Sus miradas convergían en una poderosa lucha que ninguno quería perder. Estaban cerca, mucho más de lo que para ese instante se habían percatado. No parecía ser ese el punto en ese preciso instante, sino demostrar cada uno la fortaleza de ideal que tenían. Nathan tenía aquella mirada firme, segura y valerosa, Ekaterina por otra parte le dedicaba su más inerte mirada, como si todo a su alrededor le diera exactamente igual, todo excepto perder la razón que sentía tenía en esa situación.
Los profundos ojos grises de Ekaterina parecían querer devorar a los verdes del contrario. Quería pisotearlo como si se tratara de un insecto. No era un odio personal, más bien una rivalidad auto-impuesta a la que ella mismo se había sometido luego de saber que aquel hombre, tenía las intenciones de dejarla solo como un cero a la izquierda, y ocuparse en su totalidad del caso. —Esto será imposible. —Finalmente Nathan rompió el contacto visual, se alejó despeinando su cabello y resoplando. —Es porque somos muy diferentes, opuestos diría yo. —Eso ya lo tengo en claro —contestó él. —En el fondo creo que será divertido —confesó Ekaterina luego de meditarlo con profundidad —, es como jugar al buen y mal policía. —¿Todo para usted es un juego? —¿Qué quiere decir? —La conozco desde hace menos de cinco horas y en ese tiempo me bastó para darme cuenta que nada es realmente importante para usted, ni este caso, ni lo que significa la necesidad de resolverlo. —Tiene razón no me importa, pero después de tantos casos como este, aprendí a no darle importancia a ninguno, o terminaría por volverme más loca. —¿Más? —Exactamente, más. —Tomaré la segunda habitación, puede tomar la primera. —Nathan no siguió la conversación, no tenía caso, Ekaterina no tenía las intenciones de escuchar todo lo que él quería decirle, así que decidió dejar las aguas calmadas lo que restaba de ese día. Cuando cada uno llegó a su respectiva habitación, se dispusieron por su parte a volver ese pequeño espacio personal en un sitio que les facilitara la labor. Tenían ambos un estilo muy diferente de trabajo y eso se tornó más notorio en la redecoración de sus habitaciones. Castle instaló en la pared opuesta a su cama una gran pizarra, colgó las imágenes de los casos, los artículos, hechos y los enlazó según sus coincidencias o similitudes. Un hilo rojo unía las imágenes hasta que aquella pared parecía una gran telaraña enredada. En su escritorio colocó su computadora y todos los archivos respecto al caso, desde declaraciones juradas hasta peritajes y autopsias. Videos e imágenes tomadas por cámaras de seguridad estaban en la pantalla de su portátil. Organizó su ropa y guardó en la primera gaveta de su escritorio su placa, su arma y un par de balas. Mientras tanto Sforza se concentró en crear un espacio digno de alguien como ella. Su desconfianza abarcaba a todos y eso incluía al agente. La seriedad volvió a tomar lugar en el rostro burlón que conservaba hasta ese momento, luego de la discusión en que para ella terminó ganando. Colocó uno de los maletines más grandes que cargaba sobre la cama. Al abrirlo sonrió victoriosa, en el interior transportaba todas y cada de sus armas favoritas, las más útiles y que más solía utilizar a diario. En la mesita de noche junto a su cama guardó una gran parte de sus balas, las otras las puso entre su ropa interior. Dejó sus dos armas cargadas, una calzada en el espaldar de la cama y la otra descansando bajo el colchón. Su cuchillo largo lo colocó estratégicamente dentro de la lámpara junto a su lugar. Sus dos navajas de uso frecuente, aquellas plateadas con inscripciones en una lengua bíblica, las colocó bajo su almohada. Armas y más armas la rodeaban y era así que lograba sentirse segura. Para ella dormir sin saber que las tenía a su alrededor para defenderse, la hacía sentir débil, desprotegida. Había pasado tanto tiempo portandolas y utilizándolas que el solo hecho de no tenerlas a mano la hacían sentir desnuda. Cuando culminó procedió a organizar su