CINCO MESES ANTES
Gianina preparó el debido café de la mañana y lo sirvió en un tazón enorme.
Estaba preocupada. No podía dejar de pensar.
Las cuentas no le daban. Lo que ganaba en la pizzería era una miseria y ni hablar de sus trabajos esporádicos como escritora fantasma.
Suspiró.
Realmente, estaba tan cansada… Si no hubiese creído en las palabras del imbécil, del padre de su hijo, no estaría pasando por todo aquello.
«¿Te arrepientes de haber tenido a Francesco?», se preguntó.
¡No, por supuesto que no! Jamás se arrepentiría de haber tenido a su hijo. Era lo mejor y lo más importante que tenía en la vida.
Gianina levantó la cabeza y se llamó a la cabeza.
¿Qué diablos haría?
Iban a terminar sin hogar, sin nada, en la calle, porque no podía pagar el alquiler, ni las expensas.
A duras penas, le alcanzaba para darle de comer a Francesco.
De lo único que se arrepentía era de la persona que había elegido y que había terminado siendo el padre de su hijo.
Gianina suspiró y se llevó la taza a los labios y comenzó a beber su buena dosis de café mientras abría la laptop.
Se encontraba pensativa. Su hijo pronto comenzaría las clases y necesitaba más dinero que nunca.
No sabía cómo diablos haría para conseguirlo, y eso era lo que más la angustiaba.
Para colmo de males, Francesco se había enfermado recientemente y todos sus ahorros se habían ido en medicinas.
Realmente, estaba desesperada.
De pronto, un anuncio llamó su atención.
Abrió los ojos de par en par y leyó con atención.
«Vientre de alquiler», rezaba en la parte superior del anuncio y continuaba:
«Se busca mujer entre 25 y 30 años, soltera o divorciada, fértil, con la capacidad de concebir un hijo.
Se realizará una prueba de fertilidad. La joven debe estar dispuesta a contraer matrimonio por contrato conmigo, y, posteriormente, ser inseminada artificialmente.
Esto le otorgará la posibilidad de acceder a todos los bienes necesarios para su vida, los cuidados prenatales y, en caso de tener un hijo, también los cuidados y todo lo que este necesite».
«Quizás esta es la mejor manera de…», pensó.
Sin embargo, la voz de su conciencia le cuestionó si se había vuelto loca.
¿Cómo osaba pensar siquiera alquilar su vientre?
—Estoy necesitada de dinero —dijo en voz alta—. ¿Soy capaz de casarme con un completo desconocido? Por supuesto que sí —se respondió a sí misma.
Era capaz de hacer todo lo que fuera posible con tal de mantener a su hijo.
Estaba loca, pero eso ya lo sabía desde qué tenía conciencia. Además, el anuncio, es como si el estudio estuviera escrito pensando en ella.
Tenía veintiocho años, era fértil, necesitaba el dinero, e, incluso, ya tenía un hijo que también sería mantenido por aquel hombre.
En la parte final del anuncio, aparecía un número de teléfono.
«Sabes que eres bien idiota para hablar por teléfono», pensó.
No obstante, un poco más abajo había un correo electrónico.
«Esto sí que puedo hacerlo», se dijo a sí misma y abrió su cuenta de mail y comenzó a teclear rápidamente una respuesta, presentándose.
Incluso, adjuntó una foto. No quería ser una completa desconocida para aquel hombre.
Sí, podía que fuera una trampa, pero ¿y si no lo era?
Cinco minutos más tarde, terminó de escribir el correo electrónico y lo releyó, antes de darle a la opción de enviar.
Tragó saliva, suspiró y se bebió el resto del café de un sorbo.
—Listo, ya está hecho —sentenció, mentalizándose.
Se levantó, se sirvió una nueva taza de café, en el mismo momento en el que el sonido de un correo entrante sonaba en su ordenador.
