Lazos Oscuros
Lazos Oscuros
Por: D. Meiler
Capítulo 1

Dicen que el destino es caprichoso, como un niño pequeño que hace fechorías por doquier. También es aquella carta que mantenemos oculta bajo la manga, la justificación perfecta, aquel ser inexistente al que culpamos la mayoría de las veces por nuestras desventuras. Creer en el destino no es cuestión de que tan soñador seas, que tan crédulo o por el contrario, incrédulo. Es cuestión de que un día, por cuestiones que jamás entenderemos, seas empujado a un camino que te hará vivir más emociones de las que jamás imaginaste, entonces seas un creyente o no, tú también pensarás: Fueron hazares del destino.

Era esa una mañana nublada, aunque la primavera se acercaba cada vez más, no parecía aquello tener mucho efecto en Londres. El aire frío y húmedo corría por cada calle, cada vecindario o callejón oscuro. Ese día parecía ser más agitado que cualquier otro mas no había diferencia a días anteriores, un sinfín de personas transitaban por las calles a pesar de ser tan temprano, sus quehaceres y trabajos los esperaban.

—Son como hormigas —susurró para sí misma Ekaterina.

No habían pasado muchas horas de su arribo a la ciudad. Después de que aquella particular misión le fuera encomendada dudó, pues las circunstancias y las condiciones no le parecían favorables, pero después de no tener muchas más opciones terminó por aceptar.

Se encontraba ahora camino al encuentro de su compañero. Solamente pensar aquella palabra hizo su estómago contraerse en un arcada. Trabajar en equipo no era algo que la caracterizara. Para ella un compañero solo era una carga más, un estorbo del que tendría que estar al pendiente y ella no solía tomarse la molestia de preocuparse por nadie más que sí misma.

No sería este ni de cerca el encargo más peligroso al que tendría que enfrentarse, con anterioridad había tenido misiones mucho más complicadas y sucias. Aunque jamás salió ilesa de alguna, por lo menos podía darse el lujo de regodearse en el hecho de salir con vida, porque estaba segura de que no muchos habrían corrido con el mismo destino.

—¿Cuánto más falta? —preguntó a su acompañante, quien conducía el auto.

—Solo un poco, pero el tráfico dificulta mucho las cosas —explicó el hombre mayor con tono de disculpa.

—Podría haber llegado antes, pero insististe en traerme personalmente —lo miró de reojo esbozando una mueca de molestia.

—Fui enviado para ser tu representante ante las autoridades —explicó con paciencia —. No voy a permanecer mucho más tiempo aquí, solo hasta que te deje en manos de tu compañero.

—¿En manos de mi compañero? —Aquello sonó como la mayor ofensa que había escuchado jamás Ekaterina, como si golpearan su estómago o patearan su rostro —. Eso debió de ser una broma de mal gusto Giovanni. Creo haber dejado bien claro como trabajaría, no recibiré órdenes de nadie. Si tienen tú, el Vaticano o él, la tonta idea de que estaré obedeciendo ciegamente a un tipo que ni conozco y que de por sí ya odio, entonces se nota que aún no me conocen.

—Oh vamos, Sforza —negó el hombre soltando un suspiro de agotamiento —, nadie ha dicho eso, se supone que será un trabajo conjunto así que lo único que esperamos de ti es que cooperes.

—No prometo nada —desvió la mirada nuevamente al cristal.

—A veces me pregunto si jamás has pensado en tener una vida normal, como cualquier otra persona —comentó el de bigote negro.

—Si una vida normal significa eso —señaló en dirección a la gente que transita por la calle —, entonces prefiero seguir haciendo lo que hago.

—¿No tienes miedo de morir?

—No podría aunque quisiera —aseguró —. Cuando estás tan cerca de algo, deja de ser una posibilidad y se convierte en un destino inminente. Es parte de mi trabajo estar al borde de la muerte, entonces, estando tan cerca de mí ya no es algo que me moleste. Si temiera de ella cómo podría hacer bien mi trabajo.

—Si dejas de temer entonces te convertirás en un ser arrogante que se cree invencible.

—Nunca dije que no tuviera miedo —sonrió de lado —, pero mis temores son menos comunes que los demás, eso te lo puedo asegurar. Yo temo de lo inesperado, de lo que no puedo predecir o controlar, lo que se sale de mis manos. Pero la muerte —chasqueó la lengua —, ¿cómo voy a tener miedo de algo que sé que tarde o temprano pasará? No es nada sorpresivo, desde el momento en que nacemos, incluso desde antes, el reloj comienza a avanzar hacia el final. Ellos —miró a las personas —, gastan su tiempo sin detenerse un minuto a pensar en que cada segundo que pasa es uno que pierden, yo no sé vivir así, tampoco teniendo una estricta rutina.

—¿Me dices que prefieres lo que haces? —cuestionó él.

—Sí y jamás cambiaría eso —aseguró ganándose una rápida mirada de asombro.

Giovanni en todos sus años de vida al servicio del Vaticano nunca pensó conocer a nadie como Ekaterina. No era una cuestión desconocida la existencia de personas como ella. Ekaterina y otros con las mismas labores eran uno de los muchos secretos que escondían las paredes de la Santa Sede. El mundo vivía incrédulo y tranquilo por la existencia de personas así, sin embrago si supieran de ellas cundiría el pánico por doquier. Eran ellos las armas de la organización, aquellas que mantenían ocultas bajo el tapete, prácticamente fantasmas al servicio de la iglesia.

En no muchas pero casuales ocasiones se había topado con venatores, nombre que recibían aquellas personas. Todas tenían sus diferencias, como personas que eran, pero a la vez algo en común, que los distinguía de entre los demás. Era su expresión, sus ojos, por muy raro que aquello sonara. Al mirarlos vió expresiones duras y miradas vacías, como cascarones que habían perdido su alma y toda razón de vivir, eso interpretó. No había una motivación en ellos, se habían vuelto objetos sin voluntad al servicio de una causa que aunque no comprendían y aceptaban del todo, no se atrevían a negarse.

Todo cambió para él cuando hacía unas semanas fue presentando ante Ekaterina Sforza. Era aquella joven todo lo contrario a lo que esperó ver. Un rostro hermoso bañado en una vitalidad y fuerza, unos ojos que destellan llenos de vida y pasión, demostrando disfrutar su vida cada día. Fue eso lo que más temió el hombre mayor, porque entendió que era ella, no los otros, la que verdaderamente debía preocuparle. Solo un ser carente de alma, conciencia y piedad, podía vivir de una manera en la que el peso de sus pecados no lo atormentara de por vida. No fue hasta que supo más de ella que confirmó sus sospechas.

Ekaterina Sforza jamás fue una persona, nunca fue una niña, ni una mujer común, fue siempre un arma, se crió como tal y creció de ese modo. Sin padres, una huérfana dejada en las puertas del Vaticano, educada desde su niñez para tal labor, no conoció nunca nada más que eso y para ella se volvió su día a día. No es que fuera cruel por simple voluntad, era que simplemente no conocía otra manera de ser. Fue ese el motivo de que fuera la elegida para esta labor y no otro en su lugar, con más experiencia.

Ekaterina tenía la apariencia de un ángel, pero tras esos ojos oscuros, tras esa sonrisa y aquel traje de monja, había un demonio. Lo peor era que ella jamás se puso la piel de oveja, era una loba con los colmillos al aire, porque para ella no habían máscaras, ni vergüenza o arrepentimiento, era tan sincera como cruda, eso era lo que más temor causaba.

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