Dicen que el destino es caprichoso, como un niño pequeño que hace fechorías por doquier. También es aquella carta que mantenemos oculta bajo la manga, la justificación perfecta, aquel ser inexistente al que culpamos la mayoría de las veces por nuestras desventuras. Creer en el destino no es cuestión de que tan soñador seas, que tan crédulo o por el contrario, incrédulo. Es cuestión de que un día, por cuestiones que jamás entenderemos, seas empujado a un camino que te hará vivir más emociones de las que jamás imaginaste, entonces seas un creyente o no, tú también pensarás: Fueron hazares del destino.
Era esa una mañana nublada, aunque la primavera se acercaba cada vez más, no parecía aquello tener mucho efecto en Londres. El aire frío y húmedo corría por cada calle, cada vecindario o callejón oscuro. Ese día parecía ser más agitado que cualquier otro mas no había diferencia a días anteriores, un sinfín de personas transitaban por las calles a pesar de ser tan temprano, sus quehaceres y trabajos los esperaban. —Son como hormigas —susurró para sí misma Ekaterina. No habían pasado muchas horas de su arribo a la ciudad. Después de que aquella particular misión le fuera encomendada dudó, pues las circunstancias y las condiciones no le parecían favorables, pero después de no tener muchas más opciones terminó por aceptar. Se encontraba ahora camino al encuentro de su compañero. Solamente pensar aquella palabra hizo su estómago contraerse en un arcada. Trabajar en equipo no era algo que la caracterizara. Para ella un compañero solo era una carga más, un estorbo del que tendría que estar al pendiente y ella no solía tomarse la molestia de preocuparse por nadie más que sí misma. No sería este ni de cerca el encargo más peligroso al que tendría que enfrentarse, con anterioridad había tenido misiones mucho más complicadas y sucias. Aunque jamás salió ilesa de alguna, por lo menos podía darse el lujo de regodearse en el hecho de salir con vida, porque estaba segura de que no muchos habrían corrido con el mismo destino. —¿Cuánto más falta? —preguntó a su acompañante, quien conducía el auto. —Solo un poco, pero el tráfico dificulta mucho las cosas —explicó el hombre mayor con tono de disculpa. —Podría haber llegado antes, pero insististe en traerme personalmente —lo miró de reojo esbozando una mueca de molestia. —Fui enviado para ser tu representante ante las autoridades —explicó con paciencia —. No voy a permanecer mucho más tiempo aquí, solo hasta que te deje en manos de tu compañero. —¿En manos de mi compañero? —Aquello sonó como la mayor ofensa que había escuchado jamás Ekaterina, como si golpearan su estómago o patearan su rostro —. Eso debió de ser una broma de mal gusto Giovanni. Creo haber dejado bien claro como trabajaría, no recibiré órdenes de nadie. Si tienen tú, el Vaticano o él, la tonta idea de que estaré obedeciendo ciegamente a un tipo que ni conozco y que de por sí ya odio, entonces se nota que aún no me conocen. —Oh vamos, Sforza —negó el hombre soltando un suspiro de agotamiento —, nadie ha dicho eso, se supone que será un trabajo conjunto así que lo único que esperamos de ti es que cooperes. —No prometo nada —desvió la mirada nuevamente al cristal. —A veces me pregunto si jamás has pensado en tener una vida normal, como cualquier otra persona —comentó el de bigote negro. —Si una vida normal significa eso —señaló en dirección a la gente que transita por la calle —, entonces prefiero seguir haciendo lo que hago. —¿No tienes miedo de morir? —No podría aunque quisiera —aseguró —. Cuando estás tan cerca de algo, deja de ser una posibilidad y se convierte en un destino inminente. Es parte de mi trabajo estar al borde de la muerte, entonces, estando tan cerca de mí ya no es algo que me moleste. Si temiera de ella cómo podría hacer bien mi