Bella
Abrí los ojos.
Desconocía el tiempo que había estado dormida pero ya era de día. Todavía nevaba y la neblina apenas dejaba entrever el horizonte. Su timidez se colaba por la ventana y hacía de la habitación un lugar frio y difícil de soportar.
Me encogí dentro de las sábanas y oteé el exterior alrededor de una hora. Me dolía la cabeza, pero ese hecho no fue tan importante como el ahora terrorífico recordatorio de lo que había hecho la noche anterior.
«Ketamina...»
El hombre del bar llevaba razón cuando me dijo que los efectos de las píldoras conseguirían esfumarlo todo. Y así fue, al menos durante algunas horas, porque allí estaba de nuevo ese vacío estridente que se abría paso a arañazos a través de mi piel y azolaba de golpe.
Era pasada la media mañana cuando decidí salir de la habitación. Al principio mis piernas no respondieron como me hubiese gustado. Tuve que aferrarme a la barandilla con fuerza porque no confiaba en mi propio equilibro.
Capte el rumor de unas voces por encima de un escalofriante silencio. Provenían desde el interior del despacho. Avance sin hacer ruido. Conforme me acercaba, el reconocimiento era más esclarecedor.
Era Sebastian... y no estaba solo.
Empuje la puerta. Fruncí el ceño.
Me asombro la rapidez con la que esa sensación amarga se derramo por mi garganta.
De todas las personas con las que hubiese podido toparme, no esperaba que fuese ella.
Sofía Caruso sobrevivió al atentado que habíamos sufrido en el bunker y estaba de pie en mi casa. No conforme con eso, su mano reposaba en una muy íntima muestra de afecto contra el pecho de Sebastian.
Nos miramos directo a los ojos.
Ella osada. Yo imperturbable.
Si quiera tuvo que sonreír para demostrar su evidente cinismo.
Por un instante, me sentí mareada, pero eso no evito que reparara en Sebastian y en su intento por hacer un poco más ameno aquel encontronazo.
Le salió fatal de los cojones. No quería a esa mujer en mi casa, mucho menos si insistía en aquel indiscreto coqueteo.
— ¿Qué hace ella aquí? —pregunte un tanto desconfiada.
El no respondió. Tampoco hizo el esfuerzo por evitar que yo imaginara. Me envió una mirada dolida y bastante reveladora.
Retrocedí un paso contra la puerta. El corazón acelerando sus latidos.
—Te he preguntado que hace ella aquí —insistí.
Pero el volvió a responder con silencio y agacho la cabeza para coger aire y atreverse a mirarme.
—Sofía se ha ofrecido a ayudar con tu problema de... —sus ojos titilaron, los míos amenazaron con empañarse de lágrimas.
Me contuve, y si por algún remoto caso decidía romperme, no lo haría frente a esa zorra. Erguí mis hombros en cambio.
—Dilo — le rete con una sonrisa incrédula —, vamos, dilo.
—Bella... —dio un paso al frente. Sofía percibiendo aquel desastroso debate.
— ¡Que lo digas! — Chille de pronto y lance al suelo los objetos que habían sobre la encimera — ¡¿crees que soy una jodida adicta?! ¡¿Eso crees?!
— ¡Isabella! —clamo, irritado.
— ¡¿Que?! —Le plante cara — ¡si estoy equivocada pídele que se largue de mi casa! Vamos, ¡quiero verte hacerlo!
Pero no lo hizo, y ese hecho solo se convirtió en un peso muy grande de decepción sobre mis hombros
—Eso creí —musite agotada.
—Escucha...
Negué con la cabeza y fue entonces cuando vi a Carlo sentado en uno de los sillones con la mirada oculta en el suelo.
Ahogue una exclamación.
— ¿Tú también eres parte de esto? —le mire destrozada, y a mi pesar, el me devolvió el contacto.
No respondió. Se limitó únicamente a un silencio esclarecedor.
— ¡Jodanse! —les señale y luego mire a Sofía —. Y tú, que patética te miras consolando a un hombre que no te pertenece.
Salí de allí dando un portazo.
