No podía creer lo que acababa de escuchar. Me quedé ahí, de pie, con el corazón en un puño y la sangre hirviendo en mis venas. Mis manos temblaban, pero no era por miedo, era por la rabia que crecía dentro de mí como una tormenta. Cinco años. Cinco años de matrimonio, de lucha, de amor, de sacrificios... Y ahora, todo se venía abajo con una simple frase de su boca.
—¿Qué dijiste? —pregunté, sintiendo cómo mi voz se quebraba. Ricardo me miró con esos ojos fríos que ahora me parecían los de un extraño. Ni una pizca de compasión, ni una sombra del hombre con el que me casé. Solo desprecio. —Firmé los papeles —dijo con esa tranquilidad que me hervía la sangre—. Estamos divorciados. Quiero que te vayas de la casa. Mis piernas casi flaquearon, pero me negué a mostrarme débil frente a él. Esta casa... esta vida... era nuestra, ¿cómo podía tirarlo todo a la basura como si no hubiera significado nada? —No puedes hacerme esto —susurré, casi rogando, aunque odiaba cada palabra que salía de mi boca—. Después de todo lo que hemos pasado, después de... nuestros hijos. Mi mente solo podía pensar en ellos, en cómo les afectaría, en cómo me necesitaban. Pero entonces, él dijo lo que nunca pensé escuchar. —Los niños también son míos, Alexa. —Su sonrisa era cruel, cortante como una cuchilla—. Sabes que tengo el poder para quitártelos. Te quedarás sin nada. Yo lo tengo todo. Cada palabra era una puñalada. Mi respiración se volvió entrecortada, y sentí como si me estuviera ahogando. Mis hijos. Mis bebés. ¿Cómo podía atreverme a amenazarme con lo único que me quedaba? Las lágrimas quemaban detrás de mis ojos, pero me negué a dejarlas caer. No le daría ese gusto. —No... —mi voz sonaba más fuerte de lo que me sentía—. No te atrevas a decirme eso. No me los vas a quitar. Ricardo se acercó, imponente, su figura parecía llenarse de una sombra aún más oscura. —Ya lo decidí, Alexa. Quiero que desaparezcas. Tú ya no eres parte de esta familia. El aire se volvió insoportablemente denso en cuanto escuché sus palabras. Me miró de arriba abajo, con una arrogancia que me hacía querer gritar. ¿Cómo habíamos llegado a esto? Todo el amor que alguna vez pensé que me tenía se había evaporado en una frase cruel y despiadada. —Ya me aburrí de ti, Alexa —dijo, con esa sonrisa cínica que me desgarraba—. Ahora tengo a alguien mucho mejor. ¿Qué esperabas? Solamente necesitaba herederos, y ya los tengo. Me quedé sin palabras. Herederos. Como si nuestros hijos fueran meros trofeos en su absurda carrera por el poder. Mi corazón latía tan fuerte que temía que se me fuera a salir del pecho. Sentí que todo lo que habíamos vivido no era más que una farsa, un teatro donde él siempre había sido el protagonista y yo, su marioneta. —Ricardo... ¿cómo puedes decirme eso? —murmuré, mi voz rota. No entendía cómo podía ser tan frío, tan despiadado. Se cruzó de brazos, mirándome con desprecio. —¿De verdad no lo entiendes? —su tono se volvió aún más arrogante—. Yo soy Ricardo Beltrán, Alexa. El futuro gobernador de este estado. Y tú... —soltó una risa seca, llena de burla—. Tú no eres más que una modelito muerta de hambre a la que yo le di un título. Yo te hice alguien, te saqué de la nada. Pero ahora te lo voy a quitar. No eres nada sin mí. El fuego en mi pecho explotó de golpe, una rabia que no pude contener más. ¿Que no volvería a ver a mis hijos? ¿Que no soy nada? No me importaba lo que dijera o lo que fuera, nadie me arrebataría a mis hijos. —¡Jamás te los llevarás! —grité, mi voz temblando de furia—. ¡Antes te mato, Ricardo! ¡Te juro que antes te mato! Sin pensarlo, me lancé sobre él, mis manos buscando su cuello, buscando hacerle sentir aunque fuera una fracción del dolor que él me estaba causando. Pero, antes de que pudiera siquiera alcanzarlo, sentí dos pares de manos fuertes agarrándome por los brazos. Me detuvieron en