Allí estaba, una vez más, en la clínica, donde cinco meses atrás había ido a realizarse una inseminación artificial junto a Antonio, su difunto esposo.
Jamás imaginó que la llamaran con tanta urgencia, tantos meses después, cuando acudía allí prácticamente todas las semanas para realizarse los chequeos correspondientes.
La última ecografía y los últimos análisis habían dado perfectos, entonces, ¿por qué la llamaban con tanta urgencia?
Cuando llegó a la recepción se encontró con la médica que había conocido el primer día y con el médico que la atendía todas las semanas, reunidos y con rostro de preocupación.
Una vez se acercó a ellos, se aclaró la garganta para hacerse notar y preguntó:
—¿Qué sucede? ¿Está todo bien?
Los rostros de los tres que se encontraban reunidos no auguraban nada bueno.
—Esperemos un momento más —dijo la doctora—. El señor Messina ya debe estar por llegar.
¿Messina?
Le sonaba ese apellido y pronunciado por la voz de aquella mujer.
De pronto tuvo un flashback.
Aquel era el hombre en el que se había fijado mientras esperaba que la atendieran, junto a Antonio.
O, al menos, eso era lo que creía recordar.
Sin embargo, sus dudas se vieron disipadas cuando el hombre que entró a la recepción era el mismo que ella recordaba.
—¿Qué sucede? —preguntó con el ceño fruncido—. Ya me dijeron que soy infértil, ¿para qué me citaron?
Sus ojos azules como el agua eran los mismos que ella recordaba, aquella era una imagen difícil de olvidar.
Se sentía mal por haberse fijado en aquel hombre alto, guapo y de mirada penetrante mientras estaba con Antonio, pero no había podido evitarlo.
—Bien, ahora que estamos todos reunidos… —comenzó a decir el médico que atendía semanalmente a Gianina.
—¿Todos? —preguntó la muchacha con el ceño fruncido.
—Sí, todos. —Asintió el médico—. Podemos pasar a mi despacho para hablar con tranquilidad.
—Pero ¿de qué quieren hablar? No entiendo. Estoy perdiendo tiempo de trabajo por esto. No quiero ninguna jugarreta, porque se las verán con mis abogados —amenazó el tal Messina.
—Adriano —dijo la doctora—, tranquilo, todo tiene un motivo y una explicación —agregó y miró alternadamente a cada uno.
—Mejor pasemos a la consulta y les explicaremos todo. También estará el director de la clínica y labraremos un acta para que quede constancia de la reunión —explicó el médico.
Gianina y Adriano intercambiaron una mirada de desconcierto.
Gianina fue la primera en dar un paso al frente.
Al ver que la muchacha se adelantaba, Adriano hizo lo mismo y juntos entraron en la consulta, donde, en efecto, se encontraba el director de la clínica de inseminación artificial.
Una vez todos tomaron asiento, el director de la clínica se puso de pie, hizo una ligera reverencia y volvió a sentarse, antes de decir:
—Señor Messina y Señora Costa, para mí es un honor que estén aquí, pero, al mismo tiempo, una vergüenza.
Adriano y Gianina fruncieron el ceño a la par.
—¿Puede ir directamente al grano? —pidió Adriano.
—Verán, los encargados de las inseminaciones cometieron un error a la hora de realizar la fertilización in vitro.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Gianina.
—Que el señor Messina no es infértil, los espermatozoides infértiles eran los de su esposo, el señor Antonio Rossi.
—Pero, entonces, ¿cómo es que estoy embarazada de cuatrillizos? —Gianina abrió los ojos de par en par.
—Por el mismo error —respondió el médico.
—Sus óvulos fueron fecundados con los espermatozoides del señor Adriano Messina.
—¡¿Qué?! —preguntó Gianina a voz de grito, levantándose de un salto de su asiento—. No, esto debe ser una broma de mal gusto. No puede ser que los hijos que espero sean de este señor.
—Pues lamentamos decirle que sí, en efecto, así es. El padre de sus hijos no es Antonio Rossi, sino Adriano Messina.
—¿Por eso usted salió con mala cara el día en que nos encontramos aquí? —preguntó Gianina.
—¿Me vio? —inquirió Adriano.
La muchacha asintió.
—Pues sí, pensé que no podría ser padre a pesar de mi corta edad, pero ahora me encuentro con que no solo puedo serlo, sino que seré padre de cuatro niños. —Sonrió—. El tal Antonio tenía buen gusto para elegir a su mujer. —La evaluó con la mirada.
—¿Puedes dejar de mirarme como si fuera una incubadora de última generación? ¿No ves en el problema que nos han metido estos infelices? —inquirió a voz de grito—. Juro que los demandaré. Esta clínica se irá a la quiebra y todos ustedes —dijo señalándolos uno a uno—, perderán sus puestos y sus matrículas.