Ahogue un jadeo y no repare en el torpe movimiento de mis piernas ni en la ausencia de aire en mis pulmones. Tampoco en el llanto que se abría camino a través de mi garganta o en los espasmos.
La puerta de la entrada se dibujaba inmensa e inalcanzable a unos metros de mí. Y aunque tuvo que haber sido fácil llegar hasta ella, no lo fue.
El cielo estaba más obscuro que nunca. Se había desatado una tormenta de nieve que advertía romper huesos y provocar entumecimiento, pero no me importo.
No me importo tanto como el pensamiento de no saber a dónde ir o que hacer.
Otee en la lejanía. Un tropel de guardias se dispersaba en el jardín.
—Señorita, Isabella... —Uno de ellos logro capturar mi atención.
Rápidamente, se quitó la chaqueta y la coloco por encima de mis hombros. No había caído en cuenta de que aun iba en pijama y descalza. Esto tampoco me importo.
Baje la escalinata y me eche a andar sobre la hierba húmeda.
Me extraño que abriesen el portón para mí, en otra ocasión hubiesen advertido a Sebastian primero, pero no le di importancia y seguí andando. Al menos hasta que escuche el rumor de unos neumáticos siguiéndome a una distancia prudente.
Basto ladear la cabeza para descubrirle detrás del volante. Su velocidad iba al ritmo de mis pasos, así que tuvo que acelerar un poco más cuando yo me eche a andar con más decisión.
Tenía los pies entumecidos y la nariz congelada.
—Sube al auto —su voz penetro en mis poros, pero no hice caso y seguí avanzando.
El frio era cada segundo más aniquilador y golpeaba en mis mejillas.
—Isabella, sube al auto o te subiré yo mismo. —esta vez, abrió la puerta del copiloto con el auto todavía en marcha. Hice caso omiso mientras la nieve se convertía en charco bajo la planta de mis pies descalzos—. ¡Joder!
Gruño antes de maniobrar el auto en la carretera y salir por la puerta convertido en un hombre enfurecido.
Nos destrozamos con osadía mirándonos fijamente el uno a la otra. El viento corría fuerte y movía sus mechones. También erizaba su piel.
El día apenas mostraba nada que no fuésemos nosotros a mitad de la carretera y con el peligro que ello conllevaba, pero a ninguno de los dos pareció importarle a insistimos en ese juego corrosivo de poder que terminaría por hacernos mucho daño.
—Sube al auto, Isabella... —comenzó a acercarse al tiempo que mis latidos se disparaban y retrocedía un paso. El noto mi postura y respiro hondo —. Al menos deja que te abrigue mejor, por favor.
—No me trates como una cría —gruñí en un susurro tembloroso.
Comenzaba a sentir la grieta en los labios.
Sebastian se detuvo a medio metro de distancia. Su aliento mezclándose con el mío a mitad de una neblina que pretendía engullirnos en cualquier segundo.
—Si te empeñas en comportarte como una, voy a tratarte como tal —respondió crudo —, así que entra al auto y no me obligues a ser alguien que no soy contigo.
—Quizás siempre lo has sido, ¿no? —Sonreí cínica — solo estabas esperando a convertirte en capo para demostrarlo y controlarlo todo.
— ¿Piensas que quiero controlarte? —me miro enardecido —. ¿Piensas que yo, que he peleado tu libertad quiero controlarte?
— ¡Y te vanaglorias en ello! —grite —. ¡El gran capo de la mafia salvando a la pobre e indefensa Isabella!
Sus ojos adoptaron una mueca de destrozo y tristeza.
—Basta, por favor… —susurro y se acercó en un intento desesperado por alcanzar mi rostro.
No sé a quién de los dos le dolió mas el rechazo, pero de lo que si podía estar segura era de que el daño que esto estaba causando era crudo y real.
Tan real como mis espasmos. Tan real como sus miedos.
—Necesitas parar —continuo acercándose— necesitas dejar que me preocupe por ti.
Negué con la cabeza.
—No —sollocé—, no tienes que hundirte conmigo. No te arrastres a esto, por favor.