trabajo. —Si dejas de temer entonces te convertirás en un ser arrogante que se cree invencible. —Nunca dije que no tuviera miedo —sonrió de lado —, pero mis temores son menos comunes que los demás, eso te lo puedo asegurar. Yo temo de lo inesperado, de lo que no puedo predecir o controlar, lo que se sale de mis manos. Pero la muerte —chasqueó la lengua —, ¿cómo voy a tener miedo de algo que sé que tarde o temprano pasará? No es nada sorpresivo, desde el momento en que nacemos, incluso desde antes, el reloj comienza a avanzar hacia el final. Ellos —miró a las personas —, gastan su tiempo sin detenerse un minuto a pensar en que cada segundo que pasa es uno que pierden, yo no sé vivir así, tampoco teniendo una estricta rutina. —¿Me dices que prefieres lo que haces? —cuestionó él. —Sí y jamás cambiaría eso —aseguró ganándose una rápida mirada de asombro. Giovanni en todos sus años de vida al servicio del Vaticano nunca pensó conocer a nadie como Ekaterina. No era una cuestión desconocida la existencia de personas como ella. Ekaterina y otros con las mismas labores eran uno de los muchos secretos que escondían las paredes de la Santa Sede. El mundo vivía incrédulo y tranquilo por la existencia de personas así, sin embrago si supieran de ellas cundiría el pánico por doquier. Eran ellos las armas de la organización, aquellas que mantenían ocultas bajo el tapete, prácticamente fantasmas al servicio de la iglesia. En no muchas pero casuales ocasiones se había topado con venatores, nombre que recibían aquellas personas. Todas tenían sus diferencias, como personas que eran, pero a la vez algo en común, que los distinguía de entre los demás. Era su expresión, sus ojos, por muy raro que aquello sonara. Al mirarlos vió expresiones duras y miradas vacías, como cascarones que habían perdido su alma y toda razón de vivir, eso interpretó. No había una motivación en ellos, se habían vuelto objetos sin voluntad al servicio de una causa que aunque no comprendían y aceptaban del todo, no se atrevían a negarse. Todo cambió para él cuando hacía unas semanas fue presentando ante Ekaterina Sforza. Era aquella joven todo lo contrario a lo que esperó ver. Un rostro hermoso bañado en una vitalidad y fuerza, unos ojos que destellan llenos de vida y pasión, demostrando disfrutar su vida cada día. Fue eso lo que más temió el hombre mayor, porque entendió que era ella, no los otros, la que verdaderamente debía preocuparle. Solo un ser carente de alma, conciencia y piedad, podía vivir de una manera en la que el peso de sus pecados no lo atormentara de por vida. No fue hasta que supo más de ella que confirmó sus sospechas. Ekaterina Sforza jamás fue una persona, nunca fue una niña, ni una mujer común, fue siempre un arma, se crió como tal y creció de ese modo. Sin padres, una huérfana dejada en las puertas del Vaticano, educada desde su niñez para tal labor, no conoció nunca nada más que eso y para ella se volvió su día a día. No es que fuera cruel por simple voluntad, era que simplemente no conocía otra manera de ser. Fue ese el motivo de que fuera la elegida para esta labor y no otro en su lugar, con más experiencia. Ekaterina tenía la apariencia de un ángel, pero tras esos ojos oscuros, tras esa sonrisa y aquel traje de monja, había un demonio. Lo peor era que ella jamás se puso la piel de oveja, era una loba con los colmillos al aire, porque para ella no habían máscaras, ni vergüenza o arrepentimiento, era tan sincera como cruda, eso era lo que más temor causaba.Si había algo que odiaba Nathan Castle, era a los impuntuales. Era él del tipo de personas que siempre llegaría cinco minutos antes a un encuentro, del que prevería cada escenario posible en una situación y haría un plan B, C, D, todos los que fueran necesarios. De ese tipo de gente que no toleran fallos, ni faltas. Del