—Creo que no es para tanto —intentó tranquilizarla Adriano.
—¿Que no? —Alzó las cejas.
Adriano negó con la cabeza.
—¿Te parece poco que resulte que ahora estoy embarazada de un maldito desconocido?
—Oye, tranquila con los insultos.
—Pero si es que no te he visto más que dos veces, contando con esto, y ahora resulta que tú eres el padre de mis hijos…
—Sí, y también resulta que te irás a vivir conmigo.
—¿¿¿QUÉ???
Gianina estaba fuera de sí, no podía entender qué demonios estaba sucediendo.
Se pellizcó el antebrazo e hizo una mueca de dolor.
No, en efecto, aquello no era un sueño, pero lo parecía, parecía la peor de sus pesadillas.
CINCO MESES ANTESGianina preparó el debido café de la mañana y lo sirvió en un tazón enorme.Estaba preocupada. No podía dejar de pensar.Las cuentas no le daban. Lo que ganaba en la pizzería era una miseria y ni hablar de sus trabajos esporádicos como escritora fantasma.Suspiró.Realmente, estaba tan cansada… Si no hubiese creído en las palabras del imbécil, del padre de su hijo, no estaría pasando por todo aquello.«¿Te arrepientes de haber tenido a Francesco?», se preguntó.¡No, por supuesto que no! Jamás se arrepentiría de haber tenido a su hijo. Era lo mejor y lo más importante que tenía en la vida. Gianina levantó la cabeza y se llamó a la cabeza.¿Qué diablos haría?Iban a terminar sin hogar, sin nada, en la calle, porque no podía pagar el alquiler, ni las expensas.A duras penas, le alcanzaba para darle de comer a Francesco.De lo único que se arrepentía era de la persona que había elegido y que había terminado siendo el padre de su hijo.Gianina suspiró y se llevó la taza
Aquella noche, ataviada con un vestido negro entallado y unos tacones dorados, a juego con su bolsa de mano.Cuando llegó al restaurante en el que había sido citada, recordó que el hombre, en el correo electrónico, le había dicho que debía presentarse con su nombre y apellido y que debía decir que tenía una reserva junto a Antonio Rossi.Y eso fue lo que hizo.Sara la había acompañado hasta la esquina más cercana, antes de irse con Francesco al cine, para entretenerlo.El hombre que se encontraba en la entrada, trajeado de pies a cabeza, la buscó en una lista en el interior de una carpeta negra y, una vez que encontró su nombre, la hizo pasar.Rápidamente, la guio hasta un reservado que se encontraba al final del restaurante.—Es aquí, señorita —dijo el hombre y se alejó sin más.—Gracias. —Gianina sonrió.En cuanto abrió la cortinilla, que separaba el reservado del resto del restaurante, los ánimos se le vinieron abajo.¿Aquel era el millonario que quería alquilar su vientre?Pero, p
Tres meses después de la boda y de haberse quedado embarazada de cuatrillizos, Gianina se encontraba de compras con Sara y Francesco.Cuando sus piernas no daban más, propuso tomar asiento.—¿Quieres ir a beber un batido? —le preguntó Sara, cuando ya habían recorrido todas las tiendas habidas y por haber.Antonio le había dado una tarjeta sin límite y Sara la había instado a renovar su guardarropa y, como siempre, ella había accedido.Se acercaron a la zona de los restaurantes del mall, dejaron las bolsas en una de las sillas y Gianina tomó asiento.—Ya regreso. ¿Quieres un batido de banana y fresa? —preguntó Sara.Gianina sonrió y asintió. Su amiga la conocía más que nadie.En el momento en el que su amiga se alejó junto a Francesco en busca de los batidos, tomó su móvil y vio que tenía una gran cantidad de llamadas de un número desconocido.Una ingente cantidad de llamadas.No era normal tener más de treinta llamadas perdidas.Rápidamente, se puso de pie y se encaminó hacia una zona
DOS MESES DESPUÉSDos meses más tarde, luego del sepelio de Antonio, la mansión continuaba sumida en la más completa penumbra.Todos en la mansión se encontraban cabizbajos y no lograban hacer más que lo justo y lo necesario.A todos y cada uno, incluida Sara (quien se había mudado momentáneamente con su amiga), les había caído como baldazo de agua helada la noticia de la muerte cerebral de Antonio.Gianina no podía creer tener tanta mala suerte. Si bien no amaba a ese hombre, le había tomado un gran cariño y en la enorme vivienda se notaba su ausencia, faltaba su voz gutural, verlo andar por la casa en compañía de Alfred…En definitiva, Antonio se hacía echar en falta.Mientras Gianina tomaba un té junto a Sara, en el más completo silencio —Francesco se encontraba en el colegio y le habían dicho que Antonio se había ido de viaje—, su teléfono celular comenzó a sonar sin descanso.Gianina tomó el aparato y miró el remitente.Acto seguido, frunció el ceño.—¿Qué pasa? —le preguntó Sara