seco, inmovilizándome con una facilidad humillante. Eran los hombres de seguridad de Ricardo, como sombras siempre presentes, esperando su señal. Ricardo no se movió. No mostró miedo ni sorpresa. Solo sonrió, con esa m*****a sonrisa que me desgarraba el alma. Me miraba como si yo fuera una niña que hacía un berrinche insignificante. —Llévensela —ordenó con una calma aterradora, apenas moviendo la mano. —¡Suéltame! —grité, forcejeando contra los guardias, pero era inútil. Mis esfuerzos eran ridículos frente a su fuerza. Fue entonces cuando la vi. Una figura esbelta y elegante que se acercaba con paso seguro. Mi corazón se hundió al reconocerla: Silvia, una de mis amigas más cercanas. Su larga melena pelirroja ondeaba tras ella mientras se acercaba a Ricardo con una sonrisa que me revolvió el estómago. ¿Qué demonios estaba haciendo aquí? Silvia llegó a su lado, ignorándome por completo, y lo que vi a continuación hizo que el mundo dejara de girar por un segundo. Se inclinó hacia él y lo besó. Lo besó, justo frente a mí. —Mi amor —murmuró ella con una voz suave, apenas apartándose de sus labios—. Ya me aburrió esta mujer. Me quedé sin aliento, clavada en el suelo. ¿Qué estaba pasando? Silvia... mi amiga... Había estado todo este tiempo detrás de Ricardo. Cada mirada, cada palabra de apoyo, cada abrazo que me había dado, todo era una mentira. —Lo sé, querida —respondió Ricardo, acariciándole el rostro mientras ella sonreía con satisfacción—. Tranquila, ya no será un problema para nosotros. Sentí una mezcla de rabia, traición y desesperación. Mis propios amigos... mi propia vida... todo se había vuelto una pesadilla. Intenté zafarme de los guardias, pero era inútil. —¡Malditos! ¡No van a salirse con la suya! ¡No me quitarán a mis hijos! —les grité, pero ellos apenas reaccionaron. Era como si ya no existiera para ellos. Como si todo lo que fui alguna vez hubiera desaparecido. Ricardo volvió a mirarme, y su voz, fría como siempre, fue lo último que escuché antes de que todo se desvaneciera: —Llévensela. No quiero volver a verla. Los hombres me agarraron con fuerza, apretando mis brazos mientras me arrastraban fuera de la mansión que alguna vez fue mi hogar. Sentía que todo dentro de mí se rompía. Intenté liberarme, pateé, grité, pero era como si mis palabras y esfuerzos se disolvieran en el aire frío de la noche. Ricardo y Silvia apenas me dirigieron una última mirada, indiferentes, como si yo fuera un objeto que acababan de desechar. Silvia se recostó en su pecho, y la sonrisa de ambos era como una estocada directa al corazón. ¿Cómo había sido tan ciega? ¿Cómo no vi lo que estaban tramando a mis espaldas? —¡No me van a quitar a mis hijos! —les grité con lo poco que me quedaba de fuerza, mi voz desgarrada, pero ellos ya no me escuchaban. Para Ricardo, yo ya no existía. Me empujaron sin piedad hacia la salida, y mis pies apenas tocaban el suelo mientras me arrastraban fuera de la mansión. El aire de la noche golpeaba mi rostro, pero no lo sentía. Todo se sentía irreal. ¿Cómo había llegado hasta aquí? ¿Cómo mi vida se había reducido a esto? Cuando llegamos a la puerta de la propiedad, los guardias se detuvieron un segundo. Pensé que tal vez me soltarían, que me dejarían ir con algo de dignidad. Pero entonces, sin previo aviso, me arrojaron al suelo como si fuera basura. Sentí el golpe seco del barro frío bajo mi cuerpo. Mi vestido se empapó de lodo, mi piel se heló al contacto con la tierra húmeda. En ese momento Ricardo soltó una carcajada. —Lárgate y jamás regreses, Alexa.Debí regresar a la casa de mi madre, aunque era lo último que quería hacer. El camino hasta aquí había sido una pesadilla interminable, pero no tenía otra opción. Cada día que pasaba, la desesperación se apoderaba más de mí. Me siento rota, pero no he dejado de pelear, no puedo hacerlo... no por mí, sino