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6. Un reencuentro nostálgico

Carlo

Nunca me había alegrado tanto de ver a mi hermano mayor como en ese segundo.

Fue como estar reteniendo la respiración bajo al agua por mucho tiempo y sucumbir a la superficie por una bocanada de aliento.

Gia respiró detrás de mi espalda. Todo nuestro equipo también lo hizo.

Isabella fue la primera en lanzarse a los brazos de su hermano. Él la recibió como si hubiese estado anhelando ese contacto por décadas.

Mauro no venía solo. Le acompañaba Analía a su derecha y un grupo de sus hombres de seguridad.

Desde luego, el reencuentro se llenó de abrazos y jaleos. Albergó el cariño y el entusiasmo. Isabella, Gia y Analía se fundieron en un abrazo que casi les provocó las lágrimas.  El resto de nosotros si quiera reparó en el pudor al momento de tocarnos.

—Estás de regreso… —susurré ofuscado.

Mauro me miró y acortó la distancia que nos separaba antes de lanzarse a por mí. No sabía cuan urgente resultaba ese contacto hasta que liberé todo el aire que había en mis pulmones y enterré la cara en su hombro.

—He venido a ocupar mi papel de hermano mayor y sacarte de todos los problemas en los que te metes.

Sonreí y compartimos aquel abrazo un instante más. Al menos hasta que Alessandro comenzara a llorar y mi hermano irguiera los hombros de súbito.

. . .

Gia

Temblé. Y lo hice bajo la mirada húmeda de Mauro.

Era la primera vez que veía a su hijo en persona. Desde que dejó roma, no se le permitió el ingreso por culpa de una investigación que estaba abierta en su contra y en la que se le relacionaba estrechamente con el narcotráfico.

Sin embargo, eso no evitó que hubiese podido estar presente el día del parto gracias a una video llamada que realizó Isabella y de la que Carlo no pudo hacerse cargo porque mis diez centímetros de dilatación por poco y le provocaban el desmayo.

Mauro se acercó a paso tímido, como si dudara. Dejé que mis dedos alcanzaran su mejilla al tiempo que su aliento se entrecortaba.

— ¿Quieres cargarlo? —pregunté bajito.

Él asintió. Todos allí contemplamos la escena como un momento muy hermoso. Incluso a Enzo se le asomaron un par de lágrimas que intentó ocultar del resto.

Su prestigio de macho pecho peludo no podía ser descubierto, así que le guiñé un ojo y le aseguré en silencio que su secreto estaría a salvo conmigo.

Volví la mirada a Mauro sabiéndome con los ojos enrojecidos y el corazón latiéndome en la garganta. Aquella era la imagen que lo convertía en padre.

En uno honorable y protector. Besó la frente de nuestro hijo con una delicadeza que parecía incluso tierna, como si tuviese miedo de romperle. Le acarició las mejillas y la nariz con el filo de sus dedos. Le susurró algo ninguno de nosotros alcanzó a escuchar pero que parecía la muestra de amor más grande del mundo.

Entonces levantó la mirada. Aun con la vista empañada y las emociones a flor de piel, cogió mi mano y depositó un pequeño beso en el dorso.

—Gracias por darme la oportunidad de convertirme en padre, Gia — me estremecí.

Y sentí un increíble confort solo de saber que mi hijo seria amado.

Alessandro Ferragni era nuestro futuro. El futuro de la mafia.

—Chicos, lamento ser yo quien los interrumpa, pero debemos subir... —dijo Rigo al tiempo que oteaba la notificación que entraba a su dispositivo—. Se acercan seis suburban al perímetro y apenas he conseguido localizar a los refuerzos. Tardaran en llegar.

— ¡Bien… a evacuar, ya! — ordenó Sebastian antes de que todos nos pusiéramos en marcha.

. . .

Bella

« Desastre…»

Esa era la única palabra con la que ahora mismo podría describir la mansión. Había una turba de hombre replegados por el piso y el increíble olor a sangre y pólvora aun palpaba en las paredes.

Caminé por entre los huecos que había en medio de un cuerpo y otro. Por un instante, tuve un recuerdo nítido de los meses anteriores.

Mafia. Sangre. Muerte.

Había sido el resultado de una fatídica lucha por el poder. Una que había provocado la caída de muchos y el levantamiento de otros.

El escenario en el jardín no era menos aterrador que el interior, por eso tuve una fuerte sacudida que Sebastian consiguió disuadir al entrelazar su mano a la mía.

 — ¿Estás bien? —preguntó atento a mi mirada

—Te mentiría si dijera que sí —respondí con el aliento amontonado en la boca.

— Tenemos que dejar la mansión ahora, ¿vale?

Asentí. Un instante después, apareció Luigi por detrás de la espalda de Sebastian.

—Jefe, ¿Cómo procedemos?

—Debemos esperar y atacar —la voz de Carlo resonó por encima del fuerte escalofrío que me provocó su sugerencia.

