Bella
Cerré la puerta detrás de mí y permití que la oscuridad de la habitación me atrapara en sus paredes.
Detrás había quedado el rumor de las voces y ahora me enfrentaba a la creciente sensación de escalofrío que me recorría el cuerpo entero. Tenía muchísimo calor, pero, al mismo tiempo, un frio terrible que calaba hasta mis huesos.
Me estrujé los dedos de las manos hasta sentir que me hería, sin embargo, no era esa clase de dolor que no pudiese soportar, al contrario, aliviaba. Y me apartó por un segundo de esa urgente quemazón que recorría mis venas por la ausencia de los fármacos.
Tragué saliva. El pecho subiendo y bajando. La boca seca y entreabierta en busca de aire para llenar mis pulmones.
Me acerqué hasta el tocador. Clavé las palmas en el filo de la madera y me miré al espejo. La frente perlada en sudor. Los rastros de unas ojeras que perfilaban mi rostro y el terrible color gris de mis labios.
Esta versión de mi estaba cargándose a toda la gente que quería. Si no luchaba contra ella, temía que alcanzara partes de mí que no pudiese traer de vuelta.
De pronto, en medio del silencio que reinaba en la habitación, se escuchó el chasquido de la puerta.
Sebastian estaba allí. En medio de las sombras de la madrugada.
Nos separaban al menos cinco metros, pero eso si quiera evitaba que su presencia fuese maravillosa y enigmática.
Nos miramos. Yo a través del reflejo en el espejo. Él bajo el marco de la puerta. Tenía la camisa por fuera de la cintura de su pantalón y sin los dos primeros botones. Lucia cansado, incluso parecía como si unos diez años hubiesen pasado por encima de él en menos de una hora.
Temblé.
Saberle allí, de pie, engulléndome con una mirada que guardaba el peso de los resultados de este día me hacía darme cuenta que el mundo en el que vivíamos era demasiado cruel.
Algunas veces, cuando se trataba de nosotros juntos, no parecía tan malo después de todo. Pero, una vez más, la mafia acechaba e insistía en romper ese estúpido espejismo.
. . .
Sebastian
La distancia no me permitió advertir sus temblores, no hasta que me acerqué a ella.
Tenía los nudillos blancos por la presión que ejercía contra el filo del tocador. La respiración probablemente atascada en los pulmones y una evidente emoción de ansiedad que provocaba que su pecho subiera y bajaba con bastante esfuerzo.
Ella tragó saliva e intentó respirar hondo, pero, aunque se le dio fatal, insistió en esa actividad un par de veces más. Al menos hasta que aparté un mechón de cabello de su espalda y se estremeciera bajo el contacto que le procuró mi mano.
—Puedes con esto, mi amor… —murmuré bajito. Mi voz convirtiéndose en un eco muy lejano.
—No puedo —negó repetidas veces con la cabeza.
—Por supuesto que sí, cariño —besé su hombro—. Eres tan fuerte.
—No lo soy —espetó y se giró para mirarme—. Está quemándome. No lo soporto.
—Ven aquí, ven aquí —la llevé contra mi pecho al tiempo que ella estrujaba la tela de mi camisa.
Se aferró a ella con tanta fuerza y me dio un par de empellones que casi parecían ser su único modo de liberarse. Dejé que lo hiciera. Permití que sollozara e hiciera de mi lo que quisiera. Iba a resistir.
Necesitaba resistir por ella.
Los golpes eran suaves, si quiera procuraban dolor. Ella tampoco tenía fuerzas para hacerlo. Simplemente se dejó cubrir por un velo de tristeza y jadeó conforme las embestidas nos arrastraban a mitad de la habitación.
—Pídeme que pare, por favor —sollozó asfixiada—, pídeme que pare.
—Haz conmigo lo que quieras —respondí destrozado—, pero no voy a dejarte sola en esto. No cuando te amo con locura y me parte el alma saberte de este modo.
—No puedo contra esto —respiró un par de veces—, no puedo…
Y a punto estuve de abrazarla, pero, quizás, para ella eso no hubiese servido de nada, por eso me besó.
Y lo hizo con tanta desesperación que la inercia del movimiento nos empujó contra el tocador y provocó que algunos objetos se cayeran.