por mis hijos. He pasado los últimos días buscando abogados, moviéndome de oficina en oficina, intentando encontrar a alguien que se atreva a enfrentarse a Ricardo Beltrán, el hombre con todo el poder y el apellido que causa miedo con solo mencionarlo. Pero una vez que les digo quién es mi exesposo, veo el miedo en sus ojos. Ninguno quiere involucrarse. Ninguno quiere enfrentarse al futuro gobernador. Y, para colmo, mi madre no deja de gritarme. —¡Eres una inútil! —me recrimina mientras da vueltas por la pequeña cocina—. ¡¿Cómo pudiste perder a Ricardo, Alexa?! ¡Nos ha dejado sin nada! ¡Mira cómo hemos terminado por tu culpa! Yo la escucho, pero apenas puedo procesar sus palabras
Elijan MorganHabía sido un día completamente agotador. Tuve una audiencia, pero finalmente logré ganar, como siempre. Desde que terminé la carrera, no había perdido un solo juicio. La verdad era que no me importaba una mierda si mis clientes eran culpables o inocentes; lo único que realmente me importaba era el resultado. Solo tenía dos reglas: no defendía a hombres que abusaran o maltrataran a niños, ni a aquellos que abusaran de mujeres. Si no hacían nada de eso, no me importaba si eran narcotraficantes o lo que fuera; los dejaría libres.Después de un día así, me dirigí al bar que quedaba cerca de mi despacho. Era mi refugio, un lugar donde podía relajarme y disfrutar de un trago bien servido. Aquí, el ambiente siempre estaba cargado de risas y conversaciones animadas, y el barman sabía exactamente cómo prepararme mi whisky favoritoEstaba sentado en la barra, sorbiendo mi bebida, cuando noté que una mujer se acercaba. Era de cabello ondulado, una mezcla entre rojo y café que caía
Estaba completamente furiosa. No podía creer la propuesta que me había hecho ese miserable; estaba loco si creía que aceptaría ser su amante por demasiado tiempo. Me levanté a primera hora y me dirigí al colegio de mis pequeños. Los veía entrar, y mi corazón se llenaba de amor. Eran tan hermosos. Mi pequeño Remo, con sus grandes ojos azules y su cabello oscuro, siempre me hacía sonreír. A su lado, la pequeña Rubí, con su cabello ondulado y sus ojos del mismo color que los míos, reflejaba la misma dulzura. Mis gemelos eran el amor de mi vida, y no podía imaginar un futuro sin ellos. Cuando entraron al colegio, se despidieron de su nana con un abrazo cálido y se marcharon. A penas ellos entraron, me acerqué a la mujer, pero los escoltas me detuvieron. —Señora Alexa, los niños no dejan de preguntar por usted —me informó uno de los hombres con una voz grave, pero llena de preocupación. Mis bebés. No podía permitir que Silvia los maltratara. —Por favor, dime que no les ha hecho da
Cuando me desperté, una niebla densa me envolvía, tanto en mi mente como en la habitación. Todo era blanco y frío, el aire impregnado con el fuerte olor a desinfectante. Parpadeé varias veces, tratando de aclarar mis pensamientos, pero nada parecía hacer sentido. ¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado allí?Mis recuerdos estaban desordenados, como si alguien los hubiera sacudido. Solo fragmentos borrosos: el sonido de un coche acercándose, el miedo que me atravesó, y luego… nada. Me incorporé lentamente, el dolor en mi pecho incrementándose con cada movimiento. —Finalmente despiertas —la voz grave de Elijan rompió el silencio como un cuchillo cortante. Me giré para encontrarlo de pie en el umbral de la puerta, observándome con esa expresión que siempre parecía cruzar entre burla y control absoluto. —¿Qué pasó? —logré preguntar, mi garganta seca, aunque trataba de mantener la voz firme.—Cruzaste la calle sin mirar. Un coche casi te atropella —respondió él, con esa calma irritante que si
