Sebastian
Las horas en el despacho se me habían antojado lentas y desesperantes.
Eché un vistazo al reloj. Era pasada la madrugada cuando escuche el rumor de unos pasos antes de que Rigo apareciese por la puerta.
No venia solo.
Arrastraba consigo a un tipejo de no más de veinticinco años y el posible causante de que Isabella haya sucumbido en estupefacientes.
Mi jefe de seguridad lo obligo a tomar asiento en la silla del otro lado del escritorio y el respondió mirándome con osadía.
Tenía agallas, pero veríamos hasta donde le alcanzaba.
Respire hondo y me incline hacia adelante. Los puños cerrados alrededor de la madera de mi escritorio.
— ¿Qué tenemos aquí? —pregunte, al tiempo que Rigo me entregaba un sobre.
Extraje el documento en su interior.
Leonardo Basseli. Veinticinco años. Italiano de madre estadounidense y ex miembro de la organización de Chicago.
—Cinco veces preso en lo que va de año por venta ilícita de droga e intento de violación a chicas de menos de veinte años. Interesante —me incliné hasta él y sonreí con descaro— pero persuadiste a la chica equivocada y eso tiene un precio.
¡Y por supuesto que lo tenía!
—Ella me lo pidió —farfullo en un gruñido.
La ira se me amontono de inmediato en la boca y ese sentimiento procuraba ser mucho más denso y peligroso que el odio.
Podías odiar a cualquiera, pero ira te llevaba a hacer cosas de las que probablemente al final de la noche no te sentirías orgulloso.
Pero yo era mafia. Era poder y era capo.
No había remordimiento en ninguno de mis acciones.
—Yo no estoy tan seguro de eso. —mire a Rigo.
Los tres supimos lo que sucedería a continuación.
Leonardo Basseli comenzó un forcejo con Rigo cuando lo hinco sobre sus rodillas y me entrego un arma. Saque el silenciador de uno de los cajones y lo enrosque a la pistola.
El hombre clamo piedad en silencio y eso si quiera basto.
Apunte su frente y apreté el gatillo antes de que el cuerpo se desparramara inerte contra el piso.
—Envía a un hombre a que se deshaga del cuerpo.
—En seguida, jefe.
Oteé la ventana y la fina capa de nieve que se amontonaba en el alfeizar.
Suspiré.
. . .
Una cortina de luz anaranjada iluminaba la habitación desde el interior del baño cuando entre.
Estaba despierta. Pensé, y me pudo más la inquietud y esa creciente sensación de asfixia que comenzaba en el pecho y se extendía por todo mi cuerpo.
Me quite los zapatos en el vestíbulo de la habitación y me deshice del nudo de la corbata porque sentía que terminaría por ahogarme en cualquier momento.
Cerré detrás de mí con mucho cuidado y avance hasta el hilo de luz. Me asome. Isabella estaba en la tina y tenía los brazos alrededor de sus piernas recogidas. El cabello húmedo y pegado a la espalda.
Aquella postura enmarcaba soledad y agotamiento.
Por un segundo, imagine como se sentiría perderla, pero el sentimiento no era tan destructivo como saber que ella se estaba perdiendo a sí misma y no había nada que yo pudiese hacer al respecto si insistía en poner esta enorme barrera en medio de nosotros.
Nada era peor que caer al abismo y no saber cómo escapar de él.
. . .
Bella
Mi cuerpo se estremeció bajo la mirada atenta de Sebastian.
Compartir el mismo espacio con él se había convertido quizá en una batalla silenciosa que ninguno de los dos había querido iniciar. Se suponía que vivir bajo el mismo techo era el final feliz a nuestra historia de amor, pero no fue así, fue todo lo contrario.
Y dolía...
Dolía muchísimo, porque a pesar de todo, no habíamos contemplado la posibilidad de dejarnos de amar.
Su maravillosa postura se hinco de rodillas junto a la tina. Yo si quiera me inmute o rechace su compañía. Debajo de toda esta capa de desolación y miedos, el amor insistía.
La luz del jardín entro por la ventana del baño y provoco que su presencia se iluminara más espectacular de lo que ya era.
