Minutos más tarde el auto se detuvo frente a un edificio. Ekaterina miró con recelo la fachada del mismo. Era de unos cuatro pisos, gris, rodeado por una alta reja negra y con cámaras de seguridad visibles en cada punto estratégico. Además de eso había un portero fortachón uniformado, con una expresión de pocos amigos única.
—¿Es en serio? —Ekaterina miró a Giovanni con una ceja enarcada. —¿Qué tiene? Luce acogedor. —Tienes que estar bromeando —bufó ella —, mira este lugar, vivir aquí es como llevar un cartel en la frente que diga: «Hola, soy policía». Hay demasiada seguridad en comparación con los otros lugares de Londres, se nota a leguas que es un área de uso militar. —El objetivo es mantenerlos seguros, este lugar parece ser el ideal. —Vivir aquí nos vuelve el centro de atención, ahora las posibilidades de infiltración son nulas y para colmo —suapiró —, no estaremos a salvo. Mira a ese guardia —señaló al hombre —, a parte de su gran masa corporal no tiene nada más con lo cual defenderse, ser tan grande lo vuelve más lento y no porta un arma de fuego, ni por lo que veo un objeto cortante. Yo sola soy capaz de protegerme mejor. —Debes entender que un país no cambiará su forma de trabajar solo por tus caprichos. —No son caprichos, han de entender que no están lidiando con lo que usualmente están acostumbrados, por los menos deberían aceptar mis consejos. —¿Has olvidado que entraste al país como una consultora religiosa del Vaticano? —preguntó el anciano y ella negó soltando un gruñido. —¿Crees que este atuendo me deje olvidarlo? —cerró sus puños sobre la falda negra y holgada de su hábito de monja, estrujandola —. Siempre me he sabido ocultar pero ya esta infiltración es un asco. —No habría otra manera de que el país te dejara intervenir en un asunto interno. La excusa de la Santa Sede sería tu ayuda como experimentada consultora religiosa. —¿Y esa tontería fue la que aceptaron? Me cuesta creer que un país ceda ante tal nadería, mejores excusas han usado para encubrir mis pasos. —En esta ocasión fue la ideal. Después de que los actos vandálicos se salieran de control, las altas autoridades temen debido a lo antinatural que parecen los hallazgos, además de los actos de apariencia satánica. Sabes que cuando algo así sucede es el Vaticano quien intercede. —Interceden los sacerdotes y exorcistas —miró con obviedad al anciano —. Tú y yo sabemos que los Venatores no somos enviados a salvar un pueblo, sino a destruirlo. Y soy yo justamente, la persona que enviarás si no quieres dejar ni los cimientos. A no ser que sea en esta ocasión algo tan grande que requieran a un peón sacrificable. —¿Insinúas que te enviamos a morir? —No tú, eso lo tengo claro, pero no dudo nada de los de arriba. —Las órdenes ya te fueron dadas y como ves no es nada fuera de lo común, ni a lo que no estés acostumbrada. —Solo espero que después las cosas no cambien, porque si veo que esto luce turbulento entonces me voy a descontrolar, y saben bien ustedes lo que pasa cuando me salgo de control. La seriedad de las palabras de Ekaterina, acompañadas de aquella mirada cruel que solamente ella sabía dar, hizo que Giovanni se estremeciera en su asiento y apretara el volante tan fuerte como su mandíbula. Había oído al pasar y de boca en boca, los rumores sobre la última vez que Sforza se había salido de control. Todos murmuraban que era peor que una persona poseída, se volvía una bestia salvaje e incontrolable. Aunque era ella muy profesional y sabía mantener la calma en situaciones de estrés, perdía los estribos cuando sentía que la engañaban, cuando la presionaban o traicionaban. Volverse tan poderosa físicamente había hecho su mente frágil, así como un vaso de cristal que se encuentra siempre al borde de la mesa. Cualquier movimiento brusco lo haría caer y romperse en mil pedazos. Eso sucedía con la mente de Ekaterina Sforza. Aquellos estados solían pasar pero dejaban grandes consecuencias, tanto en ella como en cualquier cosa o persona que la rodeara. Era esa debilidad la que ella enmascaraba con soberbia, y le funcionaba, al menos con todas las personas que se había topado hasta el momento. —¿Quieres que vaya contigo? —preguntó Giovanni y ella negó en