Capítulo 4

Minutos más tarde el auto se detuvo frente a un edificio. Ekaterina miró con recelo la fachada del mismo. Era de unos cuatro pisos, gris, rodeado por una alta reja negra y con cámaras de seguridad visibles en cada punto estratégico. Además de eso había un portero fortachón uniformado, con una expresión de pocos amigos única.

—¿Es en serio? —Ekaterina miró a Giovanni con una ceja enarcada.

—¿Qué tiene? Luce acogedor.

—Tienes que estar bromeando —bufó ella —, mira este lugar, vivir aquí es como llevar un cartel en la frente que diga: «Hola, soy policía». Hay demasiada seguridad en comparación con los otros lugares de Londres, se nota a leguas que es un área de uso militar.

—El objetivo es mantenerlos seguros, este lugar parece ser el ideal.

—Vivir aquí nos vuelve el centro de atención, ahora las posibilidades de infiltración son nulas y para colmo —suapiró —, no estaremos a salvo. Mira a ese guardia —señaló al hombre —, a parte de su gran masa corporal no tiene nada más con lo cual defenderse, ser tan grande lo vuelve más lento y no porta un arma de fuego, ni por lo que veo un objeto cortante. Yo sola soy capaz de protegerme mejor.

—Debes entender que un país no cambiará su forma de trabajar solo por tus caprichos.

—No son caprichos, han de entender que no están lidiando con lo que usualmente están acostumbrados, por los menos deberían aceptar mis consejos.

—¿Has olvidado que entraste al país como una consultora religiosa del Vaticano? —preguntó el anciano y ella negó soltando un gruñido.

—¿Crees que este atuendo me deje olvidarlo? —cerró sus puños sobre la falda negra y holgada de su hábito de monja, estrujandola —. Siempre me he sabido ocultar pero ya esta infiltración es un asco.

—No habría otra manera de que el país te dejara intervenir en un asunto interno. La excusa de la Santa Sede sería tu ayuda como experimentada consultora religiosa.

—¿Y esa tontería fue la que aceptaron? Me cuesta creer que un país ceda ante tal nadería, mejores excusas han usado para encubrir mis pasos.

—En esta ocasión fue la ideal. Después de que los actos vandálicos se salieran de control, las altas autoridades temen debido a lo antinatural que parecen los hallazgos, además de los actos de apariencia satánica. Sabes que cuando algo así sucede es el Vaticano quien intercede.

—Interceden los sacerdotes y exorcistas —miró con obviedad al anciano —. Tú y yo sabemos que los Venatores no somos enviados a salvar un pueblo, sino a destruirlo. Y soy yo justamente, la persona que enviarás si no quieres dejar ni los cimientos. A no ser que sea en esta ocasión algo tan grande que requieran a un peón sacrificable.

—¿Insinúas que te enviamos a morir?

—No tú, eso lo tengo claro, pero no dudo nada de los de arriba.

—Las órdenes ya te fueron dadas y como ves no es nada fuera de lo común, ni a lo que no estés acostumbrada.

—Solo espero que después las cosas no cambien, porque si veo que esto luce turbulento entonces me voy a descontrolar, y saben bien ustedes lo que pasa cuando me salgo de control.

La seriedad de las palabras de Ekaterina, acompañadas de aquella mirada cruel que solamente ella sabía dar, hizo que Giovanni se estremeciera en su asiento y apretara el volante tan fuerte como su mandíbula. Había oído al pasar y de boca en boca, los rumores sobre la última vez que Sforza se había salido de control. Todos murmuraban que era peor que una persona poseída, se volvía una bestia salvaje e incontrolable.

Aunque era ella muy profesional y sabía mantener la calma en situaciones de estrés, perdía los estribos cuando sentía que la engañaban, cuando la presionaban o traicionaban. Volverse tan poderosa físicamente había hecho su mente frágil, así como un vaso de cristal que se encuentra siempre al borde de la mesa. Cualquier movimiento brusco lo haría caer y romperse en mil pedazos. Eso sucedía con la mente de Ekaterina Sforza. Aquellos estados solían pasar pero dejaban grandes consecuencias, tanto en ella como en cualquier cosa o persona que la rodeara. Era esa debilidad la que ella enmascaraba con soberbia, y le funcionaba, al menos con todas las personas que se había topado hasta el momento.

—¿Quieres que vaya contigo? —preguntó Giovanni y ella negó en respuesta.

—Puedo ir sola.

Bajó del auto, tomó del maletero sus pertenencias y caminó hasta la garita de la entrada donde se encuentra el guardia de seguridad. El hombre la interceptó apenas la vió acercarse y ella le dedicó la mirada más pura que jamás en su vida había fingido.

