Capítulo 5

Sus miradas convergían en una poderosa lucha que ninguno quería perder. Estaban cerca, mucho más de lo que para ese instante se habían percatado. No parecía ser ese el punto en ese preciso instante, sino demostrar cada uno la fortaleza de ideal que tenían. Nathan tenía aquella mirada firme, segura y valerosa, Ekaterina por otra parte le dedicaba su más inerte mirada, como si todo a su alrededor le diera exactamente igual, todo excepto perder la razón que sentía tenía en esa situación.

Los profundos ojos grises de Ekaterina parecían querer devorar a los verdes del contrario. Quería pisotearlo como si se tratara de un insecto. No era un odio personal, más bien una rivalidad auto-impuesta a la que ella mismo se había sometido luego de saber que aquel hombre, tenía las intenciones de dejarla solo como un cero a la izquierda, y ocuparse en su totalidad del caso.

—Esto será imposible. —Finalmente Nathan rompió el contacto visual, se alejó despeinando su cabello y resoplando.

—Es porque somos muy diferentes, opuestos diría yo.

—Eso ya lo tengo en claro —contestó él.

—En el fondo creo que será divertido —confesó Ekaterina luego de meditarlo con profundidad —, es como jugar al buen y mal policía.

—¿Todo para usted es un juego?

—¿Qué quiere decir?

—La conozco desde hace menos de cinco horas y en ese tiempo me bastó para darme cuenta que nada es realmente importante para usted, ni este caso, ni lo que significa la necesidad de resolverlo.

—Tiene razón no me importa, pero después de tantos casos como este, aprendí a no darle importancia a ninguno, o terminaría por volverme más loca.

—¿Más?

—Exactamente, más.

—Tomaré la segunda habitación, puede tomar la primera. —Nathan no siguió la conversación, no tenía caso, Ekaterina no tenía las intenciones de escuchar todo lo que él quería decirle, así que decidió dejar las aguas calmadas lo que restaba de ese día.

Cuando cada uno llegó a su respectiva habitación, se dispusieron por su parte a volver ese pequeño espacio personal en un sitio que les facilitara la labor. Tenían ambos un estilo muy diferente de trabajo y eso se tornó más notorio en la redecoración de sus habitaciones.

Castle instaló en la pared opuesta a su cama una gran pizarra, colgó las imágenes de los casos, los artículos,  hechos y los enlazó según sus coincidencias o similitudes. Un hilo rojo unía las imágenes hasta que aquella pared parecía una gran telaraña enredada. En su escritorio colocó su computadora y todos los archivos respecto al caso, desde declaraciones juradas hasta peritajes y autopsias. Videos e imágenes tomadas por cámaras de seguridad estaban en la pantalla de su portátil. Organizó su ropa y guardó en la primera gaveta de su escritorio su placa, su arma y un par de balas.

Mientras tanto Sforza se concentró en crear un espacio digno de alguien como ella. Su desconfianza abarcaba a todos y eso incluía al agente. La seriedad volvió a tomar lugar en el rostro burlón que conservaba hasta ese momento, luego de la discusión en que para ella terminó ganando.

Colocó uno de los maletines más grandes que cargaba sobre la cama. Al abrirlo sonrió victoriosa, en el interior transportaba todas y cada de sus armas favoritas, las más útiles y que más solía utilizar a diario. En la mesita de noche junto a su cama guardó una gran parte de sus balas, las otras las puso entre su ropa interior. Dejó sus dos armas cargadas, una calzada en el espaldar de la cama y la otra descansando bajo el colchón. Su cuchillo largo lo colocó estratégicamente dentro de la lámpara junto a su lugar. Sus dos navajas de uso frecuente, aquellas plateadas con inscripciones en una lengua bíblica, las colocó bajo su almohada. Armas y más armas la rodeaban y era así que lograba sentirse segura. Para ella dormir sin saber que las tenía a su alrededor para defenderse, la hacía sentir débil, desprotegida. Había pasado tanto tiempo portandolas y utilizándolas que el solo hecho de no tenerlas a mano la hacían sentir desnuda.

