Capítulo 2

Si había algo que odiaba Nathan Castle, era a los impuntuales. Era él del tipo de personas que siempre llegaría cinco minutos antes a un encuentro, del que prevería cada escenario posible en una situación y haría un plan B, C, D, todos los que fueran necesarios. De ese tipo de gente que no toleran fallos, ni faltas. Del mismo modo que se autoexigía lo hacía con los demás. Era debido a aquella manía que no tenía una relación duradera ni una amistad verdadera. Mirar a Nathan era como estar observando a un reloj, uno que no aceptaba fallos.

Caminaba de un lugar a otro dentro de aquella oficina. Después de esperar más de una hora su poca paciencia comenzaba a desbordarse por sus poros. ¿Cómo era posible que tardaran tanto? Había recibido claras órdenes de aguardar por su futura compañera en su oficina, así que como era costumbre suya estuvo allí a tiempo, incluso antes queriendo causar una buena impresión. Sin embrago allí estaba, una hora más tarde de la acordada, y aún esperando a la impuntual con la cual tendría que colaborar de ahora en adelante.

Golpeó la superficie de su escritorio, dicho acto hizo que una montaña de papeles que se encontraban apilados se fueran al suelo, formando un gran desorden, y por si fuera poco, la taza de café cayó al suelo empapando una gran parte de aquellos documentos y reduciendo su taza favorita, a nada más que fragmentos.

—¡Mierda! —exclamó perdiendo el control y a punto de tirarse de los cabellos.

—¿Con esa bendita boca besa a su madre, agente? —Al levantar la vista hacia la puerta vió a la dueña de aquella voz, una mujer vestida de monja que le dio una mirada prácticamente inexpresiva, acompañada de una sonrisa de lado, muy burlona.

—¿Y usted es? —preguntó poniéndose de pie con rapidez y enmascarando su enojo con seriedad y paciencia.

—Soy por quien ha de estar esperando —comentó ella despreocupadamente. Sin esperar a ser invitada ingresó en la oficina y se dejó caer sentada en una de las butacas de cuero gris de la estancia.

—¿Es normal en las personas de Roma ser impuntuales? —se cruzó de brazos el agente.

—¿Es normal en los londinenses ser unos idiotas? —cuestionó Ekaterina con el mismo tono.

—Tiene usted la boca muy suelta para ser una monja, hermana —pronunció aquella última palabra con mucho sarcasmo.

—Tiene usted muy pocos modales para ser un oficial de alto rango, agente. —Nuevamente contraatacó usando los mismos métodos, cosa realmente efectiva contra Nathan. Nada podía ser peor para un oficial que ser herido por su propia arma y para desfortuna de Castle, esa era la especialidad de Ekaterina.

Gruñó él y se pasó una mano por el cabello tomando una larga inspiración de aire, todo en un intento de mantenerse en el control de sus emociones. No era algo común en él llegar a esos estados de rabieta, pues las consideraba infantiles, pero todo parecía salirle mal en esos momentos y reaccionó como cualquier persona en la misma situación.

—Hemos comenzado con el pie izquierdo —habló la de la iglesia poniéndose de pie. Caminó frente al susodicho y estiró su mano —. Mi nombre es Ekaterina, soy la enviada de la Santa Sede para ser su comp... —tragó incómoda —, su compa... —Cuanto le molestaba tener que decir esa m*****a palabra.

—Mi compañera —terminó él —, según veo no le parece una buena idea —sonrió victorioso —. Somos dos —estrechó su mano suavemente —. Soy Nathan Castle, agente especial de MI5.

—¿Cuál es el propósito de esta reunión? —cuestionó Sforza rompiendo el contacto entre sus manos.

—Conocernos mejor.

—Eso es imposible. Si bien debe saber por gajes del oficio, las personas son criaturas totalmente impredecibles. No llegas a conocer jamás ni a la persona con la que has pasado toda tu vida. Imagina si en un par de horas lograremos algo así.

—Yo no decido eso, tuve claras órdenes de que este encuentro se llevara acabo —señaló la butaca —, así que por favor siéntese y no hagamos esto más largo.

—Bueno ya que estamos en estas, aprovecho para dejar algo claro. Yo no sigo órdenes de nadie más que el Vaticano, pero tampoco permito que ellos manipulen mi vida. No será usted, ni el MI5, quienes me harán tomar desiciones que no considere convenientes. No me gusta trabajar con compañeros y no me agrada usted, así que enójeme y verá que tan mal puede pasarla una persona.

—¿Eso fue acaso una amenaza? —rió de lado —. Me subestima mucho, no crea que estoy vomitando arcoiris ante de la idea de hacer equipo, pero al igual que usted estoy cumpliendo órdenes. Está en el país que nací con la clara misión de colaborar en algo que algún día, puede llegar a implicar a todo el mundo, así que no piense que la dejaré desandar a su modo sin control alguno. Es más, ya que viene representado a la iglesia puede hincarse de rodillas y comenzar a rezar si gusta, yo me encargaré del resto.

Ekaterina guardó silencio después de aquellas palabras, pero bastaron segundos para que soltara una larga carcajada que fue acompañada por una risa escandalosa y sarcástica. Las comisuras de sus párpados se llenaron de lágrimas y se sostuvo el abdomen.