Al bajar del coche, sentí el frío del aire nocturno rozando mi piel. Frente a mí se alzaba el imponente edificio de Elijan, una torre de cristal que reflejaba las luces de la ciudad. No podía negar la opulencia del lugar; todo parecía tan inalcanzable, tan fuera de mi realidad. El chófer, sin decir una palabra, sacó mis maletas del maletero mientras yo permanecía inmóvil, mirando aquel monstruo de vidrio que iba a ser mi nueva prisión.—Por aquí, señorita —dijo el chófer, rompiendo el silencio mientras abría la puerta principal del edificio.Asentí sin decir nada, mis piernas parecían de plomo mientras caminaba hacia el ascensor. Las puertas se cerraron con un suave zumbido y el número del ático se iluminó, llevándome directamente a lo más alto. Mi corazón palpitaba con fuerza. Sabía lo que significaba esto, sabía a lo que me estaba condenando, pero no había vuelta atrás. Mis hijos estaban en juego.Las puertas del ascensor se abrieron directamente al amplio recibidor del departamento
Me desperté temprano, con el cuerpo adolorido por lo que había sido una noche intensa. Intenté moverme de la cama con cuidado, pero antes de que pudiera siquiera levantarme, sentí su mano firme agarrándome de la cintura.—¿A dónde mierda crees que vas? —su voz ronca me detuvo.—Iba por el desayuno... —murmuré, aún medio adormilada.—Primero yo quiero mi desayuno —dijo con esa arrogancia que me hacía estremecer.Elijan tiró de la sábana, dejándome completamente expuesta, y sin necesidad de más palabras, giré automáticamente, levantando mi trasero hacia él. Sentí su aliento caliente en mi cuello mientras me susurraba con una posesividad abrasadora.—Eres mía... —susurró, entrando en mí con fuerza una y otra vez, marcando cada embestida con esas palabras que se repetían en mi oído, grabándose en mi piel.No podía hacer otra cosa que aferrarme a las sábanas mientras su cuerpo me reclamaba de nuevo.El ritmo de sus movimientos era frenético, cada embestida más intensa que la anterior. Mis
—¿Qué mierda te pasa? —preguntó Elijan con brusquedad mientras ambos estamos en el sofá. Su cuerpo estaba relajado, pero su voz cortante dejaba claro su irritación. Yo estaba sentada junto a él, mantenía una expresión seria, con los labios apretados y la mirada perdida. No podía evitarlo.—Nada —respondí en un susurro, sintiendo cómo la tensión crecía dentro de mí.Elijan bufó con exasperación y se recostó en el sofá, cruzando los brazos sobre el pecho. Su tono de voz, aún más áspero, cortó el aire entre nosotros.—Alexa, he venido del trabajo agotado, y no me gustan las caras largas. Estás aquí para satisfacerme —dijo con indiferencia, como si no importara lo que yo sentía.Cerré los ojos por un segundo, intentando contener el dolor que sus palabras me causaban. Han sido días sin ver a mis hijos, y yo ya no sabía cuánto más podía soportar. Mi corazón se desgarraba de la angustia, pero tenía que permanecer fuerte... o al menos aparentarlo.Elijan, sin previo aviso, me arrojó su teléfo
Aún no sé cómo tuve el valor de hacerlo. El miedo y la desesperación me impulsaron mientras ataba las cortinas con manos temblorosas, tratando de que quedaran lo suficientemente firmes para soportar mi peso. Sabía que si me descubría, no habría vuelta atrás. Respiré hondo, intentando calmar el temblor en mis piernas antes de comenzar a descender por la ventana. Cada centímetro que bajaba, sentía el vértigo mezclado con la urgencia.Cuando por fin llegué al suelo, mis manos estaban adoloridas y el corazón me latía desbocado, pero no podía detenerme. Me deslicé por una ventana abierta de un departamento vacío, mi cuerpo cayendo con torpeza al interior. Me levanté rápidamente, mirando alrededor con los nervios a flor de piel, pero no había nadie. Gracias a Dios.Sin perder más tiempo, salí del departamento y corrí lo más rápido que pude, sintiendo el aire frío golpearme en la cara. Las calles eran un borrón mientras me alejaba del edificio, mi único pensamiento era llegar a mi hijo. Leva