Buenos días, bellezas. Tengan un feliz domingo.
Maximiliano no había salido de su habitación en toda la tarde. Se sentía atrapado en sus propios pensamientos, enredado en la confusión de lo que había sucedido con Ariadna. Sabía que había manejado la situación de la peor manera posible, que había dejado que su temperamento lo dominara y que, en lugar de aclarar las cosas, solo había empeorado todo. Ahora no sabía qué hacer con ella, con ellos. No podía verla a la cara. Cada vez que pensaba en Ariadna, recordaba la forma en que la había arrinconado con sus palabras, la manera en que todo se había salido de control. Se lo debía… le debía una disculpa, una explicación, algo que al menos hiciera que ella no lo viera como el monstruo que estaba empezando a creer que era. Pero no sabía por dónde empezar. El día se le había escapado entre sus propias cavilaciones, y cuando la noche cayó, se dio cuenta de que no podía seguir encerrado allí como un cobarde. Ariadna estaba en la casa, y aunque no supiera qué decirle todavía, al menos deb
El tiempo había pasado más rápido de lo que Ariadna hubiera imaginado. Habían transcurrido casi tres semanas desde que escapó de Valtris con Víctor, dejando atrás la presión de su padre, la amenaza de un matrimonio forzado y la incertidumbre de su futuro. Ahora, se encontraba lejos de todo. En un pequeño pueblo en Estados Unidos, a las afueras de la ciudad universitaria donde Víctor estudiaba, en una casa pequeña, cálida y acogedora, donde cada rincón se sentía lleno de amor. Los primeros días fueron los más difíciles. Ariadna vivía en constante miedo, con el temor de que su padre pudiera encontrarla y llevársela de vuelta. Pero conforme pasaron los días y nadie apareció en su puerta, la sensación de peligro se desvaneció lentamente, dando paso a algo que jamás creyó posible: Paz. Ahora, el único sonido que llenaba su vida era la calma del invierno. Aquella mañana, la nieve cubría todo el paisaje, envolviendo la ciudad en una capa blanca e inmaculada. Ariadna se quedó mirand
Ariadna se quedó unos minutos más en la cama después de que Víctor se fue, disfrutando del calor residual de las sábanas y el sabor del chocolate caliente en sus labios. Pero no podía quedarse allí todo el día. Suspiró, se obligó a levantarse y comenzó con su rutina. Primero, los quehaceres de la mañana. Ordenó la cocina, organizó algunas cosas en la pequeña sala y revisó la lista del supermercado para ver qué necesitaban comprar. Después, se sentó frente al ordenador para su curso online. Pasó una hora y media tomando apuntes y viendo videos sobre la materia, pero su mente divagaba cada tanto en la cita médica que tenía en unas horas. Era su primer chequeo en Estados Unidos. Su primer control luego de las primeras pruebas que se le hicieron el Valtris. Cuando terminó su curso, se preparó para salir. Se puso un abrigo grueso, botas adecuadas para la nieve y una bufanda. El invierno estaba en su punto más frío, y la nevada del día no daba tregua. Salió de la casa con cuidado
Maximiliano no sabía qué esperar. Desde que avisó a Leonardo Valdés sobre la desaparición de Ariadna con Víctor, el hombre simplemente le dijo que se encargaría de todo. Nada más. Y desde entonces, solo hubo silencio. Maximiliano esperó. Esperó esa llamada en la que Leonardo le informara sobre el paradero de Ariadna, sobre qué medidas tomarían, sobre cómo se solucionarían las cosas. Pero los días pasaron. Y esa llamada nunca llegó. Lo que él pensó que sería cuestión de horas, se convirtió en un par de semanas. Semanas enteras de incertidumbre. Semanas en las que no supo absolutamente nada sobre Ariadna, sobre los trillizos, sobre el plan de Leonardo. Y con cada día que pasaba, la sensación de culpa se hacía más grande. No podía evitar pensar que él tuvo algo que ver en su partida. Que de alguna forma, su actitud, su arrogancia, su manera de manejar las cosas, solo contribuyeron a que Ariadna se sintiera sin salida y escapara con Víctor. Pero entonces, una tarde, el teléfono son
