7. Un clan enemigo

Bella

Cerré la puerta detrás de mí y permití que la oscuridad de la habitación me atrapara en sus paredes.

Detrás había quedado el rumor de las voces y ahora me enfrentaba a la creciente sensación de escalofrío que me recorría el cuerpo entero. Tenía muchísimo calor, pero, al mismo tiempo, un frio terrible que calaba hasta mis huesos.

Me estrujé los dedos de las manos hasta sentir que me hería, sin embargo, no era esa clase de dolor que no pudiese soportar, al contrario, aliviaba. Y me apartó por un segundo de esa urgente quemazón que recorría mis venas por la ausencia de los fármacos.

Tragué saliva. El pecho subiendo y bajando. La boca seca y entreabierta en busca de aire para llenar mis pulmones.

Me acerqué hasta el tocador. Clavé las palmas en el filo de la madera y me miré al espejo. La frente perlada en sudor. Los rastros de unas ojeras que perfilaban mi rostro y el terrible color gris de mis labios.

Esta versión de mi estaba cargándose a toda la gente que quería. Si no luchaba contra ella, temía que alcanzara partes de mí que no pudiese traer de vuelta.

De pronto, en medio del silencio que reinaba en la habitación, se escuchó el chasquido de la puerta.

Sebastian estaba allí. En medio de las sombras de la madrugada.

Nos separaban al menos cinco metros, pero eso si quiera evitaba que su presencia fuese maravillosa y enigmática.

Nos miramos. Yo a través del reflejo en el espejo. Él bajo el marco de la puerta. Tenía la camisa por fuera de la cintura de su pantalón y sin los dos primeros botones. Lucia cansado, incluso parecía como si unos diez años hubiesen pasado por encima de él en menos de una hora.

Temblé.

Saberle allí, de pie, engulléndome con una mirada que guardaba el peso de los resultados de este día me hacía darme cuenta que el mundo en el que vivíamos era demasiado cruel.

Algunas veces, cuando se trataba de nosotros juntos, no parecía tan malo después de todo. Pero, una vez más, la mafia acechaba e insistía en romper ese estúpido espejismo.

. . .

Sebastian

La distancia no me permitió advertir sus temblores, no hasta que me acerqué a ella.

Tenía los nudillos blancos por la presión que ejercía contra el filo del tocador. La respiración probablemente atascada en los pulmones y una evidente emoción de ansiedad que provocaba que su pecho subiera y bajaba con bastante esfuerzo.

Ella tragó saliva e intentó respirar hondo, pero, aunque se le dio fatal, insistió en esa actividad un par de veces más. Al menos hasta que aparté un mechón de cabello de su espalda y se estremeciera bajo el contacto que le procuró mi mano.

—Puedes con esto, mi amor… —murmuré bajito. Mi voz convirtiéndose en un eco muy lejano.

—No puedo —negó repetidas veces con la cabeza.

—Por supuesto que sí, cariño —besé su hombro—. Eres tan fuerte.

—No lo soy —espetó y se giró para mirarme—. Está quemándome. No lo soporto.

—Ven aquí, ven aquí —la llevé contra mi pecho al tiempo que ella estrujaba la tela de mi camisa.

Se aferró a ella con tanta fuerza y me dio un par de empellones que casi parecían ser su único modo de liberarse. Dejé que lo hiciera. Permití que sollozara e hiciera de mi lo que quisiera. Iba a resistir.

Necesitaba resistir por ella.

Los golpes eran suaves, si quiera procuraban dolor. Ella tampoco tenía fuerzas para hacerlo. Simplemente se dejó cubrir por un velo de tristeza y jadeó conforme las embestidas nos arrastraban a mitad de la habitación.

—Pídeme que pare, por favor —sollozó asfixiada—, pídeme que pare.

—Haz conmigo lo que quieras —respondí destrozado—, pero no voy a dejarte sola en esto. No cuando te amo con locura y me parte el alma saberte de este modo.

—No puedo contra esto —respiró un par de veces—, no puedo…

Y a punto estuve de abrazarla, pero, quizás, para ella eso no hubiese servido de nada, por eso me besó.

Y lo hizo con tanta desesperación que la inercia del movimiento nos empujó contra el tocador y provocó que algunos objetos se cayeran.

Ninguno de los dos imaginó que el contacto fuese tan brusco, pero si quiera eso importó. Nos devoramos conforme la necesidad de nuestros cuerpos lo indicaba. Sus manos escalaron hasta mis hombros y rodearon mi cuello. Yo clavé los dedos en su cintura y la empujé contra mí borrando cualquier mínima distancia que existiera entre su piel y la mía.

