Leonardo se había marchado minutos antes, su furia resonando en el corredor tras amenazar con pelear contra el mundo, pero Maximiliano no podía seguirlo. Las lágrimas le habían dejado rastros salados en las mejillas, y un dolor sordo le apretaba el pecho, un eco de todo lo que había perdido: su hija de cabello rojo, la confianza de su esposa, cualquier esperanza de redención. Pero había algo que aún podía alcanzar, algo que lo mantenía vivo: sus hijos. Los dos niños que respiraban en incubadoras, a pocos metros de él, eran su último ancla.Se puso de pie con un esfuerzo que le tembló en las piernas, limpiándose la cara con la manga de la camisa arrugada. No podía ver a Ariadna, no podía romper el muro que ella había levantado, pero podía verlos a ellos. Necesitaba verlos, sentir que no todo estaba perdido. Con pasos lentos pero firmes, caminó hacia el final del pasillo, donde un letrero indicaba "UCI Neonatal." La puerta de vidrio estaba cerrada, y a través de ella se veían luces suav
Habían pasado apenas treinta minutos desde que la enfermera jefe Carter salió de la sala de cuidados intensivos para informar a Maximiliano y Leonardo que Ariadna había recibido otra transfusión. Su voz había sido firme, casi mecánica, diciendo que estaba estable por el momento, pero que seguía débil, que su presión aún no subía lo suficiente. Luego cerró la puerta tras ella, dejando a Maximiliano desplomado contra la pared y a Leonardo marchándose con furia por el pasillo. Eso fue todo lo que supieron entonces, un breve respiro en el caos, pero ahora, horas después, el aire en el ala este del Hospital St. Mary se había vuelto denso, cargado de una tensión que preocupaba.Ariadna Valdés yacía en su cama, rodeada de máquinas que pitaban en un ritmo irregular. El tubo de oxígeno en su nariz silbaba con cada respiración, y su piel, pálida como la cera, brillaba con un sudor que no paraba. La transfusión había ayudado al principio, dándole un leve color a sus mejillas, pero algo había cam
Leonardo Valdés caminaba por los pasillos del Hospital St. Mary como un toro enfurecido. Habían pasado horas desde que el doctor Harris les dijo que Ariadna no quería verlos, horas desde que Maximiliano se desplomó en llanto y él se marchó, jurando no quedarse de brazos cruzados. Su hija estaba al otro lado de esa puerta, luchando por su vida, y él, su padre, estaba atrapado afuera como un extraño. No lo iba a tolerar. No después de perder a su nieta, mientras Ariadna colgaba de un hilo.Había oído rumores entre las enfermeras mientras deambulaba por el ala este: la fiebre de Ariadna había subido, algo sobre un enfriamiento de emergencia. Nadie le decía nada directamente —el personal lo evitaba como si fuera una bomba a punto de estallar—, pero cada susurro que captaba le clavaba una aguja en el pecho. Su hija estaba empeorando, y él no podía hacer nada desde el pasillo. Pero eso iba a cambiar. Encontró un directorio en la pared y vio el nombre que necesitaba: Dr. Simon Reynolds, dire
Ariadna Valdés estaba al borde de un abismo que nadie en la sala de cuidados intensivos podía ver, pero todos sentían. Su cuerpo temblaba bajo la manta hipotérmica, el sudor empapándole la piel pálida mientras las máquinas a su alrededor pitaban en un coro desesperado.Habían pasado minutos desde que Leonardo entró, arrodillado junto a su cama, sosteniendo su mano con dedos temblorosos, pero el tiempo parecía estirarse en una eternidad de angustia. La fiebre había trepado a 40.5°C, un calor que le quemaba la vida desde dentro, y su respiración era un silbido débil que apenas movía su pecho.El doctor Harris estaba al otro lado de la cama, ajustando el goteo de norepinefrina mientras el intensivista, el doctor Patel, revisaba los monitores con una urgencia que le tensaba el rostro. La presión de Ariadna había caído a 60/30, un número que hacía temblar las manos de la enfermera Carter mientras anotaba los cambios. El ritmo cardíaco estaba en 140, irregular y rápido, y la saturación de o