respuesta. —Puedo ir sola. Bajó del auto, tomó del maletero sus pertenencias y caminó hasta la garita de la entrada donde se encuentra el guardia de seguridad. El hombre la interceptó apenas la vió acercarse y ella le dedicó la mirada más pura que jamás en su vida había fingido. —Buen día —saludó —, que Dios lo bendiga. —Buenos días hermana, ¿qué la trae por aquí? —preguntó el hombre. —Soy la nueva consultora religiosa que ha de estar ayudando al agente Nathan Castle en futuras misiones. —¿Al agente Castle? —ella asintió —. Debo verificar su identidad antes de dejarla ingresar. Su nombre por favor. —Ekaterina Sforza. Dentro de la garita tecleó el nombre en su ordenador y luego de recibir un informe que validaba su identidad la dejó ingresar. Atravesó las amplias rejas y miró en dirección al auto que aún se encuentra estacionando en la carretera en frente. Luego de confirmar que había ingresado sin inconvenientes, Giovanni se marchó, no sin antes pedir en un rezo lleno de efusividad, que el destino no siguiera siendo cruel con aquella joven. El ascensor la dejó en el cuarto piso, lugar que le indicó el guardia. Llegó frente a la amplia puerta de madera y golpeó un par de veces. Bastaron segundos para que fuera abierta dejando ver a un Nathan con expresión de pocos amigos y una mueca de molestia épica. —Vaya forma de recibir a tu nueva compañera de piso —bromeó ella viendo el disgusto crecer más en la cara del contrario —. Te agradecería que me ayudaras con las maletas. Dejando su equipaje en la puerta ingresó en la estancia pasando de largo a Nathan y chocando su hombro a postas, tratando de sacarlo un poco más de las casillas. Quería ver si cuando estaba de mal humor tenía otra forma de ser más que esa arraigada seriedad. Entendido sus objetivos ocultos el agente optó por no darle el gusto y simplemente ignorarla. Entró las pesadas maletas y las colocó en medio de la estancia, donde se encontraban también sus pertenencias empacadas. —Como puede ver yo tampoco me he establecido aún en el departamento —explicó el agente señalando sus maletas —, estaba esperando su llegada para poder poner orden. —¿Y al decir orden a qué se refiere? —Para que esta sea una armónica convivencia es mejor establecer reglas. —Oh no, ¿en serio? —hizo una mueca de hastío y se dejó caer sentada en uno de los muebles de la sala —. No puedo creer esto, eres insoportable. ¿Qué clase de convivencia será esta si tenemos reglas como si fuera el colegio? —Es una medida necesaria —se cruzó de brazos —, dado a que usted tiene una forma de ser bastante peculiar, no creo que podamos convivir sin marcar los límites. —¿Quiere límites? Pues bien, he aquí los míos: No entre a mi habitación sin mi permiso, nunca revise o toque mis cosas, y no se entrometa en mis decisiones. —Lamento estar en desacuerdo con la última, pero fui yo el encargado de llevar esta misión y por tanto soy su superior, además está aquí como consultora, no como agente de campo. —Le dejé bien claro que no soy solo una consultora, y le aseguro que soy mejor agente de campo que usted. —Y justamente debido a eso no pienso dejarla actuar sin consecuencias. No dejaré a una asesina, cuyos verdaderos objetivos desconozco, desandar libre por las calles de mi ciudad —sanjó el agente. —¿Sabe algo? Se suponía que usted jamás debería saber mi identidad, debía mantenerlo en secreto pues puede perjudicar mi permanencia en el país. —¿Entonces por qué me lo contó? —Porque hay cosas que simplemente no se pueden ocultar, tarde o temprano usted se daría cuenta de que no soy una monja y que mis habilidades para matar son muy útiles. No soy de usar máscaras, espero entienda eso, hará más sencilla la misión. También lo hice para dejarle claro que si me entorpece no lo sacaré de apuros. —No requiero de su ayuda, y le recuerdo que ahora está en mis manos. Su permanencia en Londres depende de si yo decido o no delatarla. —Es cierto —se levantó de su lugar y caminó cerca del agente, hasta quedar cara a cara —, pero recuerde que su vida depende de que tan bien sepa mantener ese secreto. Le aseguro que antes de que pueda delatarme ya estará sin aliento y yo en un avión rumbo a Roma, donde soy impune e intocable. —¿Qué la