Isabella jadeó contra mi boca con el aliento descontrolado. Caricias bruscas. Movimientos desesperados.

En un acto decisivo, saltó encima del tocador y me arrastró hasta ella con las piernas. Enroscándolas y empujando mi vigor contra su centro.

—Sebastian… —gruñó contra mi aliento.

—Estoy aquí, mi amor.

En respuesta, se aferró con más insistencia a mi boca en un beso agónico que arrastraba consigo terribles intenciones de procurarnos un daño irreversible.

Esta no era ella

… si quiera una versión parecida, no, esta era la Isabella que la mafia había conseguido convertir. Vulnerable. Rota. Sin absoluto control sobre sí misma.

Esta era la Isabella que ansiaba calmar sus miedos de una forma que nos haríamos rompernos el uno al otro. No lo podía consentir, no si al día siguiente íbamos a arrepentirnos de ello.

Envolví mis manos alrededor de sus muñecas conforme sus dedos se deslizaban temblorosos por mi camisa y descendían hasta la cintura de mi pantalón.

—Bella… —musité entre sus besos y los míos.

Pero ella insistió en esa versión de sí misma y hundió su mano dentro de mi pantalón. Su palma rozando mi evidente dureza. Su lengua batallando con la mía.

Cuando intentó liberarme e inclinarse sobre sus rodillas para hacer lo que yo moría por obtener de ella, la detuve. Quería esto tanto como si necesitase del aire, pero no ahora, no así.

No hasta saber que la tenía de vuelta…

—Cariño, basta, por favor —le pedí ahogado y envolví sus manos alrededor de mi cuello.

Las mías buscaron su rostro. Por un segundo, sus ojos destellaron. Las lágrimas bajaron silenciosas hasta humedecer mi contacto.

— ¿No quieres esto? —preguntó temerosa.

Seguía temblando y tenía la frente perlada en sudor. Las mejillas enrojecidas.

Sonreí triste.

—Lo quiero tanto como tú, pero no en las condiciones que nos hará daño.

— ¿Cómo podría hacernos daño hacer el amor?

—Porque no lo estaríamos haciendo —admití— el sexo solo conseguirá un orgasmo, pero no liberarte de lo que te niegas a reconocer.

Tragó saliva y bajó la mirada.

—Perdóname

—No tengo nada que perdonarte —la estreché contra mi pecho, y ese gesto bastó para que ella rompiese a llorar con violencia.

Tuve que obligarme a ser fuerte para poder soportar tanta desolación. Tuve que obligarme a resistir lo que su cuerpo tan pequeño no podía.

La abracé con más fuerza al tiempo que nos arrastrábamos hasta la cama. Aparté las sábanas y nos enredamos el uno a la otra hasta que sus temblores se apaciguaron y el amanecer advirtió con pintarse en el horizonte.

. . .

Bella

Desperté un tanto aletargada.

Sin embargo, esa noche no hubo insomnios o pesadillas, tan solo un sueño reparador junto al hombre que amaba.

Moví los párpados conforme mis ojos se acostumbraban al nuevo y repentino cambio de luz. Para mi sorpresa, era un día despejado. Cielo azul y débiles rayos de sol filtrándose por la ventana.

Entonces le vi.

Sebastian estaba de frente a los ventanales. Oteaba el jardín con una rigurosidad que incluso parecía alarmante. Iba perfectamente vestido de traje y se había rasurado la barba.

Una vez que notó que le observaba, se giró y me regaló esa maravillosa imagen que únicamente él podía darme.

Fue inevitable sentir un repentino hormigueo en la parte baja de mi vientre cuando lo vi acercarse. Se sentó en el filo de la cama y apartó un mechón de cabello de mi rostro antes de darme un beso en la frente.

—Buenos días, hechicera

Advertí el rumor en mis mejillas gracias a su preciosa sonrisa.

—Buenos días. —musité con la voz un tanto ronca y cerré los ojos cuando sus labios tocaron los míos.

Habría sido una mañana maravilla si la mafia no hubiese reclamado su presencia.

Apenas y tuve tiempo de incorporarme cuando Rigo avisó de un infiltrado en la zona. Y aunque ese hecho por si solo ya habría sido espeluznante, la foto que nos mostró del hombre trajo consigo el recuerdo de aquella noche.

Un tatuaje.

« Flesh and blood » 

Existía un clan de ellos, así que eso solo podía significar una cosa.

Yo había desatado la furia.

Yo era, una vez más, el peón en medio de la guerra.

Se me cortó el aliento.

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