación? No me vengas llorando cuando te reviente la realidad allá afuera.

—¿Y qué opciones tengo? Eres tú quien me ha hundido en esta m****a. Tú, favoreciendo a esa cualquiera mientras yo tengo que mendigarte. ¿De verdad crees que elegí esto?

Rainer la agarró de las mejillas con fuerza, obligándola a mirarlo.

—Te lo buscaste, Annika. Te creías intocable cuando me hacías dar vueltas como un idiota, ¿no? Mira dónde estás ahora, arrastrándote por las sobras. Esto es culpa tuya.

La soltó con un empujón que casi la hace perder el equilibrio.

—Desaparece de mi vista. Y ni se te ocurra intentar largarte, porque si no te mato yo, lo harán los rusos. ¿Entendido?

Ella tragó saliva, luchando por mantener el poco control que tenía sobre sí misma.

—Lo sé. Eres lo único que me queda, y mi último refugio —susurró antes de girarse.

Agarró el bolso de la mesa y salió del comedor casi corriendo, secándose las lágrimas con el dorso de la mano. Detrás de ella, Rainer se quedó observándola con una sonrisa de triunfo. Para él, era cuestión de tiempo antes de que ella regresara, dispuesta a rendirse. Por ahora, disfrutaría del espectáculo que le daría.

***

Annika estaba hecha un manojo de nervios. El corazón parecía querer estallar, latiendo con fuerza bajo la mirada gélida del hombre frente a ella. Era un anciano, tal vez rondando los setenta, de cabello blanco como la ceniza, vestido impecablemente con un chaqué gris. Sus manos, enfundadas en guantes negros, sostenían un bastón con la misma firmeza con la que sujetaba su autoridad. Un monóculo en su ojo derecho completaba su porte de severidad. La observaba de arriba abajo, como si estuviera evaluando una mercancía defectuosa.

Annika sentía que se le encogía el estómago. ¿Era su ropa vieja y gastada? ¿O acaso el hecho de haber llegado en un día no acordado? Tragó saliva, intentando que la voz no le temblara.

—Yo... —se forzó a hablar—. Vine por el anuncio en el periódico. Hablamos por teléfono, ¿me recuerda? Annika Klein.

El anciano no dejó de escanearla con esa mirada de desaprobación que pesaba toneladas. Finalmente, habló, su tono tan cortés como frío.

—Señorita Klein, no recuerdo haber acordado una cita con usted para hoy.

Ella sintió cómo la frustración se le subía al pecho, apretándole la garganta.

—Lo sé, lo sé, y lo lamento mucho —respondió, mordiéndose el labio. La desesperación empezaba a filtrarse en su voz—. Pero... necesito este trabajo.

No tenía documentos, ni referencias, ni nada que pudiera respaldarla. Su ropa vieja y desgastada era una bofetada a la imagen de "buena impresión". ¿Y si Rainer tenía razón? ¿Si no podía conseguir nada fuera de esa cárcel dorada? Solo de imaginarlo, la idea de regresar a ese infierno con su sonrisa de burla la llenaba de rabia. No podía fallar.

El hombre entrecerró los ojos, dispuesto a rechazarla de plano.

—Lo siento mucho, señorita, pero...

—¡Por favor! —Annika dio un paso al frente, tomando la mano enguantada del anciano en un impulso desesperado—. Sé que no vengo vestida como debería, que me adelanté al día acordado, y tampoco tengo los papeles que me pidió, pero... le ruego que me dé una oportunidad. Necesito este trabajo más de lo que se imagina. Estoy... desesperada. Ni siquiera he desayunado.

Su voz se quebró al final, pero no soltó la mano del hombre, aferrándose a la mínima esperanza de no tener que volver con las manos vacías.

No mentía. No solo no había comido nada esa mañana, sino que las demás comidas se las había saltado por culpa de Lavinia, que le traía la comida tan salada o tan insípida que ni ganas le daban de probarla. Los días con ese hombre, casada con él, se volvían cada vez más insoportables.