hace pensar que quedará impune al cometer un delito en mi país? —Ustedes los agentes y los políticos se creen que controlan al mundo, pero este mundo pertenece a la Iglesia. Son ellos los titiriteros que tiran de las cuerdas, y ustedes las marionetas sin voluntad que danzan al compás que les imponen. Nada pasa sin que ellos lo sepan y lo permitan. Por eso le aseguro, que mientras mi titiritero lo decida, no serán ustedes quienes me detengan.Sus miradas convergían en una poderosa lucha que ninguno quería perder. Estaban cerca, mucho más de lo que para ese instante se habían percatado. No parecía ser ese el punto en ese preciso instante, sino demostrar cada uno la fortaleza de ideal que tenían. Nathan tenía aquella mirada firme, segura y valerosa, Ekaterina por otra parte le dedicaba su más inerte mirada, como si todo a su alrededor le diera exactamente igual, todo excepto perder la razón que sentía tenía en esa situación. Los profundos ojos grises de Ekaterina parecían querer devorar a los verdes del contrario. Quería pisotearlo como si se tratara de un insecto. No era un odio personal, más bien una rivalidad auto-impuesta a la que ella mismo se había sometido luego de saber que aquel hombre, tenía las intenciones de dejarla solo como un cero a la izquierda, y ocuparse en su totalidad del caso. —Esto será imposible. —Finalmente Nathan rompió el contacto visual, se alejó despeinando su cabello y resoplando. —Es porque s
Un silencio poco prolongado llenó la habitación. Nathan entró y cerró la puerta tras de sí. Caminó hasta uno de los asientos y al depositarse sobre él señaló en dirección al otro asiento, invitando a la contraria a imitarlo. —¿Qué quiere? —cuestionó Ekaterina cruzándose de brazos. —Tome asiento, no es algo que discutir de pie. Chasqueó la lengua inconforme pero al final terminó sentándose para mirarlo de mala gana. —Que sea rápido, aún no termino de ordenar mi habitación —sentenció la castaña. —Es sobre el caso, ya que como supondrá no tenemos otros temas en común que tratar. —Por ahora —corrigió Ekaterina. Nathan la ignoró para no desviarse del tema. Si iniciaban otra discusión sería interminable. —Tengo muchísimas pruebas recaudadas desde que iniciaron las investigaciones del caso. —¿Alguna apunta a un posible culpable? —preguntó la de la iglesia. —No, ninguna nos hace siquiera tener sospechosos. —Entonces puedes desecharlas —comentó simple y él arrugó la frente. —Debes
Después de aquella incómoda noche, Nathan no hacía más que pensar en una cosa: Su profundo odio hacia Ekaterina. Si aquellos minutos, en los que la observó y sintió una ligera atracción siquiera habían existido, ya no quedaba rastro de ellos. Se tachó a sí mismo de tonto por sentir esa punzada cuando la vio, pero a la vez no se tomó las molestias de darle al asunto más importancia de la necesaria, pues se conocía a sí mismo y sus emociones lo suficiente, como para saber que no fue un deseo real lo que sintió. Todo había sido cuestión de la situación. Su estómago rugió mientras se servía aquella taza de café. No había cenado nada en la noche y, en la prisa de la mañana tampoco tomado el desayuno. Supuso que el café acompañado de una dona con glaseado de fresa, serían suficientes para saciar su hambre, al menos hasta la hora del almuerzo. Se dejó caer en su silla mientras en una mano sostenía la taza, en la otra traía algunos documentos del caso y su boca venía sosteniendo la delici
¿Por qué sonreía así? Nathan quería simplemente hacer esa sonrisa borrarse de su rostro. No era porque realmente le molestara, todo lo contrario, tenía aquella sinvergüenza la sonrisa más hermosa que había visto nunca. —¿Sabes cuál es la mejor parte de esto? —preguntó Nathan dando un paso más cerca de la contraria. —No —negó Ekaterina —, ilumíname. —Que eres posiblemente la persona más extraña que he conocido nunca, tienes siempre ese aire de grandeza, como si nadie en este mundo pudiera alcanzarte. Pero no sabes ni la mitad de mí, de lo que realmente soy capaz de hacer y hasta donde puedo llegar. —Ya te dije que estoy totalmente dispuesta a saberlo —humedeció sus labios —. Pensé que eras aburrido, pero resultaste ser más interesante de lo que creí. Además, anoche mientras dormías, que por cierto no sé por qué duermes semi desnudo, me quedé algo ensimismada con esos lindos tatuajes. —¿Espera qué? —jadeó sorprendido —. ¿Entraste en mi habitación? —Sí, la revisé de pies a cabe