Traía un par de cargadores y armas. El resto de los hombros estaban a la expectativa de la decisión final.

Sebastian le miró.

—No podemos atacar si no sabemos a quienes nos enfrentamos.

— No me importa —rugió, furioso. Muy dispuesto a lo que sea—. Han puesto la vida de mi mujer y la de Alessandro en peligro. No me pidas que no actúe en consecuencia.

Sebastian suspiró y le cogió del rostro. Ambos se miraron con fijeza.

—Mírame y escúchame —mi hermano obedeció con la mirada empañada de pura rabia—. No tenemos un plan confeccionado para atacar, lo sabes. Lo más sabio que podemos hacer en este caso es retirarnos.

—Estás hablando de capitular

—No. Estoy hablando de proteger a nuestra gente —Sebastian oteó a cada uno de sus hombres con una autoridad que probablemente les había causado estremecimientos—. No vamos a perder a nadie esta noche por actuar en consecuencia de la rabia y un enfrentamiento improvisado. Saldremos de aquí y trazaremos un plan que no nos ponga en desventaja. Pero atacaremos y les haremos pagar por esto.

— ¿Lo prometes?

—Lo prometo

Carlo bajó la mirada y se entregó al abrazo que su amigo estaba ofreciéndole. En el pasado hubiese sido difícil creer que el Ferragni se dejara hacer de las órdenes de alguien más. Su arrogancia y su ego no se lo hubiesen permitido.

Pero la influencia que había conseguido Sebastian sobre él era tan admirable que todos enmudecimos.

Nos esperaban cinco autos blindados en la entrada de la mansión. Greco, Rigo y Mauro se hicieron de los tres primeros mientras el resto ocupábamos los dos últimos.

Nos dirigíamos al hogar de los Mancini. El lugar que había visto crecer a Sebastian y en el que yo había pasado algunos buenos e inolvidables veranos cuando tenía entre once y dieciséis años.

La casa era una enorme construcción añeja con jardines de al menos una hectárea que ahora cubierto por una fina y densa capa de nieve. En la entrada principal, Donato y Guadalupe nos esperaban con una sonrisa pintada en los labios y brazos abiertos. Junto a ellos un grupo de hombres pertenecientes al equipo de seguridad de la pareja y que aseguraron nuestro ingreso sin contratiempos.

Tenía las piernas entumecidas cuando bajé del auto y la nariz me picaba. Donato recibió a su primogénito con un abrazo que guardaba muchísimo cariño y respeto. Guadalupe, por su parte, me regaló una tierna mirada antes de estrecharme contra su pecho.

El recibimiento fue de lo más caluroso y reconfortante. Gia y Analía se unieron a nosotros para recibir caricias y besos en las mejillas. Cuando Donato encontró el momento indicado para abrazarme, se me escaparon un par de lágrimas.

Fue como si de pronto me hubiese regalado el contacto de un padre que yo no había recibido antes.

Se sintió como un hogar. Uno que Gerónimo Ferragni me había ofrecido en base a sus creencias y necesidades, pero, que siempre, estuvo muy lejos de sentirse como este momento.

—Peinen la zona y refuercen la seguridad —pidió el cabeza de la cúpula Mancini a sus hombres. Estos obedecieron en seguida. Yo me aferré a su brazo mientras nos dirigíamos a la entrada principal de la casa.

—Mis muchachas y yo preparamos bebida caliente cuando supimos que venían de camino —sonrió Guadalupe—. Entremos al salón para que puedan entrar en calor, chicos.

Y en efecto, el salón principal de la casa había sido perfectamente decorado con pequeñas flores de azafrán violetas y tallo verde. Una mesa abarrotada de bocadillos y tazas con bebida caliente.

Luigi y Enzo fueron los primeros en probar bocado y disfrutar del delicioso sabor a café con vainilla que preparaba Guadalupe.

Oteé a mí alrededor. La tenue luz que ofrecía la luna entraba por la ventana y enmarcaba la imagen familiar que ofrecían Carlo, Gia y Alessandro en un rincón del salón. Ella tratando de conciliar el sueño de su bebé y mi hermano dándole un tímido beso en el hombro.

Analía entablaba una conversación con Guadalupe mientras Mauro se acercaba a nosotros un tanto agotado.

—Mis hombres están trabajando en un anillo de seguridad con un radio de cinco kilómetros. —informó a Sebastian

—Bien. Supongo que por esta noche podemos descansar —suspiró y me miró por un corto segundo—. Al amanecer nos reuniremos con todo el equipo para trazar un plan.

Mi hermano asintió antes de preguntar:

— ¿Tienes idea de quienes pudieron ser?

—No, pero te garantizo que lo averiguaremos.

Ese sería el inicio de una nueva guerra.

¿Conseguiríamos esta vez salir ilesos de ella?

Me estremecí.

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