—Buen día —saludó —, que Dios lo bendiga.

—Buenos días hermana, ¿qué la trae por aquí? —preguntó el hombre.

—Soy la nueva consultora religiosa que ha de estar ayudando al agente Nathan Castle en futuras misiones.

—¿Al agente Castle? —ella asintió —. Debo verificar su identidad antes de dejarla ingresar. Su nombre por favor.

—Ekaterina Sforza.

Dentro de la garita tecleó el nombre en su ordenador y luego de recibir un informe que validaba su identidad la dejó ingresar.

Atravesó las amplias rejas y miró en dirección al auto que aún se encuentra estacionando en la carretera en frente. Luego de confirmar que había ingresado sin inconvenientes, Giovanni se marchó, no sin antes pedir en un rezo lleno de efusividad, que el destino no siguiera siendo cruel con aquella joven.

El ascensor la dejó en el cuarto piso, lugar que le indicó el guardia. Llegó frente a la amplia puerta de madera y golpeó un par de veces. Bastaron segundos para que fuera abierta dejando ver a un Nathan con expresión de pocos amigos y una mueca de molestia épica.

—Vaya forma de recibir a tu nueva compañera de piso —bromeó ella viendo el disgusto crecer más en la cara del contrario —. Te agradecería que me ayudaras con las maletas.

Dejando su equipaje en la puerta ingresó en la estancia pasando de largo a Nathan y chocando su hombro a postas, tratando de sacarlo un poco más de las casillas. Quería ver si cuando estaba de mal humor tenía otra forma de ser más que esa arraigada seriedad.

Entendido sus objetivos ocultos el agente optó por no darle el gusto y simplemente ignorarla. Entró las pesadas maletas y las colocó en medio de la estancia, donde se encontraban también sus pertenencias empacadas.

—Como puede ver yo tampoco me he establecido aún en el departamento —explicó el agente señalando sus maletas —, estaba esperando su llegada para poder poner orden.

—¿Y al decir orden a qué se refiere?

—Para que esta sea una armónica convivencia es mejor establecer reglas.

—Oh no, ¿en serio? —hizo una mueca de hastío y se dejó caer sentada en uno de los muebles de la sala —. No puedo creer esto, eres insoportable. ¿Qué clase de convivencia será esta si tenemos reglas como si fuera el colegio?

—Es una medida necesaria —se cruzó de brazos —, dado a que usted tiene una forma de ser bastante peculiar, no creo que podamos convivir sin marcar los límites.

—¿Quiere límites? Pues bien, he aquí los míos: No entre a mi habitación sin mi permiso, nunca revise o toque mis cosas, y no se entrometa en mis decisiones.

—Lamento estar en desacuerdo con la última, pero fui yo el encargado de llevar esta misión y por tanto soy su superior, además está aquí como consultora, no como agente de campo.

—Le dejé bien claro que no soy solo una consultora, y le aseguro que soy mejor agente de campo que usted.

—Y justamente debido a eso no pienso dejarla actuar sin consecuencias. No dejaré a una asesina, cuyos verdaderos objetivos desconozco, desandar libre por las calles de mi ciudad —sanjó el agente.

—¿Sabe algo? Se suponía que usted jamás debería saber mi identidad, debía mantenerlo en secreto pues puede perjudicar mi permanencia en el país.

—¿Entonces por qué me lo contó?

—Porque hay cosas que simplemente no se pueden ocultar, tarde o temprano usted se daría cuenta de que no soy una monja y que mis habilidades para matar son muy útiles. No soy de usar máscaras, espero entienda eso, hará más sencilla la misión. También lo hice para dejarle claro que si me entorpece no lo sacaré de apuros.

—No requiero de su ayuda, y le recuerdo que ahora está en mis manos. Su permanencia en Londres depende de si yo decido o no delatarla.

—Es cierto —se levantó de su lugar y caminó cerca del agente, hasta quedar cara a cara —, pero recuerde que su vida depende de que tan bien sepa mantener ese secreto. Le aseguro que antes de que pueda delatarme ya estará sin aliento y yo en un avión rumbo a Roma, donde soy impune e intocable.

—¿Qué la hace pensar que quedará impune al cometer un delito en mi país?

—Ustedes los agentes y los políticos se creen que controlan al mundo, pero este mundo pertenece a la Iglesia. Son ellos los titiriteros que tiran de las cuerdas, y ustedes las marionetas sin voluntad que danzan al compás que les imponen. Nada pasa sin que ellos lo sepan y lo permitan. Por eso le aseguro, que mientras mi titiritero lo decida, no serán ustedes quienes me detengan.

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