—Deja que sea yo quien tome mis propias decisiones. —susurro agotado.
—Tus decisiones harán que te hundas conmigo, y no lo permitiré.
Eche a correr con todas mis fuerzas en la dirección opuesta sabiendo que el haría todo para alcanzarme.
. . .
Gia
El frio alcanzo incluso partes de mi cuerpo que estaban bajo gruesos centímetros de tela, pero no me importo. Empuje la puerta y me lance al jardín sin saber que pronto me detendría de súbito.
El cuerpo de Isabella atrapado entre los brazos de un Sebastian que sufría del mismo modo que ella. Y aunque todos los que estábamos allí éramos testigos de la fuerza de su amor, también lo éramos del declive de estos últimos meses.
Habían comenzado un escalofriante forcejeo el uno contra la otra y del que solo Sebastian tenía control. Se estaban haciendo daño con las palabras. Se gritaban cosas que pronto abrirían heridas profundas. Por un instante fue difícil creer que alguna vez se habían amado con locura.
Luego de tanto. Luego de mucho, Isabella se dejó vencer en los brazos de su hombre. Fue como si de pronto las fuerzas se le hubiesen agotado. Advertí la resignación. El agotamiento físico y mental. Advertí la desolación personificada en cada uno de ellos.
— ¡No puedo más! — clamó aferrada a la chaqueta de Sebastian.
Casi me pareció verla rodeada de un ente que la absorbía sin misericordia alguna, como si le hubiese robado el control y la autoridad sobre sí misma.
Ella hundió el rostro en su pecho, y basto mirar a Sebastian para saber que él no tenía si quiera idea de qué hacer con tanto.
De repente, me recorrió un impulso por querer intervenir y aligerar su carga, pero nunca esperabas que las cosas tomasen un rumbo más turbio.
Esto era la mafia, y, de alguna forma u otra, ella se interponía indestructible y astuta.
Se escuchó un disparo que apenas y nos dejó tiempo a reaccionar.
Temblé.
La ráfaga de nieve insistió con osadía. El tropel de guardias en la mansión preparados para lo que fuese.
No lo esperé tan fuerte y decidido, tan audaz y dispuesto a protegerme como la primera vez. Carlo se abalanzo encima de mí y me cubrió con su cuerpo mientras me empujaba al interior de la casa.
Mis ojos se abrieron escandalizados por encima de su hombro al percibir que Isabella y Sebastian y estaban muy lejos de nosotros.
Sería muy fácil para los atacantes llegar hasta ellos, más ahora que acababa de desmayarse contra el torso de Sebastian.
— ¡Isabella! —chille por encima del rumor de la balacera que se había desatado para ese segundo.
— ¡Enzo, a la habitación de pánico, ahora! — Carlo me empujo contra el pecho de nuestro buen amigo al tiempo que sacaba su arma de la cinturilla de su pantalón y se preparaba para atacar.
Yo forcejee histérica porque todavía no sabía cómo reaccionar en momentos tan decisivos como esos. En los que mi gente se exponía el peligro y yo nunca tenia opciones a defenderles.
Carlo soltó una maldición antes de cogerme del rostro y empujarme con delicadeza hacia la pared más cercana. Sus pupilas se clavaron en las mías y casi pude entrever el desastre que se formaría a través de ellas.
— ¡Escúchame, escúchame! —apoyo su frente contra la mía. El filo de su pistola rozando mi sien—. Tienes que buscar al niño e ir a la habitación de pánico, ¿de acuerdo?
« ¡Dios mío… mi hijo! » sentí como el corazón se empujaba desenfrenado contra mi caja torácica.
—Enzo, guíala.
Pero yo si quiere espere que lo hiciera y me abalancé hacia las escaleras.
El llanto de mi bebé.
Isabella inconsciente.
Carlo muy lejos de alcanzarlos.
La mafia más viva y reacia que nunca.
Mi desesperación.
