Bella
Odiaba discutir con él.
Odiaba la forma en la que sus ojos me miraban decepcionados, pero, sobre todo, me odiaba a mí misma por habernos arrastrado a esta situación de no retorno.
Era plenamente consciente de mis acciones, y por eso supe que tuve que haberme detenido. Tuve incluso que haber dejado la botella de whisky dentro del minibar del comedor y no sorber de ella. Tuve que haber dejado las maldit4s pastillas hace cuatro meses y no haberme convertido en una jodida adicta a ellas.
Pero desde que había desarrollado ese estúpido insomnio no había sido capaz de detenerme. Si cerraba los ojos, la obscuridad me absorbía de un solo bocado.
Ninguno de los que estaban en aquella mesa tenían si quiera una puta idea de cómo se sentía querer dormir y no poder hacerlo porque las sombras te consumían.
No tenían si quiera la mínima idea de lo que se sentía depender de unos jodidos fármacos para poder conciliar el sueño tres putas horas.
No más.
No menos.
. . .
Gia
El silencio se extendió incluso mucho antes desde que Isabella decidiera retar a Sebastian con la mirada y beber de su copa con una arrogancia que solo podía quedarle bien a un Ferragni.
Todo había cambiado de un modo casi irreversible. Lo que suponía y prometía un futuro diferente, ahora nos empujaba a preguntarnos como habíamos llegado a este punto de no saber que hacer.
Isabella se fragmentaba y no había nada que ninguno de nosotros pudiese hacer al respecto. No si ella insistía en poner en medio ese muro impenetrable que la alejaba de la gente que la quería.
Todos estábamos para ella, solo necesitaba darse cuenta.
—No deberías seguir bebiendo... —la voz de Sebastian no tardo en llenar aquel aterrador silencio.
Isabella esbozo una sonrisa cínica y un tanto desafiante. Termino por llevarse la copa a los labios y tragar el contenido en un solo sorbo.
—Estoy sedienta, ¿me sirves otro trago?
—Te he dicho que pares.
Se miraron fijamente el uno a la otra. Ella insolente. El exasperado.
—Y yo he dicho que estoy sedienta. —espeto, desafiante.
—No sigas con esa actitud, Isabella...
— ¿O qué? —cogió la botella de la mesa y se sirvió otra copa.
Todo pintaba a que su objetivo era beber hasta perder el raciocinio. No era la primera vez que lo hacía. Si quiera la segunda.
— ¡Basta! —Grito Sebastian, dando un fuerte golpe contra la mesa antes de incorporarse — ¡si quieres destruirte a ti misma, hazlo... pero no nos arrastres a nosotros contigo! ¡No nos obligues a mirar cómo te destruyes! ¡No te lo permito!
Ahogue un jadeo que por poco estuvo a punto de convertirse en un llanto débil y desgarrado.
Mire a Isabella con preocupación, pero mi sorpresa fue encontrarme con un muro de concreto y unos ojos marrones que brillaban bajo la luz de una luna plateada. Entraba vigorosa por la ventana y daba un aspecto un poco más inquietante al salón.
De repente, me abordo un impulso desesperante por correr hasta ella y estrecharla entre mis brazos. Me daba igual que lo aceptara o no, solo quería que ella supiera que era completamente valido llorar y romperse.
Pero entendí que para Isabella Ferragni esa no era ninguna de sus opciones y se incorporó lanzando la copa contra el piso. El cristal se hizo un montón de añicos desparramados por el piso dejándonos estupefactos a un metro de ella.
Advertí el desastre. Incluso la desolación en su corazón y en el del hombre que sabía también estaba sufriendo con ella.
La Ferragni se acercó a Sebastian con una firmeza que si quiera parecía coherente debido al estado en el que se encontraba. Se detuvo a un intimidante palmo de su rostro antes de decir:
— ¿Es eso lo que quieres? —susurro bajito, pero lo suficientemente alto como para que todos allí alcanzáramos a escucharle —. Bien. Es lo que jodidamente voy a darte.