Sin perder ni un segundo, corrió hasta la mesa y abrió el correo electrónico que contenía la respuesta de aquel hombre desconocido y le sorprendió que, al haber enviado la foto, este estuviera aún más interesado.
—¡Ha dicho que le intereso! —exclamó, sorprendida.
Su autoestima, que de por sí era baja, aumentó un tantito.
Se llevó una mano a los labios para no continuar gritando, estaba ciertamente emocionada por la respuesta, pero no quería despertar a su hijo.
—¿Quiere verme hoy mismo? —preguntó en voz alta.
En el correo electrónico la invitaba a una cena en uno de los restaurantes más costosos de la ciudad.
—¡Oh, no! —Suspiró.
No había nada que detestara más que reunirse con alguien y más siendo un completo desconocido.
Pero ya estaba en el baile, y no le quedaba más remedio que bailar.
Necesitaba el dinero.
«Es por Francesco», se repetía una y otra vez como una especie de mantra.
Sin embargo, siendo que su cita era con un hombre de alta alcurnia, no tenía nada que ponerse para acudir a un restaurante como en el que la había citado.
De pronto, una idea, cruzó por su cabeza.
Quizás, su amiga, Sara, pudiera ayudarla.
Rápidamente, tomó su teléfono móvil, el cual ya no daba más de sí el pobre y marcó el número de su amiga.
—¿Hola? —se escuchó al otro lado acompañado de un bostezo.
—Lo siento, ¿te desperté?
—Algo así, pero no te preocupes que ya era hora de que me levantara —respondió su amiga—. Dime, ¿qué quieres?
—¿Por qué presupones que quiero algo?
—Porque solo me llamas cuando necesitas ayuda. De lo contrario, te olvidas de que tienes una amiga.
—Ya, pero es que…
—Sí, los trabajos y el niño no te dejan tiempo ni para escribirme un mensaje —le reprochó en tono de broma—. Anda, dime, ¿qué necesitas?
Gianina suspiró.
—¿Puedo pasar por tu casa dentro de una hora?
—¿Me vas a visitar por fin? —exclamó, sorprendida.
—Sí, pero es que necesito que me prestes uno de tus vestidos de gala. Tengo una cita esta noche en uno de los restaurantes más costosos de la ciudad y ya sabes que no puedo ir con mi ropa zarrapastrosa —respondió y se encogió de hombros, aunque su amiga no pudiera verla.
—¡¿UNA CITA?! ¡Oh, por Dios, por fin tienes una cita! —exclamó exaltada.
—Sí, sí, pero tampoco te ilusiones mucho. Luego te cuento de qué va la cosa, ¿sí?
—Vale, vale. Te prestaré uno de mis mejores atuendos. Ya verás que lucirás como una diosa, más diosa de lo que eres, por supuesto —la elogió.
Su amiga siempre intentaba levantarle la autoestima.
—¿De esos que heredaste de tu nona? —se burló.
—Aunque no lo creas tengo vestidos de gala, que no he usado nunca, porque no he tenido ocasión, pero sé que te vendrán de perlas —aseguró—. Ven, te los mostraré, ya verás que te quedan, que ni pintados.
Gianina sonrió y suspiró.
—Vale, en una hora estaré por allí. Ah, por cierto, necesitaré que te quedes con Francesco esta noche.
—No hay ningún problema, cielo.
—Grazie, Sara.
—No hay de qué, amiga. Arrivederci, querida. Nos vemos luego.