—Es tan gracioso, Castle, debería cambiar de profesión —cambió súbitamente su expresión a una de seriedad —. Seamos sinceros, usted y yo tenemos un verdadero objetivo, no somos nada más que los emisarios de nuestros países, de los intereses de nuestros jefes. Estoy aquí solo para representar lo que le incumbe al Vaticano y usted, solo para hacer lo que su país le exige. A ninguno le importa el bienestar del otro, así que dejemos la hipocresía de lado, odio la falsedad.

Ekaterina era tan cruda como sincera, eso sorprendió al agente, pero por otra parte le desagradó. En la mirada de aquella joven había un brillo taimado, era ella demasiado astuta, más de lo que esperó de una monja. En un principio pensó que se toparía con una mujer acostumbrada a la vida de convento, fácil de manipular, pero se encontró con un hueso duro de roer.

—Bueno, hablemos —tomó asiento ella, cruzando una pierna por sobre la otra —, esto parece una especie de entrevista o peor, interrogatorio, así que si me disculpa —tomó del bolsillo de su ropa una caja de cigarrillos, llevó uno a sus labios y usando un encendedor dorado que portaba, lo encendió.

La primera calada fue profunda, soltó una larga exhalación de humo que bañó el aire de aquel aroma que para Nathan era increíblemente desagradable.

Arrugó él las facciones entornando los ojos.

—¿Puede acaso fumar? —preguntó mirándola confuso y disgustado.

—Por supuesto, ¿por qué no podría?

—Pensé que tendría algunas prohibiciones por su religión —se encogió de hombros.

—Las tengo. Todo ser humano tiene sus prohibiciones, sino todo sería un caos.

—¿Fumar no está entre ellas? —asintió ella en respuesta, dando otra calada —. ¿Tiene algún otro mal vicio?

—Tengo varios malos vicios, sin embrago estoy libre del peor y más dañino, el amor —miró directamente a los ojos del agente —. Fumo, bebo y tengo sexo, pero son cosas ocasionales, nada a lo que considerar imprescindible.

—Esto es una locura —sonrió irónicamente él.

No en muchas ocasiones se había topado Nathan con mujeres dedicadas fervientemente a la religión, pero de esos pocos encuentros podía recordar la manera rigurosa en la que vivían, las prohibiciones y carácteres de aquellas mujeres. Se caracterizaban por su seriedad, su pureza e incondicional fe. Ekaterina no parecía estar libre de maldad alguna, por el contrario, incluso por sobre la ropa le salía la maldad y la impureza que ella mismo aceptó tener.

—De religión no sé mucho, pero estoy seguro de conocer lo suficiente para saber que usted no es una monja, al menos no una común.

—Nunca dije que fuera una —le dió otra calada al cigarrillo cuya vida comenzaba a extinguirse.

—Va vestida como una —remarcó lo obvio, elevando las cejas.

—Llámelo un disfraz —contestó encogiéndose de hombros —. Es algo que me ayuda a representar a mi organización. Piensa en él como un uniforme, así como el de los policías.

—No tiene nada que ver, ni siquiera viene al caso.

—Se equivoca —negó con el dedo —, tiene mucho que ver. Piense en esto: el uniforme de los policías los representa como organización, se supone que quienes portan ese atuendo son personas de bien, que buscan mantener el orden, luchan por el bienestar de las personas. Mas como dije, se supone, porque no todos son así, es más, te topas por la calle con muchos bastardos uniformados que abusan de su poder. Este es el caso conmigo, uso el atuendo de las monjas, el cual carga consigo muchos significados, pero así como los bastardos policías corruptos, yo tampoco lo represento, solo lo utilizo para mi beneficio.

Terminando de decir aquellas palabras dejó la estancia en silencio, el agente no contestó a su respuesta, se quedó callado procesándola y sorprendiéndose a sí mismo al entender la realidad que acarreaban las palabras de su ahora compañera. Parecía tener respuesta para cada cosa que él le dijera.

—¿Ha terminado la entrevista? —preguntó la de cabellos castaños —. Si no es así entonces tomaré otro cigarrillo, suele ayudarme mucho en situaciones de estrés, nervios, o hastío, como es el caso ahora.

—¿No quiere saber nada de mí? —preguntó el pelinegro al verla ponerse de pie.

—Lo que quiera saber de usted lo descubriré por mí misma, después de todo las palabras mienten pero las acciones delatan.

—Espero no tener que estar juntos el tiempo necesario como para conocernos —confesó el oficial.

—Dudo que sea usted tan bueno en su trabajo como para resolver toda esta porquería en cuestión de días, si lo fuera, no habrían solicitado apoyo del Vaticano.

Terminando sus palabras comenzó a caminar rumbo a la puerta, antes de salir y aún sujetado la manija volteó su cabeza y por sobre su hombro miró al que sería su compañero.

—Me marcho porque supongo que esta reunión ha terminado aquí —abrió la puerta —. Ah y otra cosa, nunca juzgue un libro por su portada. Yo no soy una monja, tampoco alguien que vino a darle su bendición, soy una asesina al servicio de un amo cruel. Mi nombre es Ekaterina Sforza y soy un monstruo, no una santa. Soy ciega de voluntad pero no de justicia, ten siempre eso en cuenta, agente.

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