Sebastian mantuvo una entereza que amenazaba con romperse en cualquier momento. Levanto la mirada hacia ella.
—Te has cargado tu sola a la gente que te quiere —mascullo hiriente antes de que ella decidiera abandonar el salón convertida en pasto de sus propios demonios.
Intente ir a por ella, pero Carlo lo impidió entrelazando su mano a la mía.
. . .
Bella
—Dame las llaves del auto
—Isabella... —murmuro Rigo, negándose.
— ¡Que me des las putas llaves del auto!
Si quiera espere que terminara de ofrecérmelas cuando se las arrebate de las manos y salte dentro del Bentley. Baje la ventanilla.
—Ni se te ocurra seguirme. —advertí antes de encender el motor
. . .
El bar de pomezia era un hervidero de gente. Música alta, luces de colores y cuerpos sudados en medio de la pista de baile.
A la Isabella de hace seis meses no le gustaban esta clase de lugares.
Seis meses...
Si, ese era el tiempo que había pasado desde que la mafia había amenazado con aniquilarnos en aquel bunker, y lo que parecía haber sido quemado en el pasado, ahora las cenizas era un recordatorio constante de que la mafia no te da sin antes quitarte.
La Isabella de ahora si quiera se reconocía con la cría de diecinueve años a la que su propio padre decidió tratar como peón.
— ¿Qué te ofrezco? —pregunto el camarero al otro lado de la barra.
—Lo más fuerte que tengas —respondí por encima del ruido de la música.
—Yo tengo algo más fuerte que eso.
El rumor de una voz que heló mí nuca y erizo la piel de mis brazos.
Ladee la cabeza porque su portados estaba sentado a mi lado. Era alto, lo suficientemente como para tener que mirarle desde unos pocos centímetros más abajo. Ojos marrones y cejas gruesas. El cuello tatuado con un corazón y un puñal clavado a la mitad y por el cual se enrollaba una serpiente.
También percibí un tatuaje en inglés en el filo de su hombro.
« Flesh and blood »
Volví a sus ojos. Terriblemente verdes.
—Puede incluso hacerte olvidar... —continuo mientras yo seguía inspeccionándole a detalle.
Tenía un acento extraño. Era italiano, pero con una mezcla un tanto extranjera.
— ¿De qué hablas? —inquirí finalmente.
—Eso que tienes. Ese dolor, esa ira, ese miedo... —describió cada una de mis emociones como si fuese el quien las viviera —. Puedo hacer que pare.
Mentiría si dijera que la idea de desprenderme de cada uno de mis sentimientos no resulto tentadora.
Trague saliva.
— ¿Cómo?
De repente, oteo a su alrededor y saco del bolsillo de su chaqueta una bolsita transparente con un par de pastillas dentro.
— ¿Qué es?
—Ketamina —sonrió —, o como yo le digo, «el puto paraíso de los caídos»
Me humedecí los labios y volví la vista al frente.
—No consumo drogas.
—No lo son —aseguro —, al contrario, se sienten como caramelos y gozan de un poder que te harán respirar sin sentir dolor. Se esfumará tan pronto como lo pruebes.
«Sé esfumara tan pronto como lo pruebes...»
Tendría que haberle ignorado. Tendría que haber escuchado a mis instintos y no a mi poco raciocinio.
Pero no lo hice
Las acepte y se las arranque de las manos.
—Vendrás por más... —su voz se tornó un poco densa cuando empecé a alejarme.
. . .
Bajo aquella revitalizante sensación que había provocado la ketamina en mi sistema, empujé la puerta del bar y salí a la calle sintiendo como la brisa golpeaba más fría y fuerte de lo normal.
De alguna extraña manera me encanto experimentar esa clase de síntoma. El cuerpo liviano y unas ganas terribles de reír que me hacían sentir poderosa.
