Cuatro

Emma

La clase concluyó y me dirigí hacia los vestidores de chicas. Tenía que ponerme la ropa deportiva para educación física, una de las materias más sencillas y una de las que menos me gustaban. 

Sí, era sencillo y eso era bueno, pero no era lo suficiente como para que me gustara. Me sentía con vergüenza cada que tenía que hacer algún ejercicio de lo que fuera, me daba la impresión de que hacía el ridículo. No quería tener que escoger compañera porque siempre que Kendall se ausentaba en las clases por algún que otro motivo, yo caminaba mirando a todas partes para ver si alguien quedaba disponible y quería juntarse conmigo. Cuando eso ocurría y todas tenían su dúo hecho, las chicas me miraban porque que estuviera sola llamaba mucho la atención, y la profesora terminaba por ponerme con algún grupito al que no le disgustara tanto tenerme como integrante. Mis compañeras no eran como las de la escuela anterior, pero sí que tenían algunas cosas que las hacía similares. 

Caminé hacia los escalones de la tribuna de la cancha y me senté junto a mi prima, quien solo se dedicaría a observar la clase por no poder participar por orden del médico. Hace una semana se dobló el tobillo y, al haber sido algo tan repentino y brusco, le provocó un intenso dolor e inflamación. Su reposo no sería por mucho, pero mientras ella no estuviese capacitada al cien por cien no haría ejercicio, y yo debía estar sola, y no me hacía mucha gracia que digamos. 

Mi timidez seguía persistiendo en mi personalidad y me costaba mucho quitármela de encima. Llevaba ya un tiempo en la escuela, pero me seguía resultando complejo abrirme un poco hacia las personas que me rodeaban y que no pertenecían a mi familia. Si tenía que hablar, hablaba, pero no era tan valiente como para comenzar un tema de conversación si no me veía en confianza con las chicas del cuarto año.

—Detesto que no puedas estar conmigo. Podría inventar una excusa para no hacer ejercicio. 

—Lo siento, pero nadie te creería, eres mala mintiendo. 

—Podría fingir que me caigo de las escaleras ahora y pido permiso para ir a la enfermería —propuse. 

—Estás en la misma, Emma —repuso—. No sabes actuar, y eso es irónico porque tu padre es actor. 

—Bueno, no saqué su misma cualidad. 

—Si quieres puedo empujarte ahora mismo para que se vea real y para que de verdad te lesiones. 

La miré. 

—¿Estás loca? Podrías hacerme muy mal. 

—Bueno, discúlpame, pero eres tú quien quiere tener una excusa para no tener que soportar una clase de una hora. 

—Es que no me gusta cuando no estás conmigo —confesé otra vez. Siempre le decía lo mismo cada que ella no asistía. 

—Una hora se pasa volando —animó. 

—Una hora en esta materia se me pasa demasiado lento —contradije.

—No puedes estar así toda la vida, Emma. Le tienes miedo y vergüenza a casi todo. 

No le dije nada porque sabía que era verdad. 

Detestaba ser así. No me gustaba la persona en la que me había convertido. Desde niña había forjado esa manera de ser, pero podía atreverme a decir que cuando era más pequeña era una persona mucho más valiente de lo que a mis dieciséis años me había convertido. Pero eso podía deberse a que, cuando uno es niño y no está constantemente pensando en el qué dirán las personas mayores o de nuestra misma edad, tenemos la manera extrovertida de realizar actividades con menos o nada de pena. Quería cambiar esa introversión, quería sacarla de mí y convertirla en extroversión. 

Una vez oí que decían que por ser de esa forma nadie nunca iba a querer intentar tener algo conmigo en la forma romántica. Fue un comentario de un grupito de chicas del otro horrible colegio y, al ser realmente unas estúpidas, me dije a mí misma que yo no tenía por qué dejarme enredar en acotaciones de personas que no valía la pena escuchar. Pero yo tenía una vulnerabilidad que tampoco podía quitar de una forma rápida y sencilla. A veces, algunas cosas, por más fríos que intentemos ser, nos van a tocar y nos harán sentir mal. 

—Yo también quiero doblarme el tobillo —apoyé mis codos en las rodillas y recargué mis mejillas en los puños cerrados de mis manos. 

—No, no quieres. No es lindo —repuso—. Además, ¿quién quiere doblarse el tobillo? Eres una loca, nena —recriminó—. Se pasará rápido, ya vas a ver. No hagas drama por algo tan simple. 

—Tú lo dices porque estás aquí sentada y solo tendrás que mirar una hora entera sin hacer nada. Es como si tuvieses hora libre. 

—No, si tuviera hora libre yo no estaría aquí en la tribuna. Probablemente le pediría a papá que me recogiera y le diría que no tendría clases las siguientes horas para irme a la casa a dormir. 

Vi a la profesora llegar y maldije entre dientes, viendo de reojo cómo Kendall negaba con la cabeza. La mujer me hizo una seña para que me acercara al grupo. 