—Haré lo que sea —repitió Annika, ante el silencio pesado del hombre—. Puedo hacer cualquier cosa, se lo aseguro. Si quiere, puede ponerme a prueba durante una semana, sin sueldo.

El anciano suavizó la mirada, retirando la mano de Annika con algo de incomodidad. La estudió una vez más, de arriba a abajo, antes de soltar un suspiro resignado.

—Está bien —dijo al fin—. Entre. Hay algunas reglas que debe seguir antes de empezar a trabajar aquí.

Annika sonrió tan ampliamente que casi se le olvida cómo era hacerlo. Casi saltaba de alegría mientras seguía al hombre a través de las grandes rejas de hierro, viejas y oxidadas.

El camino de piedras crujía bajo sus pies, cubierto de hojas secas. Annika miraba a su alrededor, viendo cómo los jardines estaban completamente descuidados, las flores secas y marchitas, los árboles rebosantes de hojas amarillas que caían al suelo con cada ráfaga de viento.

Y ni hablar cuando vio la mansión. Aunque en su exterior parecía desmoronada y olvidada, los jardines que la rodeaban también lucían muertos y abandonados.

El anciano abrió la puerta principal y entró, con Annika siguiéndolo, intrigada. A pesar de la fachada deteriorada, el interior era un reflejo de un lujo antiguo. Cuadros en las paredes, floreros con flores secas, candelabros de cristal y muebles finos de estilo clásico. El suelo de mármol negro brillaba bajo la tenue luz, y unas escaleras imponentes se elevaban hacia lo que parecían ser habitaciones interminables.

—Primera regla, señorita Klein —dijo el hombre, deteniéndose en medio del salón y volviéndose hacia ella—. El segundo piso está completamente prohibido. Todo lo que tendrá que hacer se limitará a las áreas fuera de esa zona.

—¿Puedo saber por qué? O... —se detuvo al ver la mirada implacable del anciano, y enseguida asintió, sumisa—. Claro, está bien.

—Segunda regla —continuó sin perder el ritmo—. Está prohibido hablar con el propietario. No le dirija la palabra, ni haga nada que le cause molestias.

—Pero...

—Tercera regla—la interrumpió el anciano, con un tono firme—. Las instalaciones del sótano están fuera de los límites. Lo mismo para las áreas subterráneas. Como estará supervisando toda la mansión, señorita Klein, evite esos lugares, por su bien.

Annika tragó saliva, pero asintió sin dudar. Era muy buena en acatar órdenes, sobre todo cuando dependía de ello su supervivencia.

—Otra cosa, señorita —prosiguió el hombre—. Su único trabajo será limpiar y ordenar. También encargarse de los jardines y el césped. Este lugar necesita una limpieza a fondo. ¿Puede con eso?

—Sí, absolutamente.

—¿Tiene experiencia? ¿Alguna carta de recomendación?

—No, ninguna —respondió con pesar—. Pero verá lo bien que puedo hacer el trabajo en esta semana de prueba. No se arrepentirá, confíe en mí. Me esforzaré al máximo.

—De aquí no debe salir información, señorita. No ve nada, no escucha nada, no siente nada. Lo que estoy haciendo con usted es una excepción. No llena ninguno de los requisitos para el puesto —la miró fijamente—. Espero que esté a la altura de esta oportunidad y sea digna de confianza. De lo contrario, su final será... trágico.

Eso le dio una señal de alerta, pero asintió sin pensarlo. Ya estaba dentro, de todos modos. No iba a dejar pasar una oportunidad como esa para alejarse de Rainer, y haría lo que fuera necesario para que él la dejara seguir con el trabajo. Tendría que encontrar otro camino.

El anciano continuó mostrándole la mansión, dándole instrucciones claras que debía seguir al pie de la letra si quería mantener el puesto. El lugar era enorme, hermoso, acogedor, pero en un silencio pesado.