¡Dios mío...era tan jodidamente atractivo...y era mío! ¡Todo de él gritaba mi nombre! ¡Todo de él ansiaba probarme como esos días en Sicilia!
Habíamos hecho el amor cuando el sol se ocultaba y se ponía. En la playa. En la arena. En la terraza. Incluso en el parqueadero. Con un cielo encapotado de estrellas y cuando se pintaba de gris también... ¿Por qué simplemente no habíamos podido volver a ese tiempo?
¿Por qué infiernos los estragos del pasado seguían interponiéndose?
Trague la saliva.
Para ese punto, los rastros de la ketamina habían conseguido disparar todas mis necesidades más primitivas.
Escuche sus latidos.
Inhale su aroma y bebí de esa mágica energía masculina que solo podía emanar de sus poros.
Cerré los ojos al notar la caricia de sus dedos apartando los mechones de mi cabello a un lado.
Comenzó como una descarga eléctrica en mi columna vertebral. Luego se extendió tímida hasta el centro de mi vientre.
Ahogue un jadeo.
Su aliento pegado a mi nuca. Su absoluta presencia tratando de reducir la influencia de aquella salvaje decisión que había tomado.
—Te expusiste a un peligro innecesario, lo sabes, ¿verdad? —su voz se derramo lenta por mi cuello.
—Y supongo que tú te encargaste de corregir mis errores.
No pretendía hablarle de aquel modo, no estaba en posición de hacerlo, pero esa parte rebelde de mi insistía en manifestarse de cualquier modo.
Si esto acababa, sería mi jodida culpa. No tendría derecho a redimirme o suplicar clemencia.
Clavé la mirada en el agua y en como mi cuerpo desnudo se escondía bajo un remiendo de espuma y sal marina
Sebastian cogió el estropajo y comenzó a frotar mi espalda. Me ericé, y ese hecho pareció enloquecerle por su segundo.
Sus dedos escalaron con timidez hasta mi cuello. Yo me encogí un poco más porque su tacto era ese único lugar seguro al que me aferraba cuando todo se ponía muy mal.
Si, era egoísta. Estaba mostrándole una versión de mí que él no merecía.
—Mírame —me pidió, y yo obedecí sabiendo lo mucho que me costaría hacerlo.
El contacto fue tan desolador como intenso.
Contuve el aliento.
El me oteo con muchísima nostalgia al tiempo que su mano ahuecaba mi mejilla. No pude evitar que los ojos se me empañaran por el simple hecho de estar sintiendo su piel contra la mía.
—Te amo, ¿eres consciente de cuánto?
Descubrí que él también tenía tantas ganas de llorar como yo.
Por mí, por él, por nosotros... por el inmenso amor que sabíamos que sentíamos por el otro.
—Lo siento... —gimotee — yo no quería arrastrarnos a esto. Lo siento tanto.
—Ven aquí —dijo, y me empujo contra su pecho importándole poco que lo empapase de agua.
— ¿No me odias? —pregunte en un jadeo.
—Nunca podría, mi amor.
Me beso la frente, y luego busco el calor que solo podía ofrecerle mi boca.
Nunca había temblado con el sabor de sus besos como en ese instante. El contacto de sus labios contra los míos era suave y áspero al mismo tiempo. Era delicioso. Dulce y amargo.
Engullí su boca con desesperación. Sebastian correspondió a aquel arrebato un tanto tímido y desconfiado. Me enrosqué a su lengua como si hubiésemos estado hechos el uno para la otra y comencé a deshacerme de los primeros botones de su camisa.
—Bella, no... —gimió a un palmo de mi aliento.
—Por favor... —suplique — te necesito.
Pero el envolvió sus manos alrededor de mis muñecas y se alejó con el aliento entrecortado. Le mire confundida. Desilusionada.
—No así... —murmuro asfixiado —, no voy a tocarte hasta que estés desintoxicada.
Entonces se fue, y me dejo con una estela de pesadumbre en el pecho.