Leonardo ajustó el nudo de su corbata frente al espejo.El reflejo le devolvía la imagen de un hombre que no reconocía, completamente distinto. Su rostro, cansado y envejecido por las últimas semanas, mostraba una tristeza implacable. Se pasó una mano por el cabello, acomodándolo con precisión, asegurándose de que todo estuviera en orden. Pero nada lo estaba. Su vida había cambiado para siempre y nunca se hubiese podido imaginar que todo era su culpa.Sí… su culpa.Tuvo que llegar al suelo, tocar fondo, sufrir y llorar, temblar sin cesar, hasta poder ver su culpa en todo aquello, perdiendo cada cosa a la que amaba.¿Cómo se puede destruir algo que dices querer? Leonardo no lo entendía, pero si estaba completamente seguro de que amó a sus hijas. ¿Y cómo fue que les hizo daño?Se puso la chaqueta con movimientos pausados, casi solemnes. Cada acción se sentía como un rito fúnebre, un tributo a todo lo que había perdido, a todo lo que su hija había perdido. Era insoportable su agonía. Y
Ariadna Valdés miró a su padre fijamente desde la cama, sus ojos verdes clavados en él con una intensidad que cortaba el aire.Leonardo estaba de pie junto a ella, sosteniendo aún su mano tras el alivio de verla de nuevo, pero al sentir esa mirada, apartó la vista, el peso de su presencia abrumándolo. Dio un paso atrás y comenzó a caminar por la habitación, sus pasos lentos resonando en el suelo mientras el silencio entre ellos se volvía denso. Ariadna respiró hondo antes de hablar.—Papá, siéntate —dijo, su voz ronca y firme, cortando el aire con una autoridad que no admitía dudas.Leonardo se detuvo, girándose hacia ella con una mezcla de sorpresa y tensión en el rostro. Asintió apenas y tomó asiento en la silla junto a la cama, las manos temblándole sobre las rodillas mientras la miraba de reojo.Ella puso a sus hijos en la cuna.—¿Cómo se llaman? —preguntó, su voz grave pero suave, señalando con la barbilla a los bebés en las cunas—. Tus hijos… ¿tienen nombres ya?Ariadna lo obser
Ariadna estaba recostada contra las almohadas, el cuerpo aún débil temblándole mientras el recuerdo de las palabras de su padre, el recuerdo de toda esa charla se quedaba en su cabeza.Ella soltó un suspiro cuando un llanto suave rompió el silencio. Era Marc, moviéndose inquieto en su cuna. Segundos después, Eric se unía a la sinfónica con un gemido agudo, sus manitas agitándose bajo la manta. Ariadna respiró hondo, un suspiro que le raspó la garganta, y se inclinó hacia las cunas con un esfuerzo que le tembló en los brazos.—Shh, pequeños… —susurró, su voz ronca pero cargada de ternura mientras tomaba a Marc con cuidado, levantándolo contra su pecho—. Ya estoy aquí… no lloren…El llanto de Marc se suavizó al sentir su calor, y ella se abrió la blusa con dedos temblorosos, guiándolo para que succionara. El bebé se aferró a ella, sus labios diminutos moviéndose con hambre, y Ariadna lo miró, las lágrimas brillándole en los ojos mientras le acariciaba la cabeza.Apenas podía acostumbrar
El silencio en la habitación 412 era un peso tangible, roto solo por los sollozos entrecortados de Maximiliano y el llanto tembloroso de Ariadna.Sus palabras habían cortado como dardos directo al corazón, cada verdad un filo que abría heridas viejas y nuevas, pero ahora, tras el grito de "eres igual a mi padre", algo cambió. Ariadna respiró hondo, el pecho subiéndole y bajándole con esfuerzo mientras se pasaba las manos por las mejillas, secándose las lágrimas con dedos temblorosos. Maximiliano la imitó, limpiándose el rostro con la manga de su camisa, las lágrimas dejando marcas húmedas en la tela mientras intentaba calmarse.—Ariadna… —susurró él, su voz ronca y quebrada mientras la miraba con ojos rojos, llenos de una tristeza infinita ante un error que era completamente imposible de reparar—. Perdóname. Por favor, escúchame… me dejé llevar por el miedo. El miedo de perderte, de que te alejaras de mí para siempre. Quería mantenerte a mi lado, y al mismo tiempo… tenía terror de que