Aquella noche, ataviada con un vestido negro entallado y unos tacones dorados, a juego con su bolsa de mano.Cuando llegó al restaurante en el que había sido citada, recordó que el hombre, en el correo electrónico, le había dicho que debía presentarse con su nombre y apellido y que debía decir que tenía una reserva junto a Antonio Rossi.Y eso fue lo que hizo.Sara la había acompañado hasta la esquina más cercana, antes de irse con Francesco al cine, para entretenerlo.El hombre que se encontraba en la entrada, trajeado de pies a cabeza, la buscó en una lista en el interior de una carpeta negra y, una vez que encontró su nombre, la hizo pasar.Rápidamente, la guio hasta un reservado que se encontraba al final del restaurante.—Es aquí, señorita —dijo el hombre y se alejó sin más.—Gracias. —Gianina sonrió.En cuanto abrió la cortinilla, que separaba el reservado del resto del restaurante, los ánimos se le vinieron abajo.¿Aquel era el millonario que quería alquilar su vientre?Pero, p
Tres meses después de la boda y de haberse quedado embarazada de cuatrillizos, Gianina se encontraba de compras con Sara y Francesco.Cuando sus piernas no daban más, propuso tomar asiento.—¿Quieres ir a beber un batido? —le preguntó Sara, cuando ya habían recorrido todas las tiendas habidas y por haber.Antonio le había dado una tarjeta sin límite y Sara la había instado a renovar su guardarropa y, como siempre, ella había accedido.Se acercaron a la zona de los restaurantes del mall, dejaron las bolsas en una de las sillas y Gianina tomó asiento.—Ya regreso. ¿Quieres un batido de banana y fresa? —preguntó Sara.Gianina sonrió y asintió. Su amiga la conocía más que nadie.En el momento en el que su amiga se alejó junto a Francesco en busca de los batidos, tomó su móvil y vio que tenía una gran cantidad de llamadas de un número desconocido.Una ingente cantidad de llamadas.No era normal tener más de treinta llamadas perdidas.Rápidamente, se puso de pie y se encaminó hacia una zona
DOS MESES DESPUÉSDos meses más tarde, luego del sepelio de Antonio, la mansión continuaba sumida en la más completa penumbra.Todos en la mansión se encontraban cabizbajos y no lograban hacer más que lo justo y lo necesario.A todos y cada uno, incluida Sara (quien se había mudado momentáneamente con su amiga), les había caído como baldazo de agua helada la noticia de la muerte cerebral de Antonio.Gianina no podía creer tener tanta mala suerte. Si bien no amaba a ese hombre, le había tomado un gran cariño y en la enorme vivienda se notaba su ausencia, faltaba su voz gutural, verlo andar por la casa en compañía de Alfred…En definitiva, Antonio se hacía echar en falta.Mientras Gianina tomaba un té junto a Sara, en el más completo silencio —Francesco se encontraba en el colegio y le habían dicho que Antonio se había ido de viaje—, su teléfono celular comenzó a sonar sin descanso.Gianina tomó el aparato y miró el remitente.Acto seguido, frunció el ceño.—¿Qué pasa? —le preguntó Sara
Cuando Adriano y Gianina llegaron al restaurante, este entró primero y, caballerosamente, le mantuvo la puerta abierta.—Gracias —dijo Gianina con las cejas alzadas.Acto seguido, ambos se encaminaron hacia el recepcionista.El restaurante estaba a rebosar de comensales. Sin embargo, Adriano Messina tenía su propio apartado privado.—Oh, señor Messina —lo saludó el recepcionista—. Viene en compañía. —Sonrió—. Puede pasar. ¿Quiere que lo acompañe?—No te preocupes, conozco el camino.A continuación, le dio una suave palmada al hombro del recepcionista y se encaminó hacia el fondo del restaurante.Gianina lo siguió, sorprendida.—Disculpa —dijo una vez que tomaron asientos—, ¿puedo hacerte una pregunta?—Ya la hiciste. —Rio—. Pero, anda, puedes preguntar lo que quieras.—¿Quién eres? ¿Por qué tienes un trato tan preferencial en un restaurante de esta magnitud?—Entiendo que muchos no conozcan mi identidad, pero me sorprende que una mujer con tan buen gusto para vestir no conozca mis dise
