Braguitas rojas

Maximiliano caminó por el pasillo con el ceño fruncido.

Leticia le había dicho que la cena estaba lista hace rato, pero Ariadna no bajaba. Lo primero que pensó fue que quizás estaba dormida o que simplemente no tenía hambre, pero conforme se acercó a la puerta de su habitación, lo escuchó.

Llantos.

Ariadna estaba llorando.

Se quedó inmóvil un momento, preguntándose si debía dejarla sola o intervenir. No era su problema… ¿o sí?

Tocó la puerta con firmeza.

—Ariadna.

No obtuvo respuesta.

Frunció el ceño y tocó otra vez, con más fuerza.

—Voy a entrar.

Giró la manija y empujó la puerta.

La encontró acurrucada en la cama, con la cara enterrada en la almohada y los hombros temblando ligeramente.

Maximiliano avanzó hasta quedar a su lado, sintiendo una extraña incomodidad al verla así. Se veía… frágil.

—¿Qué te pasa? —preguntó con seriedad—. ¿Te sientes mal?

Ariadna no se movió.

—Déjame sola.

Su voz sonó ahogada, quebrada.

Maximiliano apretó la mandíbula.

—No voy a irme si es
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