Tenía todos los sentidos disparados. La nieve se sentía como una ligera cortina blanca y el olor a humedad era casi tan palpable como el alcohol y el humo a cigarro.
Me arrastre a la carretera. Era plenamente consciente de los autos y el peligro, pero no me importo, si quiera sentí miedo. La noche se antojaba en calma y serena por encima del rumor de los cláxones.
Nada parecía doler.
Todo era perfecto.
Me sentía en absoluto y completo dominio de mis propias emociones.
Era la primera vez en seis meses.
Sonreí.
Y lo hice como no lo había hecho en todo este tiempo...
También cerré los ojos. Y de repente, cuando los abrí, el resplandor amarillo de unos faroles casi se me vino encima.
— ¡Isabella! —alguien grito y me arrastro fuera de la carretera.
El corazón me palpito sin frenos y el aire se me quedo atascado en los pulmones.
Rigo me apoyo en su pecho y me permitió llorar desconsolada porque una parte de mí se arrepentía de lo que había hecho.
—Estás bien... —susurro contra mi cabeza —. Estás bien, niña.
Pero no lo estaba, y supe que, a partir de ahora, difícilmente conseguiría estarlo.
Había cruzado una línea peligrosa.
Una a la que la mafia me había arrastrado y yo no era lo suficientemente fuerte como para huir de ella.
La mafia absorbía tu luz sin piedad. Y de la mía, ya no quedaba nada.
Me entregue a la obscuridad.
. . .
Era plenamente consciente del flujo de aire que se colaba por las ventanas del auto. Hacia frio y me titiritaban los labios, pero escuche a Rigo decir que era lo mejor para disuadir el efecto de la ketamina.
Otee las calleas mientras la madrugada se abría obscura y solemne.
Las calles desérticas.
Copos de nieve que se convertían en charcos de agua cuando tocaban el suelo.
Cuando volví la vista al frente, descubrí que Rigo me miraba a través del espejo retrovisor. Una parte de él estaba decepcionada, la otra si quiera era descifrable.
Evité el contacto porque no era capaz aguantar el peso de sus ojos y me hundí en el asiento trasero del auto hasta que llegamos a la mansión.
El portón eléctrico se abrió para nosotros y uno de los guardias compartió un asentimiento de cabeza con Rigo antes de permitirnos el acceso.
Sebastian y algunos de sus hombres esperaban en el primer peldaño de las escalinatas. Tenía las manos metidas dentro de los bolsillos de su pantalón y la mandíbula tiesa como una roca.
Sus ojos azules habían sido reemplazados por un tono más obscuro y la rabia protagonizaba el modo con el que me observaba.
Paso de mí a Rigo en un pestañeo. A su jefe de seguridad no le quedó más remedio que explicar lo que había sucedido.
—Encuéntralo. —ordeno con un tono de voz sereno pero que guardaba una rabia iracunda por todos lados. Volvió a mirarme — Tú y yo tendremos una conversación cuando esa porquería haya salido de tu sistema.
—Como diga, señor capo.
Entre a la casa sabiendo que su mirada me arañaría la espalda.
No tuve que haberme detenido al final de las escaleras y cometer el error de observarle. Una mirada errática, violenta. Los brazos tersos y la mandíbula ligeramente inclinada hacia arriba.
Tenía tantas ganas de gritar, y lo hizo.
Fue un clamor que incluso retumbo en las paredes de la mansión y me arrancó un estremecimiento.