ropa. Había cargado consigo desde sus ropas de uso común hasta un par de atuendos de monja que le sirvieran como disfraz. Eso sin contar aquel atuendo al que ella llamaba su uniforme de batalla, algo que la representaba y al portarlo la llenaba de aquella sensación de ser invencible. También sus porta armas y sus arnés de cuero para colocar en sus muslos y brazos, nada mejor para ocultar sus juguetes. Se encontraba agachada frente a la gaveta de su ropa interior, mientras hacía un conteo de las balas con las que contaba, cuando la puerta fue abierta. Sobresaltada la cerró con rapidez y miró seriamente al intruso. —¿No sabe llamar a la puerta? —preguntó aún desde su lugar en el suelo. —Honor a quien honor merece —contestó él cruzándose de brazos —. No ha sido ni un poco educada desde su llegada, así que asumí no le importaría que tomara las mismas medidas hacia usted. —¿Qué quiere? —cuestionó sin gota de paciencia. —Venía a hacer una pregunta pero antes —miró en dirección a la gaveta cerrada que aún sostenía —, ¿qué guarda ahí que la hizo asustarse ante mi llegada? —Asustada no es la palabra, además lo que guarde o no en mi habitación no es de su incumbencia. —Es la primera vez que la veo actuar a la defensiva por algo así, eso significa que no quiere que sepa, lo cual me lleva a querer saber desesperadamente. —Esto tiene que ser una broma —se puso de pie —. Diga lo que venía a preguntar y lárguese. —¿Qué pasa? —sonrió victorioso —. ¿Por qué tan molesta, señorita Sforza? —Quieres saber, pues bien, a parte de mi ropa interior allí encontrarás mis juguetes sexuales. —¿Juguetes sexuales? —ladeó la cabeza —. No lo creo, ahí hay algo más, no pareces del tipo que escondería ese tipo de porquerías. —Oh no, te equivocas, no son porquerías son de muy buena calidad, pues verás desde hace mucho tiempo dejé de usar cosas inservibles, y eso incluye a los hombres idiotas sin gota de madurez. —La forma en que hablas no deja de sorprenderme. Entiendo tus libertades pero comienzo a replantearme que realmente vengas del Vaticano. No pareces ni de cerca ser una persona afiliada a la iglesia. —Afiliada no, fui criada dentro de las paredes del Vaticano, o mejor dicho debajo. Mi fe es algo que me pertenece a mí, solo yo conozco sus magnitudes y la forma en la que la profeso. No necesito hincarme de rodillas cada día a pedir perdón a Dios por mis pecados. Yo sé lo que he hecho, lo que merezco y el destino que me espera, pero no eres tú, ni nadie quién para juzgarme, solo él y así habrá de hacerlo cuando llegue el momento. Mientras, seguiré disfrutando de mi libertinaje porque no existe ser mortal capaz de impedírmelo La firmeza de sus palabras dejó pasmado al agente. Fue ella muy ferviente al contestarle, dejándole bien en claro que no era su fe un asunto para bromear o poner a prueba. Descubrió algo con lo que ella no toleraría que jugasen nunca, así que se permitió recordarlo. Vio brillar en sus ojos oscuros una pasión y sinceridad abrazadoras, y supuso era la misma emoción que se reflejaba en sus propios ojos cuando se juró a sí mismo y sus compañeros, resolver ese caso y liberar a la ciudad que lo vió crecer, del peligro que acechaba sus calles y el dolor que día día sufrían las víctimas y sus familiares. Era Nathan un fiel devoto de la justicia, y Ekaterina una fiel devota de la fe. Dos principios con aparentemente los mismos objetivos: la paz y el bienestar, pero con métodos muy diferentes de alcanzarlas. No podían ser otros los elegidos para tal labor, porque no habían otros tan capaces, ni tan verdaderamente dedicados en cuerpo y alma a sus labores. Eran como dos armas ciegas, dispuestas a todo por la victoria. Que lo lograrían era casi seguro, pero lo que nadie jamás llegó a imaginar era hasta el punto que llegarían para conseguirlo, las consecuencias que ellos mismos desatarían sobre todos y la explosiva mezcla que harían. Sin darse cuenta, sin pretender o preveer habían cometido el error de unir al fuego y la gasolina, ahora solo quedaba esperar y