mismo modo que se autoexigía lo hacía con los demás. Era debido a aquella manía que no tenía una relación duradera ni una amistad verdadera. Mirar a Nathan era como estar observando a un reloj, uno que no aceptaba fallos. Caminaba de un lugar a otro dentro de aquella oficina. Después de esperar más de una hora su poca paciencia comenzaba a desbordarse por sus poros. ¿Cómo era posible que tardaran tanto? Había recibido claras órdenes de aguardar por su futura compañera en su oficina, así que como era costumbre suya estuvo allí a tiempo, incluso antes queriendo causar una buena impresión. Sin embrago allí estaba, una hora más tarde de la acordada, y aún esperando a la i
Cuando salió de la oficina, Ekaterina se encontró con Giovanni que conversaba con el superior de Nathan. Ambos tenían establecida una armónica plática acompañada por café y risas momentáneas. Llegó ella ante la presencia de ambos y se cruzó de brazos mirando a su acompañante. —Nos vamos —ordenó haciendo que ambos la miraran extrañados.—Pensé que el agente Castle y usted tomarían más tiempo para conversar —explicó el agente mayor. —El tiempo utilizado ha sido suficiente, se lo aseguro. Si no le importa me marcho, ya tengo la dirección del apartamento que me fue asignado para vivir así que me dirigiré allí, después de un largo viaje estoy exhausta.—Entiendo —asintió el hombre —, pero tenía la idea de que se marcharía con el agente Castle. —¿Por qué habría de hacerlo? —elevó una ceja.—¿No fue informada? —preguntó y Ekaterina negó.—Los dos agentes vivirán juntos. —La había tomado por sorpresa, aquella noticia no fue algo que esperara, aún así no denotó en su expresión nada que ref
Minutos más tarde el auto se detuvo frente a un edificio. Ekaterina miró con recelo la fachada del mismo. Era de unos cuatro pisos, gris, rodeado por una alta reja negra y con cámaras de seguridad visibles en cada punto estratégico. Además de eso había un portero fortachón uniformado, con una expresión de pocos amigos única. —¿Es en serio? —Ekaterina miró a Giovanni con una ceja enarcada. —¿Qué tiene? Luce acogedor. —Tienes que estar bromeando —bufó ella —, mira este lugar, vivir aquí es como llevar un cartel en la frente que diga: «Hola, soy policía». Hay demasiada seguridad en comparación con los otros lugares de Londres, se nota a leguas que es un área de uso militar. —El objetivo es mantenerlos seguros, este lugar parece ser el ideal. —Vivir aquí nos vuelve el centro de atención, ahora las posibilidades de infiltración son nulas y para colmo —suapiró —, no estaremos a salvo. Mira a ese guardia —señaló al hombre —, a parte de su gran masa corporal no tiene nada más con lo cual
Sus miradas convergían en una poderosa lucha que ninguno quería perder. Estaban cerca, mucho más de lo que para ese instante se habían percatado. No parecía ser ese el punto en ese preciso instante, sino demostrar cada uno la fortaleza de ideal que tenían. Nathan tenía aquella mirada firme, segura y valerosa, Ekaterina por otra parte le dedicaba su más inerte mirada, como si todo a su alrededor le diera exactamente igual, todo excepto perder la razón que sentía tenía en esa situación. Los profundos ojos grises de Ekaterina parecían querer devorar a los verdes del contrario. Quería pisotearlo como si se tratara de un insecto. No era un odio personal, más bien una rivalidad auto-impuesta a la que ella mismo se había sometido luego de saber que aquel hombre, tenía las intenciones de dejarla solo como un cero a la izquierda, y ocuparse en su totalidad del caso. —Esto será imposible. —Finalmente Nathan rompió el contacto visual, se alejó despeinando su cabello y resoplando. —Es porque s
