Las condiciones de Elijan

Cuando me desperté, una niebla densa me envolvía, tanto en mi mente como en la habitación. Todo era blanco y frío, el aire impregnado con el fuerte olor a desinfectante. Parpadeé varias veces, tratando de aclarar mis pensamientos, pero nada parecía hacer sentido. ¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado allí?

 

Mis recuerdos estaban desordenados, como si alguien los hubiera sacudido. Solo fragmentos borrosos: el sonido de un coche acercándose, el miedo que me atravesó, y luego… nada. Me incorporé lentamente, el dolor en mi pecho incrementándose con cada movimiento.

 —Finalmente despiertas —la voz grave de Elijan rompió el silencio como un cuchillo cortante. Me giré para encontrarlo de pie en el umbral de la puerta, observándome con esa expresión que siempre parecía cruzar entre burla y control absoluto.

 —¿Qué pasó? —logré preguntar, mi garganta seca, aunque trataba de mantener la voz firme.

 

—Cruzaste la calle sin mirar. Un coche casi te atropella —respondió él, con esa calma irritante que siempre me sacaba de quicio. Se acercó lentamente, sus ojos fijos en mí, como si analizara cada parte de mi ser—. Te desmayaste. Estás aquí desde anoche.

 

Mi mente corrió a esos últimos momentos antes de perder el conocimiento. El sonido de los frenos, el miedo que congeló mi cuerpo. Pero había algo más, algo que no podía recordar del todo. Quizás el shock me estaba jugando una mala pasada. Me pasé las manos por la cara, intentando sacudirme la confusión.

 

—¿Dónde están mis hijos? —pregunté de inmediato, con el corazón acelerado. No me importaba lo que me hubiera pasado; necesitaba saber que ellos estaban bien.

 

—Están con su niñera, supongo—dijo Elijan, un tono de impaciencia teñía su voz. Se acercó más, hasta estar a unos pasos de la cama. Sentí la familiar sensación de su control, una presencia casi tangible que me aplastaba—. Pero si sigues tomando decisiones estúpidas, pronto podrías perderlos para siempre.

 

Sus palabras me golpearon como una bofetada. Sabía que tenía razón, pero odiaba escucharlo de él, especialmente con ese tono de superioridad. Era evidente que Elijan siempre sabía cómo manipular mis emociones, jugar con los miedos.

  —Necesito verlos —dije, tratando de mantener la compostura—. No haré nada hasta que los vea.

  Elijan se rió, una risa seca y burlona que me puso los nervios de punta.

  —¿De verdad crees que puedes poner condiciones? —sus ojos brillaron con una mezcla de diversión y amenaza—. Las reglas las pongo yo, Alexa. Y ahora mismo, lo único que necesitas saber es que esta noche quiero verte en mi departamento. Y sí, esta vez quiero más que una conversación.

 

  Su mirada era lo suficientemente clara como para entender lo que quería decir. Un nudo se formó en mi estómago, el asco y el miedo mezclándose en una sensación nauseabunda.

  —Muy bien —dije en voz baja, con los dientes apretados—. Lo haré, pero no estaré contigo hasta ver a mis hijos.

 

  Elijan rió de nuevo, esta vez más fuerte, y su risa llenó la habitación, rebotando en las paredes blancas. Se acercó aún más, inclinándose hacia mí, tan cerca que podía sentir su aliento en mi rostro.

  —Eres increíble —murmuró, su tono lleno de condescendencia—. ¿De verdad crees que puedes ponerme límites? Las reglas, Alexa, siempre las pongo yo.Esta noche serás mía. Y créeme, no tienes elección.

 

  Me controle para no gritarle cuánto lo odio.

  —Esta es la primera y única vez que te lo diré —empezó Elijan, centrando sus ojos en mí —. No quiero ni una sola queja. Ni una sola demanda. Harás lo que te digo, cuando te lo diga. No quiero ver ninguna emoción ridícula, y mucho menos que te atrevas a pensar que esto es algo más que un trato. No te vas a enamorar de mí, y cuando me canse, esto terminará.

  Su voz era fría, calculadora, y me di cuenta de que era mucho más oscuro de lo que yo creía.

 

  —Y sobre todo, Alexa —susurró mientras se inclinaba sobre mí—, me gusta la discreción. Nadie debe saber lo que pasa entre nosotros. Nadie.

  Asentí, incapaz de decir algo. El nudo en mi garganta crecía con cada palabra que decía, pero el miedo por mis hijos era más grande que mi orgullo, más grande que mi dignidad.

  —Bien, Alexa Brown, te darán el alta en unas horas. Hoy a las ocho, mi chófer pasará por ti a la casa de tu madre. Vivirás en mi departamento —anunció, con una frialdad que me heló la sangre.

  —¿Qué…? —pregunté, sin poder ocultar la incredulidad en mi voz.

 

  —Así es, cariño —continuó, sin dejar de sonreír—. Serás mi amante oficial y debes vivir conmigo.

  El horror se apoderó de mí. La idea de ser tratada como un objeto, como una posesión, me hizo sentir nauseabunda. Intenté mantenerme firme, pero las palabras se me atascaban en la garganta.

  —No acepto cuestionamientos, Alexa —dijo, su voz profunda y amenazante. Su mirada se endureció, y en ese instante comprendí que no había espacio para la duda ni la resistencia—. Esto no es una opción. Tu vida, y la de tus hijos, dependen de cómo manejes esto. Estás en mi mundo ahora, y deberás jugar según mis reglas.

  Las palabras de Elijan resonaron en mi mente, y la presión en mi pecho se intensificó. Sabía que no podía permitir que nada le pasara a mis hijos.

 

  —Si no haces lo que te pido, podrías perderlos. Y no quiero que me des más razones para tener que demostrar lo que soy capaz de hacer.

 

La desesperación se transformó en una mezcla de rabia y resignación.

 

  —¿Y si me niego? —desafié, sintiendo una chispa de valentía en medio de la opresión.

 

Elijan se inclinó hacia mí, su rostro tan cerca que podía ver la fría determinación en sus ojos.

  —Entonces te haré saber lo que realmente significa perder. No soy un hombre que se detenga ante nada. Ya te lo dije: aquí las reglas las pongo yo.

 

 Respiré hondo, sintiendo el nudo en mi estómago. Tenía que tomar una decisión. La realidad me golpeó con fuerza: no podía dejar que el miedo decidiera por mí, pero tampoco podía ignorar las consecuencias de desobedecerlo. En este momento Elijan Morgan me tenía en su poder. Solamente él podría devolverme a mis pequeños.

  —Está bien —dije finalmente, la determinación llenando cada palabra—. Haré lo que me pidas, pero recuerda no podrás tocarme hasta que yo tenga entre mis brazos a mis hijos.

  Elijan sonrió, una expresión de satisfacción que no me gustó del todo, pero sabía que tenía que actuar. La vida de mis hijos estaba en juego.

  —Eso es lo que quiero oír —respondió, su tono condescendiente— Los podrás ver en menos de dos días.

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