ver al mundo arder al destructor ritmo de una asesina y un agente.Un silencio poco prolongado llenó la habitación. Nathan entró y cerró la puerta tras de sí. Caminó hasta uno de los asientos y al depositarse sobre él señaló en dirección al otro asiento, invitando a la contraria a imitarlo. —¿Qué quiere? —cuestionó Ekaterina cruzándose de brazos. —Tome asiento, no es algo que discutir de pie. Chasqueó la lengua inconforme pero al final terminó sentándose para mirarlo de mala gana. —Que sea rápido, aún no termino de ordenar mi habitación —sentenció la castaña. —Es sobre el caso, ya que como supondrá no tenemos otros temas en común que tratar. —Por ahora —corrigió Ekaterina. Nathan la ignoró para no desviarse del tema. Si iniciaban otra discusión sería interminable. —Tengo muchísimas pruebas recaudadas desde que iniciaron las investigaciones del caso. —¿Alguna apunta a un posible culpable? —preguntó la de la iglesia. —No, ninguna nos hace siquiera tener sospechosos. —Entonces puedes desecharlas —comentó simple y él arrugó la frente. —Debes
Después de aquella incómoda noche, Nathan no hacía más que pensar en una cosa: Su profundo odio hacia Ekaterina. Si aquellos minutos, en los que la observó y sintió una ligera atracción siquiera habían existido, ya no quedaba rastro de ellos. Se tachó a sí mismo de tonto por sentir esa punzada cuando la vio, pero a la vez no se tomó las molestias de darle al asunto más importancia de la necesaria, pues se conocía a sí mismo y sus emociones lo suficiente, como para saber que no fue un deseo real lo que sintió. Todo había sido cuestión de la situación. Su estómago rugió mientras se servía aquella taza de café. No había cenado nada en la noche y, en la prisa de la mañana tampoco tomado el desayuno. Supuso que el café acompañado de una dona con glaseado de fresa, serían suficientes para saciar su hambre, al menos hasta la hora del almuerzo. Se dejó caer en su silla mientras en una mano sostenía la taza, en la otra traía algunos documentos del caso y su boca venía sosteniendo la delici
¿Por qué sonreía así? Nathan quería simplemente hacer esa sonrisa borrarse de su rostro. No era porque realmente le molestara, todo lo contrario, tenía aquella sinvergüenza la sonrisa más hermosa que había visto nunca. —¿Sabes cuál es la mejor parte de esto? —preguntó Nathan dando un paso más cerca de la contraria. —No —negó Ekaterina —, ilumíname. —Que eres posiblemente la persona más extraña que he conocido nunca, tienes siempre ese aire de grandeza, como si nadie en este mundo pudiera alcanzarte. Pero no sabes ni la mitad de mí, de lo que realmente soy capaz de hacer y hasta donde puedo llegar. —Ya te dije que estoy totalmente dispuesta a saberlo —humedeció sus labios —. Pensé que eras aburrido, pero resultaste ser más interesante de lo que creí. Además, anoche mientras dormías, que por cierto no sé por qué duermes semi desnudo, me quedé algo ensimismada con esos lindos tatuajes. —¿Espera qué? —jadeó sorprendido —. ¿Entraste en mi habitación? —Sí, la revisé de pies a cabe
Colgó el teléfono Ekaterina sintiendo una llamarada intensa comenzar en sus pies y apoderarse de todo su cuerpo. Era aquella la sensación que antecedía a cada misión, pero en esa ocasión era mucho más poderosa. Salió de la habitación para llegar a la puerta de la del contrario. Sin llamar o esperar abrió, y se adentró para encontrarse de frente con el agente. Nathan apenas salía de darse un baño, tenía aún el cabello húmedo e iba portando un pantalón un tanto más holgado que los que solía usar, con su torso descubierto. Sus brazos fornidos adornados por numerosos tatuajes y aquel abdomen, trabajado se habían llevado toda la atención de la chica. —¡Demonios! —exclamó asustado el agente ante la repentina intromisión —. ¿Por qué no llamas la puerta? —Lo olvidé —se excusó Ekaterina con la mirada aún ida de lugar. —¿A qué has venido? —cuestionó el agente apresurándose a colocarse una camiseta. —Ah cierto —pareció recordar su objetivo —. Mañana voy contigo a la estación. —¿Estás de br