Ninguno de los dos imaginó que el contacto fuese tan brusco, pero si quiera eso importó. Nos devoramos conforme la necesidad de nuestros cuerpos lo indicaba. Sus manos escalaron hasta mis hombros y rodearon mi cuello. Yo clavé los dedos en su cintura y la empujé contra mí borrando cualquier mínima distancia que existiera entre su piel y la mía.
Isabella jadeó contra mi boca con el aliento descontrolado. Caricias bruscas. Movimientos desesperados.
En un acto decisivo, saltó encima del tocador y me arrastró hasta ella con las piernas. Enroscándolas y empujando mi vigor contra su centro.
—Sebastian… —gruñó contra mi aliento.
—Estoy aquí, mi amor.
En respuesta, se aferró con más insistencia a mi boca en un beso agónico que arrastraba consigo terribles intenciones de procurarnos un daño irreversible.
Esta no era ella
… si quiera una versión parecida, no, esta era la Isabella que la mafia había conseguido convertir. Vulnerable. Rota. Sin absoluto control sobre sí misma.
Esta era la Isabella que ansiaba calmar sus miedos de una forma que nos haríamos rompernos el uno al otro. No lo podía consentir, no si al día siguiente íbamos a arrepentirnos de ello.
Envolví mis manos alrededor de sus muñecas conforme sus dedos se deslizaban temblorosos por mi camisa y descendían hasta la cintura de mi pantalón.
—Bella… —musité entre sus besos y los míos.
Pero ella insistió en esa versión de sí misma y hundió su mano dentro de mi pantalón. Su palma rozando mi evidente dureza. Su lengua batallando con la mía.
Cuando intentó liberarme e inclinarse sobre sus rodillas para hacer lo que yo moría por obtener de ella, la detuve. Quería esto tanto como si necesitase del aire, pero no ahora, no así.
No hasta saber que la tenía de vuelta…
—Cariño, basta, por favor —le pedí ahogado y envolví sus manos alrededor de mi cuello.
Las mías buscaron su rostro. Por un segundo, sus ojos destellaron. Las lágrimas bajaron silenciosas hasta humedecer mi contacto.
— ¿No quieres esto? —preguntó temerosa.
Seguía temblando y tenía la frente perlada en sudor. Las mejillas enrojecidas.
Sonreí triste.
—Lo quiero tanto como tú, pero no en las condiciones que nos hará daño.
— ¿Cómo podría hacernos daño hacer el amor?
—Porque no lo estaríamos haciendo —admití— el sexo solo conseguirá un orgasmo, pero no liberarte de lo que te niegas a reconocer.
Tragó saliva y bajó la mirada.
—Perdóname
—No tengo nada que perdonarte —la estreché contra mi pecho, y ese gesto bastó para que ella rompiese a llorar con violencia.
Tuve que obligarme a ser fuerte para poder soportar tanta desolación. Tuve que obligarme a resistir lo que su cuerpo tan pequeño no podía.
La abracé con más fuerza al tiempo que nos arrastrábamos hasta la cama. Aparté las sábanas y nos enredamos el uno a la otra hasta que sus temblores se apaciguaron y el amanecer advirtió con pintarse en el horizonte.
. . .
Bella
Desperté un tanto aletargada.
Sin embargo, esa noche no hubo insomnios o pesadillas, tan solo un sueño reparador junto al hombre que amaba.
Moví los párpados conforme mis ojos se acostumbraban al nuevo y repentino cambio de luz. Para mi sorpresa, era un día despejado. Cielo azul y débiles rayos de sol filtrándose por la ventana.
Entonces le vi.
Sebastian estaba de frente a los ventanales. Oteaba el jardín con una rigurosidad que incluso parecía alarmante. Iba perfectamente vestido de traje y se había rasurado la barba.
Una vez que notó que le observaba, se giró y me regaló esa maravillosa imagen que únicamente él podía darme.
Fue inevitable sentir un repentino hormigueo en la parte baja de mi vientre cuando lo vi acercarse. Se sentó en el filo de la cama y apartó un mechón de cabello de mi rostro antes de darme un beso en la frente.
—Buenos días, hechicera
Advertí el rumor en mis mejillas gracias a su preciosa sonrisa.
—Buenos días. —musité con la voz un tanto ronca y cerré los ojos cuando sus labios tocaron los míos.
Habría sido una mañana maravilla si la mafia no hubiese reclamado su presencia.
Apenas y tuve tiempo de incorporarme cuando Rigo avisó de un infiltrado en la zona. Y aunque ese hecho por si solo ya habría sido espeluznante, la foto que nos mostró del hombre trajo consigo el recuerdo de aquella noche.