Cuando culminó procedió a organizar su ropa. Había cargado consigo desde sus ropas de uso común hasta un par de atuendos de monja que le sirvieran como disfraz. Eso sin contar aquel atuendo al que ella llamaba su uniforme de batalla, algo que la representaba y al portarlo la llenaba de aquella sensación de ser invencible. También sus porta armas y sus arnés de cuero para colocar en sus muslos y brazos, nada mejor para ocultar sus juguetes.

Se encontraba agachada frente a la gaveta de su ropa interior, mientras hacía un conteo de las balas con las que contaba, cuando la puerta fue abierta. Sobresaltada la cerró con rapidez y miró seriamente al intruso.

—¿No sabe llamar a la puerta? —preguntó aún desde su lugar en el suelo.

—Honor a quien honor merece —contestó él cruzándose de brazos —. No ha sido ni un poco educada desde su llegada, así que asumí no le importaría que tomara las mismas medidas hacia usted.

—¿Qué quiere? —cuestionó sin gota de paciencia.

—Venía a hacer una pregunta pero antes —miró en dirección a la gaveta cerrada que aún sostenía —, ¿qué guarda ahí que la hizo asustarse ante mi llegada?

—Asustada no es la palabra, además lo que guarde o no en mi habitación no es de su incumbencia.

—Es la primera vez que la veo actuar a la defensiva por algo así, eso significa que no quiere que sepa, lo cual me lleva a querer saber desesperadamente.

—Esto tiene que ser una broma —se puso de pie —. Diga lo que venía a preguntar y lárguese.

—¿Qué pasa? —sonrió victorioso —. ¿Por qué tan molesta, señorita Sforza?

—Quieres saber, pues bien, a parte de mi ropa interior allí encontrarás mis juguetes sexuales.

—¿Juguetes sexuales? —ladeó la cabeza —. No lo creo, ahí hay algo más, no pareces del tipo que escondería ese tipo de porquerías.

—Oh no, te equivocas, no son porquerías son de muy buena calidad, pues verás desde hace mucho tiempo dejé de usar cosas inservibles, y eso incluye a los hombres idiotas sin gota de madurez.

—La forma en que hablas no deja de sorprenderme. Entiendo tus libertades pero comienzo a replantearme que realmente vengas del Vaticano. No pareces ni de cerca ser una persona afiliada a la iglesia.

—Afiliada no, fui criada dentro de las paredes del Vaticano, o mejor dicho debajo. Mi fe es algo que me pertenece a mí, solo yo conozco sus magnitudes y la forma en la que la profeso. No necesito hincarme de rodillas cada día a pedir perdón a Dios por mis pecados. Yo sé lo que he hecho, lo que merezco y el destino que me espera, pero no eres tú, ni nadie quién para juzgarme, solo él y así habrá de hacerlo cuando llegue el momento. Mientras, seguiré disfrutando de mi libertinaje porque no existe ser mortal capaz de impedírmelo

La firmeza de sus palabras dejó pasmado al agente. Fue ella muy ferviente al contestarle, dejándole bien en claro que no era su fe un asunto para bromear o poner a prueba. Descubrió algo con lo que ella no toleraría que jugasen nunca, así que se permitió recordarlo. Vio brillar en sus ojos oscuros una pasión y sinceridad abrazadoras, y supuso era la misma emoción que se reflejaba en sus propios ojos cuando se juró a sí mismo y sus compañeros, resolver ese caso y liberar a la ciudad que lo vió crecer, del peligro que acechaba sus calles y el dolor que día día sufrían las víctimas y sus familiares.

Era Nathan un fiel devoto de la justicia, y Ekaterina una fiel devota de la fe. Dos principios con aparentemente los mismos objetivos: la paz y el bienestar, pero con métodos muy diferentes de alcanzarlas. No podían ser otros los elegidos para tal labor, porque no habían otros tan capaces, ni tan verdaderamente dedicados en cuerpo y alma a sus labores. Eran como dos armas ciegas, dispuestas a todo por la victoria. Que lo lograrían era casi seguro, pero lo que nadie jamás llegó a imaginar era hasta el punto que llegarían para conseguirlo, las consecuencias que ellos mismos desatarían sobre todos y la explosiva mezcla que harían. Sin darse cuenta, sin pretender o preveer habían cometido el error de unir al fuego y la gasolina, ahora solo quedaba esperar y ver al mundo arder al destructor ritmo de una asesina y un agente.

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