Volví a maldecir. 

—Odio educación física. 

—Anda, ve —palmeó mi espalda—. Te irá bien. La hora se pasará volando y cuando menos te lo imagines ya estarás conmigo.

Me até el cabello.

Otra de las cosas que no me gustaba hacer. La mayor parte de las veces me veía gorda de mejillas, cabezona y también orejona. Incluso me lo hicieron saber un par de veces. Mi autoestima era algo compleja, muy impredecible. Un día como cualquiera me podía levantar con la mejor de las energías y podía pararme frente al espejo y decirme que era linda, que me veía bonita con cualquier cosa que usara. Pero, de un segundo para otro, o al día siguiente, me podía sentir inferior a todas las personas. 

Así de simple y así de complejo. 

—Adiós. 

—Adiós. ¡Tú puedes! 

Bajé los escalones como una tortuga lo haría y me acerqué a la clase. Vi que los chicos se acercaban a nosotras junto a su profesor y me quedé sopesando. ¿Por qué los chicos estaban acercándose? Las chicas teníamos clases separadas de los chicos.

—¡Muchachitas! Hoy vamos a trabajar con los chicos y en pareja —habló fuerte y claro. 

¿Por qué, Dios? ¿Por qué?

—Mieeeerda —musité, o eso me pareció que hice.

Miré a mi alrededor cuando sentí que todos me miraban. Observé primero a las chicas y, después, a los chicos. Recorrí la cara de cada uno por un segundo, hasta que deparé en el rostro de Aiden. 

Suspiré profundamente, sabiendo que ese día no sería para nada tranquilo. Pasaría vergüenza, de eso estaba segura. 

—¿Algún problema, Emma? —indagó la profesora y mi mirada fue viajando hacia todas partes.

—No, ninguno, todo bien —respondí con nerviosismo.

—¿Entonces por qué esa acotación? Decir malas palabras te puede traer consecuencias. Son las reglas, lo sabes y todos lo sabemos. 

«Como si a usted no se le hubiese escapado nunca una maldición dentro de la escuela.»

—Es que... —me mordí el labio—. Sentí que me picó algo —mentí y me rasqué el brazo. 

Nadie pareció creerse lo que dije. Definitivamente no había sacado de papá el don para el teatro. Aunque, quizás, si no me hubiese puesto tan nerviosa me habría salido con la mía. 

—No veo que tengas nada —me miró mal, y agaché la mirada, sintiéndome más pequeña de lo que ya era. 

Joder.

—Lo siento —me disculpé. 

—Que no se vuelva a repetir. 

Miré hacia atrás por un segundo para mirar a Kendall. No estaba atenta a lo que yo hacía, parecía estar concentrada en algo de su teléfono. Volví a darme la vuelta y me centré en la endemoniada clase. 

—¡Estamos todos pares ya que una de sus compañeras no se encuentra apta para la actividad! ¡Una mujer y un varón en cada grupo! ¡No se permite más integrantes, no hay discusión!

Bufé.

Contaría los minutos y segundos hasta terminar la clase. Miré hacia todas partes y vi que mis compañeros escogían pareja. No era un hábito de costumbre tener clases con los chicos, y la organización que habían hecho los profes no me gustaba para nada. Me iba a quedar sola hasta ver quién era el único muchacho disponible que quedara para juntarse conmigo. 

No sabía qué era lo que íbamos a hacer de a dos, pero no me cabía duda de que haría el ridículo. Era muy mala en el deporte.

El grupo se esparció a mi alrededor mientras discutían quién se quedaba con quién. Me mareó tanta indecisión por parte de todos. Si se pelearan por ver quién se quedaba conmigo elegiría al primero que viera. Repito, no me gustaba quedarme sola. 

—¿Te gustaría estar conmigo? —preguntó alguien a mis espaldas. Me sobresalté y me di la vuelta con rapidez.

Era James, un integrante del grupo de los más odiosos del curso. Uno de los culpables de dejar mis oídos reventados y mi cabeza a punto de estallar con tanta idiotez formulada. 

—¿Por qué? 

—¿Por qué no? —sonrió—. No muerdo, para que sepas. 

—¿Por qué no te vas con uno de tus amigos? —pregunté, indecisa. 

—Porque la temática es mujer y hombre, ¿recuerdas? 

Asentí. 

Lo habían dicho hace nada y ya lo había olvidado. 

—¿Te molesta que me quede contigo?

—No —respondí. Era lindo que alguien me preguntara eso, no solían hacerlo mucho, pero me resultaba una propuesta extraña. Más proviniendo de él—. Aunque es raro. 

Sonrió. 

—¿Raro por qué? ¿Porque no hablamos nunca?

—Desde que llegué a la escuela jamás cruzamos palabras. 

Su mirada me dio a entender que concordaba conmigo.

—Puede que vaya siendo hora de que lo hagamos.

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