No había otra opción, lo supo desde que él apareció en su puerta.Ariadna se sentó en el asiento del copiloto con la mirada fija en la ventanilla, sin hacer ningún esfuerzo por reconocer su entorno ni prestarle atención a Maximiliano. Él no intentó hablar. Sabía que cualquier palabra que saliera de su boca sería ignorada o rechazada con frialdad. Pero eso no evitó que su ansiedad creciera con cada minuto que pasaba. No podía dejar de pensar en lo que estaban a punto de hacer. La prueba de paternidad. En menos de una hora, estaría cediendo una muestra de sangre para determinar lo que ya creía: que los trillizos eran suyos. La pregunta no era si eran sus hijos o no, sino qué iba a hacer cuando lo confirmaran. Los planes anteriores solo iban en una única dirección, su boda con Ariadna Valdés, pero como Leonardo había dejado que su hija se marchara de ese modo por un par de semanas con otro hombre, tampoco podía asegurar que aquello seguía siendo la meta. Realmente se llenaba de ansi
Leonardo Valdés se reclinó en su silla de cuero negro, observando la pantalla de su computadora con la atención de un hombre que acababa de recibir la confirmación de algo que, en el fondo, ya sabía. El correo estaba abierto. Los resultados de la prueba de paternidad eran claros. 99.99% de compatibilidad. Maximiliano Valenti era el padre de los trillizos que su hija esperaba. Se quedó inmóvil, sin cambiar su expresión en absoluto. Tres hijos. Ariadna se casaría con Maximiliano. Leonardo tomó su copa de whisky y la llevó a sus labios, degustando el amargo calor que bajó lentamente por su garganta. Su mirada seguía fija en la pantalla mientras sus pensamientos trabajaban con rapidez, calculando los siguientes movimientos. Después de unos segundos, cerró el correo y sacó su teléfono. Marcó un número y llevó el móvil a su oído, esperando solo un par de tonos antes de que la voz de su hija sonara al otro lado de la línea. —Papá. —Aisha, necesito que hagas una visita a tu herman
Ariadna cerró la puerta de su habitación y apoyó la frente contra la madera, respirando con dificultad.Sus manos temblaban mientras palpaba los rasguños y moretones en su rostro. La adrenalina de la pelea con Aisha apenas comenzaba a disiparse, dejando en su lugar el ardor punzante de cada golpe recibido. Se giró y caminó hasta el pequeño espejo que colgaba en la pared. Su reflejo la miró con ojos cansados y enrojecidos. El labio inferior tenía una pequeña cortada, su mejilla estaba enrojecida y tenía rastros de sangre seca en la nariz. Nada que no pudiera ocultar con un poco de maquillaje, aunque en ese momento no tenía fuerzas para intentarlo. Con un suspiro, fue hasta la cómoda y sacó un paño limpio, lo humedeció con agua tibia y empezó a limpiar su rostro con cuidado, sintiendo cada punzada de dolor como una prueba de que, por primera vez en su vida, había peleado por sí misma. Y no se arrepentía. Sentada en el borde de la cama, miró su ropa empapada por la nieve y la suciedad
Maximiliano ajustó la corbata con movimientos rigurosos mientras se observaba en el espejo de su habitación. Su reflejo le devolvió una mirada tensa, llena de pensamientos.Había demasiados gastos, demasiados trámites y, hasta el momento, ningún avance concreto. El hospital que soñaba con construir parecía una idea distante, enterrada bajo facturas de arquitectos, permisos, empleados y gestiones interminables. Apenas terminaba un trámite cuando ya aparecían otros dos pendientes. No le gustaba perder el control sobre su dinero, y si había algo que lo fastidiaba más que gastar sin ver resultados, era no saber exactamente a dónde iba cada centavo. Soltó un suspiro y tomó el saco que estaba sobre la cama, preparándose para salir. Unos golpes en la puerta lo hicieron detenerse. —Adelante —indicó sin apartar la vista del espejo. Leticia entró con su usual expresión neutra, pero Maximiliano sintió que había algo extraño en su postura. —Señor, la familia Valdés está aquí. La corbata qu