La tensión se apoderó del lugar. Un segundo de silencio antecedió al sonido de un disparo, fue Ekaterina, su primer disparo dio en la mano del que portaba el cuchillo. El hombre soltó el objeto largando un grito rasgado de dolor y una maldición, la cual fue callada por otra bala que destrozó su mandíbula y cráneo. La distancia a la que se encontraba Ekaterina era considerable, un disparo tan acertado solo podría ser dado por alguien sumamente entrenado, eso notó Nathan. Una nube de disparos se abrieron contra Ekaterina, instante que aprovechó Nathan para entrar en su auto. Cerró la puerta y tomó el arma que mantenía oculta bajo el asiento de copiloto. Cuando intentó salir una exclamación de su compañera bañó el lugar. —¡No salgas! —gritó Ekaterina asomando la cabeza de detrás del pilar donde se encontraba oculta —. ¡Eres el maldito objetivo y solo vas a estorbar, así que permanece adentro!—¡Yo tambien puedo ayudar! —afirmó Nathan en otro grito. —¡Mi misión es mantener a salvo tu
Nathan estaba desconcertado. No entendía por qué aquel arrebato de sinceridad por parte de Ekaterina, y tampoco comprendía el porqué de aquella afirmación. Si bien él mismo no entendía sus propios sentimientos, no se propuso huir de ellos como un cobarde, sin embrago su compañera sí parecía tener esa intención. —No te entiendo —aceptó soltando un suspiro —, pero te respetaré. —Es lo mejor. —Ekaterina pasó por su lado con la intención de continuar, pero cuando se marchaba Nathan agarró su brazo impidiéndole continuar. Aún así no se volteó, no quiso ver a los ojos verdes y cristalinos de su compañero, porque si lo hacía sentía que perdería toda determinación. —Sin embargo, ten en cuenta que yo no sé rogar a nadie. Así que si esa es tu desición, haré como que nunca pasó, y nuevamente seremos solo compañeros de trabajo. Ekaterina no respondió, soltó su agarre y salió del corredor dando cortos y lentos pasos. El agente la imitó, tomando el camino opuesto. Era tarde en la noche, ambos
Ekaterina miraba a Nathan con seriedad, buscando en aquellos ojos cristalinos algo que le dijera lo que ocultaba. Pero no vio nada, solo una perfecta cara de póker. Fue ese instante en que entendió todo. Jamás fueron sinceros los ojos de Nathan, no es que fuera realmente honesto. Sino que era muy bueno mintiendo, que dejaba ver a través de sus ojos lo que él quería que vieran, y así ganarse esa reputación de persona genuina e intachable. Era él un mentiroso profesional, casi tan profesional como lo era Ekaterina matando. Así que asumió no lidiaba con un simple agente del MI5. —No tengo nada que explicarte —sanjó el pelinegro. —Bien pues entonces... —Ekaterina tomó su daga larga, aquella que utilizó con anterioridad para matar a los atacantes —. Esta no fallará —apuntó en dirección a la cabeza del agente y la lanzó. En un ágil movimiento el pelinegro se apartó hacia un lado, por lo que la daga solo logró hacerle una pequeña cortada en el rostro. Nathan miró el objeto clavado en la
El corazón de Ekaterina saltó en un pálpito. Pero era diferente a esas ocasiones en las que se sintió emocionada al estar junto a Nathan, no, esta vez era una sensación desagradable que oprimía su pecho y estómago.—Sforza —habló aquella voz del otro lado de la línea. Era exactamente tan grave y atemorizante como recordaba. —Señor —habló ella sin atreverse a levantar siquiera el tono. —Se te asignó una misión y por primera vez, incumples. —No sé de lo que habla, señor. —Se te ordenó: sin cuerpos, sin rastros. Pero vas y haces un desastre y dejas un montón de cadáveres en un estacionamiento del MI5. ¿Tienes idea de lo grave que es este incumplimiento?—Lo siento mucho, mi señor —bajó la cabeza a pesar de que nadie estaba viéndola, pero su temor por aquel ser era demasiado —. Recibiré cualquier castigo que desee imponerme. —Ciertamente mereces un castigo, pero lo dejaré pasar esta vez, porque nunca antes has incumplido. Pero ten en cuenta que si existe una próxima vez, entonces te