El mayordomo le había dejado claro que no tendría que ocuparse de la comida ni de nada relacionado con la alimentación del propietario. Y lo más importante, la limpieza sería a medio tiempo. Una lástima, porque Annika hubiera preferido quedarse más tiempo allí para evitar las caras de su esposo y su amante, pero al menos algo era algo.

Finalmente, el anciano, llamado Sergio, le indicó dónde estaba su habitación de descanso, para que pudiera cambiarse y ponerse su nuevo uniforme de limpieza, comenzando de inmediato con la tarea.

Al terminar de vestirse y lista para comenzar, Annika decidió empezar por limpiar la entrada principal y el gran salón. Le quedaba poco tiempo antes de que llegara la hora de salida, así que se tomó su tiempo, concentrada y más feliz que nunca. Se sentía libre, sin la presión de Rainer encima.

Solo había algo que la incomodaba: el hecho de que, en ese mismo momento, Rainer debía saber dónde estaba y que había conseguido trabajo. ¿Y si la encerraba? ¿Y si le prohibía salir solo para tenerla bajo control? Ese era su mayor temor, además de ser encontrada por los rusos. Por suerte, había pasado la mayor parte de su vida bajo el control de su padre, encerrada, lo que hacía casi imposible que alguien supiera quién era.

Estaba tan sumida en sus pensamientos sobre los pros y los contras de su vida que no escuchó los fuertes pasos acercarse a la puerta principal. Alzó la cabeza de golpe al ver una sombra moverse por debajo de la rendija, pero cuando intentó levantarse para abrir, la cerradura cedió y la puerta, llena de tallas, se abrió. Frente a ella apareció una figura que debía medir al menos dos metros de alto.

Annika retrocedió por instinto, asustada, pensando que tal vez se trataba de un ladrón o algo similar, por la apariencia del hombre. Pero un ladrón no entraría con tanta naturalidad en una mansión como esa, ni mucho menos atravesaría las rejas oxidadas sin que el anciano lo hubiera notado, con las cámaras y la alta seguridad que había.

Se quedó quieta en su lugar, cerca de las escaleras, con la aspiradora en la mano. El hombre la miraba fijamente con unos ojos plomizos, grises intensos, que parecían poder traspasar el hierro. Pero solo podía ver eso: sus ojos, ya que su rostro estaba cubierto por un pasamontañas y una capucha negra que le tapaba la cabeza.

Llevaba botas de cuero negro de combate, jeans oscuros y una sudadera de tela gruesa. Además, tenía guantes que cubrían sus manos.

Avanzó unos pasos hacia adentro y la puerta se cerró detrás de él con un sonido seco. Annika no podía moverse ni emitir palabra alguna. ¿Quién era? ¿El dueño? Era demasiado aterrador, demasiado alto, demasiado imponente como para ignorar su presencia.

Cuando aquel hombre dio un paso más hacia ella, como si estuviera a punto de matarla o hacerle algo peor, el anciano carraspeó con fuerza.

—Es la nueva sirvienta —anunció, deteniendo al gigante en seco—. Trabajará para ti a partir de ahora. Ya me he encargado de todo.

Annika soltó un suspiro de alivio. Por poco y se orinaba del susto. Ver a ese hombre la hizo sentir que tenía un pie más cerca de la muerte. Literalmente.

El gigante apartó la mirada de ella, como si ya no tuviera importancia, y dirigió su atención al suelo. Fue entonces cuando Annika notó a un gato negr0 de ojos dorados que apareció de la nada y se restregó contra la pierna del extraño. Él se apartó con un movimiento brusco y empezó a caminar, ignorándola por completo, con el gato siguiéndole los pasos.

El único sonido en el aire era el eco pesado de sus botas mientras subía las escaleras. Cada escalón retumbaba hasta que, a lo lejos, se escuchó una puerta abrirse y cerrarse de golpe, con una agresividad que dejó a Annika inmóvil, aún procesando lo que acababa de ocurrir.

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