68. Miedo.

La primera cadena cede con un chasquido sordo.

El dolor sigue ahí, una quemadura punzante en la piel donde la plata se ha hundido demasiado profundo. Mi muñeca tiembla cuando la libero, pero no me detengo. Mi instinto me grita que me mueva. Que huya, que pelee, que haga algo antes de que sea tarde.

El desconocido sigue trabajando en la otra cadena. Veo su silueta moverse en la penumbra, su respiración contenida, la tensión en sus dedos.

No necesito verlo de frente para reconocerlo.

—¿Por qué haces esto? —murmuro, con la voz ronca.

No responde de inmediato. Solo sigue trabajando, con una paciencia que me impacienta.

—Porque la manada está perdida. —Su voz es baja, casi un susurro. No hay emoción en ella, solo un frío pragmatismo—. Y porque tú eres el único que puede salvarla.

Suena irónico.

Yo, el traidor. El lobo derrotado. El Alfa caído.

Pero la segunda cadena cede, y el metal golpea el suelo con un sonido hueco.

Soy libre.

Me pongo de pie demasiado rápido. El mundo da un giro brusco
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