Sebastian Las horas en el despacho se me habían antojado lentas y desesperantes. Eché un vistazo al reloj. Era pasada la madrugada cuando escuche el rumor de unos pasos antes de que Rigo apareciese por la puerta. No venia solo. Arrastraba consigo a un tipejo de no más de veinticinco años y el posible causante de que Isabella haya sucumbido en estupefacientes. Mi jefe de seguridad lo obligo a tomar asiento en la silla del otro lado del escritorio y el respondió mirándome con osadía. Tenía agallas, pero veríamos hasta donde le alcanzaba. Respire hondo y me incline hacia adelante. Los puños cerrados alrededor de la madera de mi escritorio. — ¿Qué tenemos aquí? —pregunte, al tiempo que Rigo me entregaba un sobre. Extraje el documento en su interior. Leonardo Basseli. Veinticinco años. Italiano de madre estadounidense y ex miembro de la organización de Chicago. —Cinco veces preso en lo que va de año por venta ilícita de droga e intento de violación a chicas de menos de veinte a
Bella Abrí los ojos. Desconocía el tiempo que había estado dormida pero ya era de día. Todavía nevaba y la neblina apenas dejaba entrever el horizonte. Su timidez se colaba por la ventana y hacía de la habitación un lugar frio y difícil de soportar. Me encogí dentro de las sábanas y oteé el exterior alrededor de una hora. Me dolía la cabeza, pero ese hecho no fue tan importante como el ahora terrorífico recordatorio de lo que había hecho la noche anterior. «Ketamina...» El hombre del bar llevaba razón cuando me dijo que los efectos de las píldoras conseguirían esfumarlo todo. Y así fue, al menos durante algunas horas, porque allí estaba de nuevo ese vacío estridente que se abría paso a arañazos a través de mi piel y azolaba de golpe. Era pasada la media mañana cuando decidí salir de la habitación. Al principio mis piernas no respondieron como me hubiese gustado. Tuve que aferrarme a la barandilla con fuerza porque no confiaba en
CarloEra como estar presenciando una puta película de acción mal dirigida.Detrás de ellos se desataba un caos que siquiera tenía pies ni cabeza. Lo que si era un hecho es que nuestros atacantes ambicionaban atraparnos ilesos, de lo contrario, mi hermana y Sebastian no hubiesen sobrevivido al encuentro cara a cara con aquellos esbirros.Greco ya había acordonado el ingreso a la mansión con un equipo de diez hombres mientras el resto arañaba tiempo para que ellos ingresaran.Rigo disparó a un hombre que se acercaba por la derecha de Sebastian mientras yo despejaba desde el lado opuesto.Disparé a quema ropa. En el pecho de uno. En el brazo de otro. Cabeza y piernas.El aliento no demoró en amontonárseme en la boca. Tampoco el corazón al latir como un loco sin frenos, pero eso era simplemente el resultado de una creciente adrenalina recorriéndome las venas.Al principio, si quiera pude enfocar la vista en cuantos eran, pero conforme los segundos se convertían en minutos, eran más de el
BellaEra yo quien nos había empujado a aquella situación tan vulnerable, y, aun así, él escogía la prudencia y el amor más grande para observarme.Nuestros labios se tocaban. Compartían el mismo aliento. Su corazón latiendo contra mi pecho, abrigando mis espasmos.Éramos uno mismo.No importaba cuanto la mafia decidiera interponerse. Al final del abismo, de ese obscuro y largo túnel que habíamos atravesado, solo éramos él y yo. Siempre.Me aferré sin limitaciones a su contacto.Mi mano entrelazada a la suya. Mi propio reflejo brillando a través de sus pupilas.Joder, siempre habíamos sido un equipo, ¿en qué momento nos olvidamos de eso?Me asaltaron las lágrimas. Sebastian contuvo las suyas para que las mías no se intensificaran. Pero no pude retenerlas. Ellas resbalaron por mis mejillas y yacieron en el surco de sus labios.—Deja de llorar, mi amor —susurró en mi boca. Limpiándome con el dorso de su mano y sonriendo probablemente para animarme.No era justo para él. No merecía su a