CarloEra como estar presenciando una puta película de acción mal dirigida.Detrás de ellos se desataba un caos que siquiera tenía pies ni cabeza. Lo que si era un hecho es que nuestros atacantes ambicionaban atraparnos ilesos, de lo contrario, mi hermana y Sebastian no hubiesen sobrevivido al encuentro cara a cara con aquellos esbirros.Greco ya había acordonado el ingreso a la mansión con un equipo de diez hombres mientras el resto arañaba tiempo para que ellos ingresaran.Rigo disparó a un hombre que se acercaba por la derecha de Sebastian mientras yo despejaba desde el lado opuesto.Disparé a quema ropa. En el pecho de uno. En el brazo de otro. Cabeza y piernas.El aliento no demoró en amontonárseme en la boca. Tampoco el corazón al latir como un loco sin frenos, pero eso era simplemente el resultado de una creciente adrenalina recorriéndome las venas.Al principio, si quiera pude enfocar la vista en cuantos eran, pero conforme los segundos se convertían en minutos, eran más de el
BellaEra yo quien nos había empujado a aquella situación tan vulnerable, y, aun así, él escogía la prudencia y el amor más grande para observarme.Nuestros labios se tocaban. Compartían el mismo aliento. Su corazón latiendo contra mi pecho, abrigando mis espasmos.Éramos uno mismo.No importaba cuanto la mafia decidiera interponerse. Al final del abismo, de ese obscuro y largo túnel que habíamos atravesado, solo éramos él y yo. Siempre.Me aferré sin limitaciones a su contacto.Mi mano entrelazada a la suya. Mi propio reflejo brillando a través de sus pupilas.Joder, siempre habíamos sido un equipo, ¿en qué momento nos olvidamos de eso?Me asaltaron las lágrimas. Sebastian contuvo las suyas para que las mías no se intensificaran. Pero no pude retenerlas. Ellas resbalaron por mis mejillas y yacieron en el surco de sus labios.—Deja de llorar, mi amor —susurró en mi boca. Limpiándome con el dorso de su mano y sonriendo probablemente para animarme.No era justo para él. No merecía su a
CarloNunca me había alegrado tanto de ver a mi hermano mayor como en ese segundo.Fue como estar reteniendo la respiración bajo al agua por mucho tiempo y sucumbir a la superficie por una bocanada de aliento.Gia respiró detrás de mi espalda. Todo nuestro equipo también lo hizo.Isabella fue la primera en lanzarse a los brazos de su hermano. Él la recibió como si hubiese estado anhelando ese contacto por décadas.Mauro no venía solo. Le acompañaba Analía a su derecha y un grupo de sus hombres de seguridad.Desde luego, el reencuentro se llenó de abrazos y jaleos. Albergó el cariño y el entusiasmo. Isabella, Gia y Analía se fundieron en un abrazo que casi les provocó las lágrimas. El resto de nosotros si quiera reparó en el pudor al momento de tocarnos.—Estás de regreso… —susurré ofuscado.Mauro me miró y acortó la distancia que nos separaba antes de lanzarse a por mí. No sabía cuan urgente resultaba ese contacto hasta que liberé todo el aire que había en mis pulmones y enterré la c
BellaCerré la puerta detrás de mí y permití que la oscuridad de la habitación me atrapara en sus paredes.Detrás había quedado el rumor de las voces y ahora me enfrentaba a la creciente sensación de escalofrío que me recorría el cuerpo entero. Tenía muchísimo calor, pero, al mismo tiempo, un frio terrible que calaba hasta mis huesos.Me estrujé los dedos de las manos hasta sentir que me hería, sin embargo, no era esa clase de dolor que no pudiese soportar, al contrario, aliviaba. Y me apartó por un segundo de esa urgente quemazón que recorría mis venas por la ausencia de los fármacos.Tragué saliva. El pecho subiendo y bajando. La boca seca y entreabierta en busca de aire para llenar mis pulmones.Me acerqué hasta el tocador. Clavé las palmas en el filo de la madera y me miré al espejo. La frente perlada en sudor. Los rastros de unas ojeras que perfilaban mi rostro y el terrible color gris de mis labios.Esta versión de mi estaba cargándose a toda la gente que quería. Si no luchaba c