Bella Abrí los ojos. Desconocía el tiempo que había estado dormida pero ya era de día. Todavía nevaba y la neblina apenas dejaba entrever el horizonte. Su timidez se colaba por la ventana y hacía de la habitación un lugar frio y difícil de soportar. Me encogí dentro de las sábanas y oteé el exterior alrededor de una hora. Me dolía la cabeza, pero ese hecho no fue tan importante como el ahora terrorífico recordatorio de lo que había hecho la noche anterior. «Ketamina...» El hombre del bar llevaba razón cuando me dijo que los efectos de las píldoras conseguirían esfumarlo todo. Y así fue, al menos durante algunas horas, porque allí estaba de nuevo ese vacío estridente que se abría paso a arañazos a través de mi piel y azolaba de golpe. Era pasada la media mañana cuando decidí salir de la habitación. Al principio mis piernas no respondieron como me hubiese gustado. Tuve que aferrarme a la barandilla con fuerza porque no confiaba en
CarloEra como estar presenciando una puta película de acción mal dirigida.Detrás de ellos se desataba un caos que siquiera tenía pies ni cabeza. Lo que si era un hecho es que nuestros atacantes ambicionaban atraparnos ilesos, de lo contrario, mi hermana y Sebastian no hubiesen sobrevivido al encuentro cara a cara con aquellos esbirros.Greco ya había acordonado el ingreso a la mansión con un equipo de diez hombres mientras el resto arañaba tiempo para que ellos ingresaran.Rigo disparó a un hombre que se acercaba por la derecha de Sebastian mientras yo despejaba desde el lado opuesto.Disparé a quema ropa. En el pecho de uno. En el brazo de otro. Cabeza y piernas.El aliento no demoró en amontonárseme en la boca. Tampoco el corazón al latir como un loco sin frenos, pero eso era simplemente el resultado de una creciente adrenalina recorriéndome las venas.Al principio, si quiera pude enfocar la vista en cuantos eran, pero conforme los segundos se convertían en minutos, eran más de el
BellaEra yo quien nos había empujado a aquella situación tan vulnerable, y, aun así, él escogía la prudencia y el amor más grande para observarme.Nuestros labios se tocaban. Compartían el mismo aliento. Su corazón latiendo contra mi pecho, abrigando mis espasmos.Éramos uno mismo.No importaba cuanto la mafia decidiera interponerse. Al final del abismo, de ese obscuro y largo túnel que habíamos atravesado, solo éramos él y yo. Siempre.Me aferré sin limitaciones a su contacto.Mi mano entrelazada a la suya. Mi propio reflejo brillando a través de sus pupilas.Joder, siempre habíamos sido un equipo, ¿en qué momento nos olvidamos de eso?Me asaltaron las lágrimas. Sebastian contuvo las suyas para que las mías no se intensificaran. Pero no pude retenerlas. Ellas resbalaron por mis mejillas y yacieron en el surco de sus labios.—Deja de llorar, mi amor —susurró en mi boca. Limpiándome con el dorso de su mano y sonriendo probablemente para animarme.No era justo para él. No merecía su a
CarloNunca me había alegrado tanto de ver a mi hermano mayor como en ese segundo.Fue como estar reteniendo la respiración bajo al agua por mucho tiempo y sucumbir a la superficie por una bocanada de aliento.Gia respiró detrás de mi espalda. Todo nuestro equipo también lo hizo.Isabella fue la primera en lanzarse a los brazos de su hermano. Él la recibió como si hubiese estado anhelando ese contacto por décadas.Mauro no venía solo. Le acompañaba Analía a su derecha y un grupo de sus hombres de seguridad.Desde luego, el reencuentro se llenó de abrazos y jaleos. Albergó el cariño y el entusiasmo. Isabella, Gia y Analía se fundieron en un abrazo que casi les provocó las lágrimas. El resto de nosotros si quiera reparó en el pudor al momento de tocarnos.—Estás de regreso… —susurré ofuscado.Mauro me miró y acortó la distancia que nos separaba antes de lanzarse a por mí. No sabía cuan urgente resultaba ese contacto hasta que liberé todo el aire que había en mis pulmones y enterré la c