CarloNunca me había alegrado tanto de ver a mi hermano mayor como en ese segundo.Fue como estar reteniendo la respiración bajo al agua por mucho tiempo y sucumbir a la superficie por una bocanada de aliento.Gia respiró detrás de mi espalda. Todo nuestro equipo también lo hizo.Isabella fue la primera en lanzarse a los brazos de su hermano. Él la recibió como si hubiese estado anhelando ese contacto por décadas.Mauro no venía solo. Le acompañaba Analía a su derecha y un grupo de sus hombres de seguridad.Desde luego, el reencuentro se llenó de abrazos y jaleos. Albergó el cariño y el entusiasmo. Isabella, Gia y Analía se fundieron en un abrazo que casi les provocó las lágrimas. El resto de nosotros si quiera reparó en el pudor al momento de tocarnos.—Estás de regreso… —susurré ofuscado.Mauro me miró y acortó la distancia que nos separaba antes de lanzarse a por mí. No sabía cuan urgente resultaba ese contacto hasta que liberé todo el aire que había en mis pulmones y enterré la c
BellaCerré la puerta detrás de mí y permití que la oscuridad de la habitación me atrapara en sus paredes.Detrás había quedado el rumor de las voces y ahora me enfrentaba a la creciente sensación de escalofrío que me recorría el cuerpo entero. Tenía muchísimo calor, pero, al mismo tiempo, un frio terrible que calaba hasta mis huesos.Me estrujé los dedos de las manos hasta sentir que me hería, sin embargo, no era esa clase de dolor que no pudiese soportar, al contrario, aliviaba. Y me apartó por un segundo de esa urgente quemazón que recorría mis venas por la ausencia de los fármacos.Tragué saliva. El pecho subiendo y bajando. La boca seca y entreabierta en busca de aire para llenar mis pulmones.Me acerqué hasta el tocador. Clavé las palmas en el filo de la madera y me miré al espejo. La frente perlada en sudor. Los rastros de unas ojeras que perfilaban mi rostro y el terrible color gris de mis labios.Esta versión de mi estaba cargándose a toda la gente que quería. Si no luchaba c
Carlo Gia evitó preguntar a que se debió la visita de Greco en nuestra habitación cuando la timidez de unos débiles rayos de sol se pintaba en el horizonte. Se negó a mirarme porque pudo hacerse una clara idea de lo que significaba mi precipitación a la hora de vestirme y echar mano a mis cargadores y armas. Se dedicó en silencio al calmar los sollozos del pequeño Alessandro y a besar su frente en pos de recordarle que él estaba en su pecho, que ella era su lugar seguro y no debía tener miedo. Quizás el crio solo tenía hambre, pero ella insistía en regalarle palabras de cariño y aliento. Y aunque a mí en el pasado me hubiese parecido una tontería, no pude evitar sonreír. . . . Gia Carlo si quiera era consciente de que mis ojos estaban clavados en él mientras daba pecho a mi hijo. Bregaba con la corbata frente al espejo y fruncía el ceño de vez en cuando. Ese gesto tan particular se lo había heredado a Alessandro. Y aunque él insistía en que no se parecían en lo absoluto, a una p
BellaSebastian y yo nos despedimos en el garaje de la casa y no solo él le costó dejarme, sino que diez minutos atrapados en la boca del otro no fue suficiente, no cuando su despedida advertía algo realmente turbio.Algo más grande que él y yo.Algo más grande que lo que habíamos construido.—No quiero que te vayas —le había dicho aún pegada a sus labios.Manos entrelazadas.Él percibió la presencia de mis miedos y llevó nuestras manos a la altura de su corazón. Latiendo tan despacio que incluso me costó sentirlo.—Tengo que hacerlo —murmuró bajito—. Regresaré tan pronto como pueda y entonces te llenaré de besos hasta que digas basta.—Yo nunca tengo suficiente de tus besos.Lentamente, deslicé mis manos por su tórax, subí hacia sus hombros y descendí a través de la curva de sus brazos sabiendo que ese gesto le enloquecería.—Se lo que estás haciendo —contuvo el aliento un tanto desesperado.Sonreí descarada.— ¿Y lo estoy consiguiendo? —sonreí descarada.— ¡Joder Isabella Ferragni,