Un tatuaje.
« Flesh and blood »
Existía un clan de ellos, así que eso solo podía significar una cosa.
Yo había desatado la furia.
Yo era, una vez más, el peón en medio de la guerra.
Se me cortó el aliento.
Carlo Gia evitó preguntar a que se debió la visita de Greco en nuestra habitación cuando la timidez de unos débiles rayos de sol se pintaba en el horizonte. Se negó a mirarme porque pudo hacerse una clara idea de lo que significaba mi precipitación a la hora de vestirme y echar mano a mis cargadores y armas. Se dedicó en silencio al calmar los sollozos del pequeño Alessandro y a besar su frente en pos de recordarle que él estaba en su pecho, que ella era su lugar seguro y no debía tener miedo. Quizás el crio solo tenía hambre, pero ella insistía en regalarle palabras de cariño y aliento. Y aunque a mí en el pasado me hubiese parecido una tontería, no pude evitar sonreír. . . . Gia Carlo si quiera era consciente de que mis ojos estaban clavados en él mientras daba pecho a mi hijo. Bregaba con la corbata frente al espejo y fruncía el ceño de vez en cuando. Ese gesto tan particular se lo había heredado a Alessandro. Y aunque él insistía en que no se parecían en lo absoluto, a una p
BellaSebastian y yo nos despedimos en el garaje de la casa y no solo él le costó dejarme, sino que diez minutos atrapados en la boca del otro no fue suficiente, no cuando su despedida advertía algo realmente turbio.Algo más grande que él y yo.Algo más grande que lo que habíamos construido.—No quiero que te vayas —le había dicho aún pegada a sus labios.Manos entrelazadas.Él percibió la presencia de mis miedos y llevó nuestras manos a la altura de su corazón. Latiendo tan despacio que incluso me costó sentirlo.—Tengo que hacerlo —murmuró bajito—. Regresaré tan pronto como pueda y entonces te llenaré de besos hasta que digas basta.—Yo nunca tengo suficiente de tus besos.Lentamente, deslicé mis manos por su tórax, subí hacia sus hombros y descendí a través de la curva de sus brazos sabiendo que ese gesto le enloquecería.—Se lo que estás haciendo —contuvo el aliento un tanto desesperado.Sonreí descarada.— ¿Y lo estoy consiguiendo? —sonreí descarada.— ¡Joder Isabella Ferragni,
AnalíaSofía Caruso era la clase de mujer que no perdía el temperamento con demasiada facilidad, quizás por eso se obligó a si misma a convertir las manos en dos puños muy apretados cuando Sebastian la dejó plantada a mitad de la explanada cuando le hizo bajar la ventanilla del auto por una innecesaria despedida.La conocía desde la universidad, dos años mayor que yo en la carrera de medicina. Su ambición no solo la empujó a obtener un máster, sino a relacionarse estrechamente con los hombres poderosos de la élite gracias a su lazo sanguíneo con un corrupto y famoso fiscal de roma.Que tuviese sus ojos puestos en Sebastian no me preocupaba, sino lo que estaría dispuesta a hacer para conseguir sus objetivos.La Caruso entró al salón y subió las escaleras sabiéndose observada por todos los que allí estábamos.El resto nos quedamos allí fuera, contemplando el angustiante vacío que dejaba. Y aunque ninguna de las mujeres supiéramos que era lo que realmente estaba pasando y hacia donde se
Carlo Fui el primero en abrir fuego a nuestros enemigos, y aunque me llevé a unos cuantos de ellos de por medio, la diferencia en números era bastante notable. Tanto, que si quiera tuve la oportunidad de cruzar la verja y llegar hasta un Sebastian que sometían y empujaban hasta la salida de emergencia del teatro. Fabiano Calderone me miró en la distancia con una sonrisa repulsiva y delirante. El hijo de puta había advertido cada uno de nuestros movimientos y por eso se había preparado de un modo en el que gozaba de una ventaja absoluta. Disparé a un esbirro mientras Greco y otro de nuestros hombres cubrían mi entrada. Me recargué contra uno de los pilares e hice dos pequeños cálculos del tiempo que me tomaría en llegar hasta ellos por diferentes vías. En ninguna de las dos conseguía salvar a mi amigo… Pero lo intentaría. Lo haría por él y por mi hermana, porque su existencia era tan necesaria en nuestras vidas como el aire que respirábamos. Greco también estaba dispuesto a todo,