Un silencio poco prolongado llenó la habitación. Nathan entró y cerró la puerta tras de sí. Caminó hasta uno de los asientos y al depositarse sobre él señaló en dirección al otro asiento, invitando a la contraria a imitarlo. —¿Qué quiere? —cuestionó Ekaterina cruzándose de brazos. —Tome asiento, no es algo que discutir de pie. Chasqueó la lengua inconforme pero al final terminó sentándose para mirarlo de mala gana. —Que sea rápido, aún no termino de ordenar mi habitación —sentenció la castaña. —Es sobre el caso, ya que como supondrá no tenemos otros temas en común que tratar. —Por ahora —corrigió Ekaterina. Nathan la ignoró para no desviarse del tema. Si iniciaban otra discusión sería interminable. —Tengo muchísimas pruebas recaudadas desde que iniciaron las investigaciones del caso. —¿Alguna apunta a un posible culpable? —preguntó la de la iglesia. —No, ninguna nos hace siquiera tener sospechosos. —Entonces puedes desecharlas —comentó simple y él arrugó la frente. —Debes
Después de aquella incómoda noche, Nathan no hacía más que pensar en una cosa: Su profundo odio hacia Ekaterina. Si aquellos minutos, en los que la observó y sintió una ligera atracción siquiera habían existido, ya no quedaba rastro de ellos. Se tachó a sí mismo de tonto por sentir esa punzada cuando la vio, pero a la vez no se tomó las molestias de darle al asunto más importancia de la necesaria, pues se conocía a sí mismo y sus emociones lo suficiente, como para saber que no fue un deseo real lo que sintió. Todo había sido cuestión de la situación. Su estómago rugió mientras se servía aquella taza de café. No había cenado nada en la noche y, en la prisa de la mañana tampoco tomado el desayuno. Supuso que el café acompañado de una dona con glaseado de fresa, serían suficientes para saciar su hambre, al menos hasta la hora del almuerzo. Se dejó caer en su silla mientras en una mano sostenía la taza, en la otra traía algunos documentos del caso y su boca venía sosteniendo la delici
¿Por qué sonreía así? Nathan quería simplemente hacer esa sonrisa borrarse de su rostro. No era porque realmente le molestara, todo lo contrario, tenía aquella sinvergüenza la sonrisa más hermosa que había visto nunca. —¿Sabes cuál es la mejor parte de esto? —preguntó Nathan dando un paso más cerca de la contraria. —No —negó Ekaterina —, ilumíname. —Que eres posiblemente la persona más extraña que he conocido nunca, tienes siempre ese aire de grandeza, como si nadie en este mundo pudiera alcanzarte. Pero no sabes ni la mitad de mí, de lo que realmente soy capaz de hacer y hasta donde puedo llegar. —Ya te dije que estoy totalmente dispuesta a saberlo —humedeció sus labios —. Pensé que eras aburrido, pero resultaste ser más interesante de lo que creí. Además, anoche mientras dormías, que por cierto no sé por qué duermes semi desnudo, me quedé algo ensimismada con esos lindos tatuajes. —¿Espera qué? —jadeó sorprendido —. ¿Entraste en mi habitación? —Sí, la revisé de pies a cabe
Colgó el teléfono Ekaterina sintiendo una llamarada intensa comenzar en sus pies y apoderarse de todo su cuerpo. Era aquella la sensación que antecedía a cada misión, pero en esa ocasión era mucho más poderosa. Salió de la habitación para llegar a la puerta de la del contrario. Sin llamar o esperar abrió, y se adentró para encontrarse de frente con el agente. Nathan apenas salía de darse un baño, tenía aún el cabello húmedo e iba portando un pantalón un tanto más holgado que los que solía usar, con su torso descubierto. Sus brazos fornidos adornados por numerosos tatuajes y aquel abdomen, trabajado se habían llevado toda la atención de la chica. —¡Demonios! —exclamó asustado el agente ante la repentina intromisión —. ¿Por qué no llamas la puerta? —Lo olvidé —se excusó Ekaterina con la mirada aún ida de lugar. —¿A qué has venido? —cuestionó el agente apresurándose a colocarse una camiseta. —Ah cierto —pareció recordar su objetivo —. Mañana voy contigo a la estación. —¿Estás de br