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Capítulo 1 Bajo la luz de las sombras

El bosque Esmeralda siempre había sido un refugio para Tara. Con sus altos árboles que susurraban secretos al viento y el canto de los riachuelos que cruzaban su hogar, era un lugar que prometía paz. Pero esa noche, el bosque parecía diferente. La tranquilidad habitual se sentía como una ilusión, rota por un temblor invisible que crecía en el aire.

Tara estaba sola en su cabaña, mirando sus manos con una mezcla de asombro y terror. Desde la extraña luz que había salido de ellas horas atrás, no había podido dejar de pensar en lo que eso significaba. Todo comenzó cuando el hijo de la panadera llegó con fiebre alta, al borde de la muerte. Tara había intentado todos sus remedios habituales, pero nada funcionó. Fue entonces, en un acto desesperado, cuando sintió que algo ardía dentro de ella, una fuerza que no controlaba pero que la obedecía.

El niño había sanado al instante. Pero no fue el alivio lo que la consumió después, sino el miedo. Aquella luz, aquel calor, no era natural. Algo en su interior le decía que no debía haber ocurrido.

"No puede ser real", se repetía mientras caminaba de un lado a otro. Pero lo era, y ahora todos en el pueblo la miraban con una mezcla de asombro y sospecha. ¿Qué harían si supieran que no tenía idea de lo que había pasado?

Cuando el murmullo del bosque la llamó, Tara decidió que no podía quedarse encerrada. Necesitaba respuestas. Una corazonada la llevó al norte, a las ruinas que los ancianos evitaban mencionar.

La luna estaba alta y llena, bañando el sendero con una luz pálida. El aire parecía vibrar, cargado de una energía que hacía que los vellos de su nuca se erizaran. Y entonces lo vio.

Él estaba apoyado contra una columna rota, como si formara parte de las ruinas mismas. Sus ojos grises, casi plateados bajo la luz de la luna, la atravesaron como si estuviera leyendo cada uno de sus secretos. Era alto, musculoso, vestido con ropas oscuras que se ajustaban a su figura de forma peligrosa. El viento jugaba con su cabello negro, y la expresión de su rostro era una mezcla de arrogancia y peligro.

—Llegaste antes de lo que pensé —dijo con una voz grave, suave como el terciopelo, pero afilada como una hoja.

—¿Quién eres tú? —Tara retrocedió un paso, aunque su instinto no era correr. Había algo en él que no podía ignorar, una atracción magnética que le aceleraba el pulso tanto como el miedo.

—La pregunta es, ¿quién eres tú? —respondió él, dando un paso hacia ella, reduciendo la distancia entre ambos. Su presencia la envolvía, y el calor que emanaba de él era tan intenso como su mirada—. Porque, pequeña, dudo que lo sepas.

—No entiendo de qué estás hablando —replicó Tara, tratando de mantener su voz firme, aunque sentía que su corazón estaba a punto de salirse de su pecho.

—Claro que no lo entiendes. —Una sonrisa ladeada se formó en sus labios, aunque no había humor en ella. Sólo un interés oscuro que la hacía sentirse expuesta—. Pero lo harás.

Él se acercó aún más, y ella sintió que su espalda chocaba contra una columna. Su instinto le decía que debía huir, pero algo en ella se resistía. Había algo en la forma en que la miraba, en cómo su presencia llenaba el espacio, que la hacía sentir atrapada... y viva.

—Dime tu nombre —exigió Tara, levantando la barbilla en un acto de desafío que no sabía que tenía dentro.

—Rhidian. —Su voz era un susurro bajo que le erizó la piel. Él levantó una mano, pero no la tocó. En lugar de eso, el calor volvió, como si él lo provocara, y la luz dorada que había salido de sus manos antes empezó a brillar tenuemente.

—¿Qué... qué está pasando? —preguntó, con un tono de vulnerabilidad que odiaba escuchar en su propia voz.

—Eres más de lo que crees, Tara. Mucho más. —Rhidian inclinó la cabeza, estudiándola como si fuera un enigma que quería resolver. Su mirada bajó a sus labios antes de volver a sus ojos—. Y ahora no hay vuelta atrás.

La distancia entre ellos era mínima, y Tara sintió que su respiración se volvía más rápida. Había peligro en él, pero también una promesa. Una parte de ella, una que no entendía, quería más.

—¿Qué quieres de mí? —logró preguntar, con la voz apenas un susurro.

Rhidian sonrió de nuevo, y esta vez el aire entre ellos pareció cargarse aún más.

—Lo mismo que tú quieres de mí. Respuestas. Pero cuidado, pequeña, porque las respuestas siempre tienen un precio.

Y así, con la luna como testigo, el destino de Tara cambió para siempre.

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