Gia— ¡¿Qué haces?! —Enzo me miró como si hubiese perdido la cabeza cuando salté en el asiento copiloto del auto.—Voy contigo.— ¡No me jodas, Gia, es demasiado peligroso!— ¿Permitirías que me pase algo?— ¡Por supuesto que no!— ¡Entonces deja de perder el tiempo y arranca!El buen esbirro suspiró y negó con la cabeza soltando una pequeña maldición entre dientes. Entonces, encendió el motor de aquel Mazda negro antes de que las llantas derraparan en la carretera.Quince minutos después, el GPS nos indicaba que habíamos salido del perímetro de roma y que nos acercábamos a nuestro destino.Con las manos aferradas al volante y la respiración precipitada, Enzo maniobró en una calle angosta que tomó como atajo y que pronto nos reveló el tan famoso teatro que había provocado todo este desastre.El ritmo de mi corazón se detuvo de súbito en cuanto le vi.Carlo estaba tirado en una cuneta contigua al teatro. Junto a él, Greco lo zarandeaba con una mano mientras que con la otra presionaba s
Sebastian«Estoy aquí, mi amor. Abre los ojos y mírame» Fue como si hubiese podido escuchar su voz pegada al lóbulo de mi oreja, pero de nada habría servido hacerle caso si sabía de sobra que iba a encontrarme con una oscuridad absoluta.La venda seguía ahí; picándome los ojos y la piel. Manchándose de una fina capa de sudor que resbalaba a gotas por los pliegues de mi nariz y se mezclaba con los restos de sangre a causa de los golpes que había recibido; mismos que me empujaron a la inconsciencia hace un par de horas.Probablemente había amanecido y yo no lo sabía.En ese tiempo, había soñado con Isabella.Acababa de cumplir diecisiete años cuando una pequeña parte de mi reparó en el tamaño de sus pechos y en lo bien que probablemente se verían si mis manos los tocaban. Había sido la primera vez en olvidar que era la hermana pequeña de mi mejor amigo y que lo estaba pasando por mi cabeza en ese entonces era una absoluta locura.Pero ella ya había comenzado ese juego de cínica seducci
Mauro Estaba tocando la oportunidad de olvidarme de todo con mis propios dedos. Lía correspondió a mi contacto respirando trémula. Buscó mis ojos y yo me vi reflejados en ellos como si fuese una especie de lago cristalizado. Por un segundo, me dio la impresión de que me absorberían. Su aliento acarició mis mejillas cuando entreabrió los labios y permitió que introdujera mi pulgar en su boca. Lo mordió y chupó sin saber que ese gesto por si solo conseguiría enloquecerme. Tragué saliva y me permití disfrutar del modo en el que mi dedo se deslizaba por su lengua a medida que lo extraía. Perfilé sus labios antes de capturar su boca con la mía. En respuesta, y sin dejar de besarme, Analía apoyó una mano en mi pecho y me invitó a retroceder hasta obligarme a tomar asiento en la silla detrás del escritorio. Cuando esperé que se sentara a horcajadas sobre mí y que su centro se empalara a mi inevitable erección, no lo hizo; tan solo se alejó un metro de distancia que parecía incluso inalc
Bella« ¿Dónde estás, mi amor? ¿Sigues ahí? »Un pensamiento que coincidió con el rastro de una lágrima perfilando mi rostro.Oteé la ciudad. Roma aún dormía.El rio se dejaba apreciar por entre una fina capa de neblina que perduraba en la lejanía. El amanecer, pese a su timidez, daba un aspecto mucho menos lúgubre que los días anteriores.De repente, me golpeó la nostalgia de aquellos días; esos en los que tenía absoluto desconocimiento de la mafia y mi único objetivo en la adolescencia era provocar a un Sebastian que se resistía a sus instintos más carnales.Era mi cumpleaños número dieciocho. Bueno, no realmente, pero iba a cumplirlos el domingo de ese fin de semana. Así que mis amigos del colegio decidieron celebrarlo con alcohol y bocadillos que, pasada la media noche, ya nos veíamos borrosos los unos a los otros.Música alta. La piscina abarrotada de adolescentes a tope. Yo, en cambio, me había arrinconado en una de las sillas con un frio de los cojones. Saqué mi móvil y tecleé