BellaCerré la puerta detrás de mí y permití que la oscuridad de la habitación me atrapara en sus paredes.Detrás había quedado el rumor de las voces y ahora me enfrentaba a la creciente sensación de escalofrío que me recorría el cuerpo entero. Tenía muchísimo calor, pero, al mismo tiempo, un frio terrible que calaba hasta mis huesos.Me estrujé los dedos de las manos hasta sentir que me hería, sin embargo, no era esa clase de dolor que no pudiese soportar, al contrario, aliviaba. Y me apartó por un segundo de esa urgente quemazón que recorría mis venas por la ausencia de los fármacos.Tragué saliva. El pecho subiendo y bajando. La boca seca y entreabierta en busca de aire para llenar mis pulmones.Me acerqué hasta el tocador. Clavé las palmas en el filo de la madera y me miré al espejo. La frente perlada en sudor. Los rastros de unas ojeras que perfilaban mi rostro y el terrible color gris de mis labios.Esta versión de mi estaba cargándose a toda la gente que quería. Si no luchaba c
Carlo Gia evitó preguntar a que se debió la visita de Greco en nuestra habitación cuando la timidez de unos débiles rayos de sol se pintaba en el horizonte. Se negó a mirarme porque pudo hacerse una clara idea de lo que significaba mi precipitación a la hora de vestirme y echar mano a mis cargadores y armas. Se dedicó en silencio al calmar los sollozos del pequeño Alessandro y a besar su frente en pos de recordarle que él estaba en su pecho, que ella era su lugar seguro y no debía tener miedo. Quizás el crio solo tenía hambre, pero ella insistía en regalarle palabras de cariño y aliento. Y aunque a mí en el pasado me hubiese parecido una tontería, no pude evitar sonreír. . . . Gia Carlo si quiera era consciente de que mis ojos estaban clavados en él mientras daba pecho a mi hijo. Bregaba con la corbata frente al espejo y fruncía el ceño de vez en cuando. Ese gesto tan particular se lo había heredado a Alessandro. Y aunque él insistía en que no se parecían en lo absoluto, a una p
BellaSebastian y yo nos despedimos en el garaje de la casa y no solo él le costó dejarme, sino que diez minutos atrapados en la boca del otro no fue suficiente, no cuando su despedida advertía algo realmente turbio.Algo más grande que él y yo.Algo más grande que lo que habíamos construido.—No quiero que te vayas —le había dicho aún pegada a sus labios.Manos entrelazadas.Él percibió la presencia de mis miedos y llevó nuestras manos a la altura de su corazón. Latiendo tan despacio que incluso me costó sentirlo.—Tengo que hacerlo —murmuró bajito—. Regresaré tan pronto como pueda y entonces te llenaré de besos hasta que digas basta.—Yo nunca tengo suficiente de tus besos.Lentamente, deslicé mis manos por su tórax, subí hacia sus hombros y descendí a través de la curva de sus brazos sabiendo que ese gesto le enloquecería.—Se lo que estás haciendo —contuvo el aliento un tanto desesperado.Sonreí descarada.— ¿Y lo estoy consiguiendo? —sonreí descarada.— ¡Joder Isabella Ferragni,
AnalíaSofía Caruso era la clase de mujer que no perdía el temperamento con demasiada facilidad, quizás por eso se obligó a si misma a convertir las manos en dos puños muy apretados cuando Sebastian la dejó plantada a mitad de la explanada cuando le hizo bajar la ventanilla del auto por una innecesaria despedida.La conocía desde la universidad, dos años mayor que yo en la carrera de medicina. Su ambición no solo la empujó a obtener un máster, sino a relacionarse estrechamente con los hombres poderosos de la élite gracias a su lazo sanguíneo con un corrupto y famoso fiscal de roma.Que tuviese sus ojos puestos en Sebastian no me preocupaba, sino lo que estaría dispuesta a hacer para conseguir sus objetivos.La Caruso entró al salón y subió las escaleras sabiéndose observada por todos los que allí estábamos.El resto nos quedamos allí fuera, contemplando el angustiante vacío que dejaba. Y aunque ninguna de las mujeres supiéramos que era lo que realmente estaba pasando y hacia donde se