Cuando Adriano y Gianina llegaron al restaurante, este entró primero y, caballerosamente, le mantuvo la puerta abierta.—Gracias —dijo Gianina con las cejas alzadas.Acto seguido, ambos se encaminaron hacia el recepcionista.El restaurante estaba a rebosar de comensales. Sin embargo, Adriano Messina tenía su propio apartado privado.—Oh, señor Messina —lo saludó el recepcionista—. Viene en compañía. —Sonrió—. Puede pasar. ¿Quiere que lo acompañe?—No te preocupes, conozco el camino.A continuación, le dio una suave palmada al hombro del recepcionista y se encaminó hacia el fondo del restaurante.Gianina lo siguió, sorprendida.—Disculpa —dijo una vez que tomaron asientos—, ¿puedo hacerte una pregunta?—Ya la hiciste. —Rio—. Pero, anda, puedes preguntar lo que quieras.—¿Quién eres? ¿Por qué tienes un trato tan preferencial en un restaurante de esta magnitud?—Entiendo que muchos no conozcan mi identidad, pero me sorprende que una mujer con tan buen gusto para vestir no conozca mis dise
A la mañana siguiente, Gianina se levantó sumamente temprano. Se sentía inquieta. Pensando en el inminente examen de ADN, se había pasado la noche en vela. No había sido capaz de pegar un solo ojo en toda la noche. Encontrarse nuevamente con Adriano era otro de los motivos de su impaciencia y cierta incomodidad. Desde que lo había visto en la clínica, de lejos, le había parecido un hombre sumamente atractivo, sin embargo, la noche anterior, que lo había podido conocer mejor y que lo había visto de cerca, había quedado obnubilado. No obstante, su mente no podía dejar de vagar por las posibilidades de perderlo todo. No le había dicho nada a nadie. La única que sabía la verdad era Sara, la única persona en la que confiaba. Sabía que podía confiar en su mutismo. Era bastante solitaria y no tenía con quién hablar más que con ella, o, mejor dicho, sí que tenía, pero prefería no hacerlo. Como siempre le recordaba, Sara era bastante ermitaña. Miró la hora en su teléfono móvil
Mientras Adriano gritaba, la secretaria de Angelo se adentró en la oficina con rostro de disculpas.—Lo siento doctor Fontana, ¿podría hablar un segundo con usted? —preguntó y, acto seguido, mostró los dientes con incomodidad.Mientras tanto, Adriano continuaba despotricando en contra de la clínica de fertilización.—Les haré una demanda que los llevará a la quiebra, van a quedar en la miseria —aseguró con el ceño fruncido.Luego de hablar con su secretaria, el genetista se adentró rápidamente a la consulta, les arrancó los papeles a ambos de las manos…—¡Oye! ¿Qué haces? —le preguntó Adriano cada vez más enfurecido.—Tranquilo, Adriano —dijo mientras mostraba las palmas de sus manos en son de paz—. Verán, por culpa de las prisas hubo un pequeño problema con los archivos.—¿De qué habla? —inquirió Gianina.El médico les entregó un nuevo sobre a cada uno, que también llevaba sus nombres.—En serio, Angelo, ¿qué significa esto? —preguntó Adriano, cada vez más confundido.El hombre suspi
UNA SEMANA DESPUÉS. Adriano miró la hora en su reloj, ansioso. Estaban esperando el camión de la mudanza, ya que, como eran tres mujeres y un niño los que se mudarían con él. Si bien no se llevarían más que puras pertenencias, entre las tres mujeres habían logrado acumular una gran cantidad de bolsas y cajas. Adriano, después de años de convivir con su madre y con su hermana y luego de varias parejas, aún no lograba comprender como una mujer podía acumular tanto en ropa, bolsos y maquillajes. Estaba preocupado por la mudanza. No sabía cómo se daría todo. Había procurado mentalizar a su madre y a su hermana, pero no había tenido demasiado éxito haciéndolo, por lo que, esperaba que, al menos, se comportaran. —Gianina, Johana, Sara, Francesco… —gritó hacia las escaleras, cuando llegó el camión de la mudanza. Los cuatro bajaron rápidamente y vieron como los hombres encargados del traslado de sus pertenencias tomaban las cajas y las bolsas y las montaban en una furgoneta. —¿Ya nos