Carlo Gia evitó preguntar a que se debió la visita de Greco en nuestra habitación cuando la timidez de unos débiles rayos de sol se pintaba en el horizonte. Se negó a mirarme porque pudo hacerse una clara idea de lo que significaba mi precipitación a la hora de vestirme y echar mano a mis cargadores y armas. Se dedicó en silencio al calmar los sollozos del pequeño Alessandro y a besar su frente en pos de recordarle que él estaba en su pecho, que ella era su lugar seguro y no debía tener miedo. Quizás el crio solo tenía hambre, pero ella insistía en regalarle palabras de cariño y aliento. Y aunque a mí en el pasado me hubiese parecido una tontería, no pude evitar sonreír. . . . Gia Carlo si quiera era consciente de que mis ojos estaban clavados en él mientras daba pecho a mi hijo. Bregaba con la corbata frente al espejo y fruncía el ceño de vez en cuando. Ese gesto tan particular se lo había heredado a Alessandro. Y aunque él insistía en que no se parecían en lo absoluto, a una p
BellaSebastian y yo nos despedimos en el garaje de la casa y no solo él le costó dejarme, sino que diez minutos atrapados en la boca del otro no fue suficiente, no cuando su despedida advertía algo realmente turbio.Algo más grande que él y yo.Algo más grande que lo que habíamos construido.—No quiero que te vayas —le había dicho aún pegada a sus labios.Manos entrelazadas.Él percibió la presencia de mis miedos y llevó nuestras manos a la altura de su corazón. Latiendo tan despacio que incluso me costó sentirlo.—Tengo que hacerlo —murmuró bajito—. Regresaré tan pronto como pueda y entonces te llenaré de besos hasta que digas basta.—Yo nunca tengo suficiente de tus besos.Lentamente, deslicé mis manos por su tórax, subí hacia sus hombros y descendí a través de la curva de sus brazos sabiendo que ese gesto le enloquecería.—Se lo que estás haciendo —contuvo el aliento un tanto desesperado.Sonreí descarada.— ¿Y lo estoy consiguiendo? —sonreí descarada.— ¡Joder Isabella Ferragni,
AnalíaSofía Caruso era la clase de mujer que no perdía el temperamento con demasiada facilidad, quizás por eso se obligó a si misma a convertir las manos en dos puños muy apretados cuando Sebastian la dejó plantada a mitad de la explanada cuando le hizo bajar la ventanilla del auto por una innecesaria despedida.La conocía desde la universidad, dos años mayor que yo en la carrera de medicina. Su ambición no solo la empujó a obtener un máster, sino a relacionarse estrechamente con los hombres poderosos de la élite gracias a su lazo sanguíneo con un corrupto y famoso fiscal de roma.Que tuviese sus ojos puestos en Sebastian no me preocupaba, sino lo que estaría dispuesta a hacer para conseguir sus objetivos.La Caruso entró al salón y subió las escaleras sabiéndose observada por todos los que allí estábamos.El resto nos quedamos allí fuera, contemplando el angustiante vacío que dejaba. Y aunque ninguna de las mujeres supiéramos que era lo que realmente estaba pasando y hacia donde se
Carlo Fui el primero en abrir fuego a nuestros enemigos, y aunque me llevé a unos cuantos de ellos de por medio, la diferencia en números era bastante notable. Tanto, que si quiera tuve la oportunidad de cruzar la verja y llegar hasta un Sebastian que sometían y empujaban hasta la salida de emergencia del teatro. Fabiano Calderone me miró en la distancia con una sonrisa repulsiva y delirante. El hijo de puta había advertido cada uno de nuestros movimientos y por eso se había preparado de un modo en el que gozaba de una ventaja absoluta. Disparé a un esbirro mientras Greco y otro de nuestros hombres cubrían mi entrada. Me recargué contra uno de los pilares e hice dos pequeños cálculos del tiempo que me tomaría en llegar hasta ellos por diferentes vías. En ninguna de las dos conseguía salvar a mi amigo… Pero lo intentaría. Lo haría por él y por mi hermana, porque su existencia era tan necesaria en nuestras vidas como el aire que respirábamos. Greco también estaba dispuesto a todo,