A la mañana siguiente, Gianina se levantó sumamente temprano. Se sentía inquieta. Pensando en el inminente examen de ADN, se había pasado la noche en vela. No había sido capaz de pegar un solo ojo en toda la noche. Encontrarse nuevamente con Adriano era otro de los motivos de su impaciencia y cierta incomodidad. Desde que lo había visto en la clínica, de lejos, le había parecido un hombre sumamente atractivo, sin embargo, la noche anterior, que lo había podido conocer mejor y que lo había visto de cerca, había quedado obnubilado. No obstante, su mente no podía dejar de vagar por las posibilidades de perderlo todo. No le había dicho nada a nadie. La única que sabía la verdad era Sara, la única persona en la que confiaba. Sabía que podía confiar en su mutismo. Era bastante solitaria y no tenía con quién hablar más que con ella, o, mejor dicho, sí que tenía, pero prefería no hacerlo. Como siempre le recordaba, Sara era bastante ermitaña. Miró la hora en su teléfono móvil
Mientras Adriano gritaba, la secretaria de Angelo se adentró en la oficina con rostro de disculpas.—Lo siento doctor Fontana, ¿podría hablar un segundo con usted? —preguntó y, acto seguido, mostró los dientes con incomodidad.Mientras tanto, Adriano continuaba despotricando en contra de la clínica de fertilización.—Les haré una demanda que los llevará a la quiebra, van a quedar en la miseria —aseguró con el ceño fruncido.Luego de hablar con su secretaria, el genetista se adentró rápidamente a la consulta, les arrancó los papeles a ambos de las manos…—¡Oye! ¿Qué haces? —le preguntó Adriano cada vez más enfurecido.—Tranquilo, Adriano —dijo mientras mostraba las palmas de sus manos en son de paz—. Verán, por culpa de las prisas hubo un pequeño problema con los archivos.—¿De qué habla? —inquirió Gianina.El médico les entregó un nuevo sobre a cada uno, que también llevaba sus nombres.—En serio, Angelo, ¿qué significa esto? —preguntó Adriano, cada vez más confundido.El hombre suspi
UNA SEMANA DESPUÉS. Adriano miró la hora en su reloj, ansioso. Estaban esperando el camión de la mudanza, ya que, como eran tres mujeres y un niño los que se mudarían con él. Si bien no se llevarían más que puras pertenencias, entre las tres mujeres habían logrado acumular una gran cantidad de bolsas y cajas. Adriano, después de años de convivir con su madre y con su hermana y luego de varias parejas, aún no lograba comprender como una mujer podía acumular tanto en ropa, bolsos y maquillajes. Estaba preocupado por la mudanza. No sabía cómo se daría todo. Había procurado mentalizar a su madre y a su hermana, pero no había tenido demasiado éxito haciéndolo, por lo que, esperaba que, al menos, se comportaran. —Gianina, Johana, Sara, Francesco… —gritó hacia las escaleras, cuando llegó el camión de la mudanza. Los cuatro bajaron rápidamente y vieron como los hombres encargados del traslado de sus pertenencias tomaban las cajas y las bolsas y las montaban en una furgoneta. —¿Ya nos
Luego de terminar el ristretto en la mayor calma posible, intentando entablar una conversación banal, Gianina se puso de pie y pidiendo disculpas se retiró a la habitación.Aquel día había sido fatal en todos los sentidos, y su cuerpo, pero, sobre todo, su cabeza no daba para más.Un par de minutos más tarde, Adriano la imitó, al igual que Johana y Sara, quienes se habían percatado de la tensión en el ambiente, pero quienes habían procurado amenizar la charla y desviarla de Gianina cuando había sido menester.Cuando Adriano llegó a la habitación, se encontró con Gianina tumbada en la cama con el rostro escondido entre los brazos y su cuerpo sufriendo graves espasmos.—Gianina —dijo, ladeando la cabeza y acercándose con cautela—. ¿Qué pasa? ¿Estás bien?Gianina no respondió, tan solo se limitó a continuar llorando.—Nina, en serio, ¿qué sucede? ¿Estás bien? ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? —preguntó sin respiro—. Nina —la llamó una vez más.Gianina, al escuchar aquel diminutivo que le ha