Colgó el teléfono Ekaterina sintiendo una llamarada intensa comenzar en sus pies y apoderarse de todo su cuerpo. Era aquella la sensación que antecedía a cada misión, pero en esa ocasión era mucho más poderosa. Salió de la habitación para llegar a la puerta de la del contrario. Sin llamar o esperar abrió, y se adentró para encontrarse de frente con el agente. Nathan apenas salía de darse un baño, tenía aún el cabello húmedo e iba portando un pantalón un tanto más holgado que los que solía usar, con su torso descubierto. Sus brazos fornidos adornados por numerosos tatuajes y aquel abdomen, trabajado se habían llevado toda la atención de la chica. —¡Demonios! —exclamó asustado el agente ante la repentina intromisión —. ¿Por qué no llamas la puerta? —Lo olvidé —se excusó Ekaterina con la mirada aún ida de lugar. —¿A qué has venido? —cuestionó el agente apresurándose a colocarse una camiseta. —Ah cierto —pareció recordar su objetivo —. Mañana voy contigo a la estación. —¿Estás de br
La tensión se apoderó del lugar. Un segundo de silencio antecedió al sonido de un disparo, fue Ekaterina, su primer disparo dio en la mano del que portaba el cuchillo. El hombre soltó el objeto largando un grito rasgado de dolor y una maldición, la cual fue callada por otra bala que destrozó su mandíbula y cráneo. La distancia a la que se encontraba Ekaterina era considerable, un disparo tan acertado solo podría ser dado por alguien sumamente entrenado, eso notó Nathan. Una nube de disparos se abrieron contra Ekaterina, instante que aprovechó Nathan para entrar en su auto. Cerró la puerta y tomó el arma que mantenía oculta bajo el asiento de copiloto. Cuando intentó salir una exclamación de su compañera bañó el lugar. —¡No salgas! —gritó Ekaterina asomando la cabeza de detrás del pilar donde se encontraba oculta —. ¡Eres el maldito objetivo y solo vas a estorbar, así que permanece adentro!—¡Yo tambien puedo ayudar! —afirmó Nathan en otro grito. —¡Mi misión es mantener a salvo tu
Nathan estaba desconcertado. No entendía por qué aquel arrebato de sinceridad por parte de Ekaterina, y tampoco comprendía el porqué de aquella afirmación. Si bien él mismo no entendía sus propios sentimientos, no se propuso huir de ellos como un cobarde, sin embrago su compañera sí parecía tener esa intención. —No te entiendo —aceptó soltando un suspiro —, pero te respetaré. —Es lo mejor. —Ekaterina pasó por su lado con la intención de continuar, pero cuando se marchaba Nathan agarró su brazo impidiéndole continuar. Aún así no se volteó, no quiso ver a los ojos verdes y cristalinos de su compañero, porque si lo hacía sentía que perdería toda determinación. —Sin embargo, ten en cuenta que yo no sé rogar a nadie. Así que si esa es tu desición, haré como que nunca pasó, y nuevamente seremos solo compañeros de trabajo. Ekaterina no respondió, soltó su agarre y salió del corredor dando cortos y lentos pasos. El agente la imitó, tomando el camino opuesto. Era tarde en la noche, ambos
Ekaterina miraba a Nathan con seriedad, buscando en aquellos ojos cristalinos algo que le dijera lo que ocultaba. Pero no vio nada, solo una perfecta cara de póker. Fue ese instante en que entendió todo. Jamás fueron sinceros los ojos de Nathan, no es que fuera realmente honesto. Sino que era muy bueno mintiendo, que dejaba ver a través de sus ojos lo que él quería que vieran, y así ganarse esa reputación de persona genuina e intachable. Era él un mentiroso profesional, casi tan profesional como lo era Ekaterina matando. Así que asumió no lidiaba con un simple agente del MI5. —No tengo nada que explicarte —sanjó el pelinegro. —Bien pues entonces... —Ekaterina tomó su daga larga, aquella que utilizó con anterioridad para matar a los atacantes —. Esta no fallará —apuntó en dirección a la cabeza del agente y la lanzó. En un ágil movimiento el pelinegro se apartó hacia un lado, por lo que la daga solo logró hacerle una pequeña cortada en el rostro. Nathan miró el objeto clavado en la